Asalto al Capitolio de EE.UU por las huestes de Trump. (Imagen creada por Craiyon)
En 2016,
el diccionario Oxford declaró a posverdad como ‘la palabra del año’ y la
definió como un adjetivo «[…] que denota circunstancias en
las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la
opinión pública que las apelaciones a las emociones y las creencias personales»[1]. En
una entrevista reciente dije que la justificación de la posverdad
como estrategia política y la proliferación de las noticias falsas y mensajes violentos
a través de troles u operadores ideológicos que fungen de periodistas —y que
son, en realidad, administradores de la verdad—, están destruyendo el
contrato social de la democracia burguesa. Kellyanne Conway, jefa de campaña de
Donald Trump, justificó que Sean Spicer, vocero de la Casa Blanca, mintiera
sobre el número de asistentes a la ceremonia de posesión de Trump, y, quitándole
importancia a la mentira, justificó que Spicer le ofreciera a la audiencia «datos
alternativos». La estrategia de la posverdad consiste en posicionar una mentira
y relativizar los hechos y datos mostrando, sin vergüenza, datos y hechos falsos:
es decir, se siembra dudas sobre lo verdadero y se construye una narrativa, más
o menos coherente, para que la mentira del momento corra —a sabiendas de que la
mentira tiene patas cortas— hasta el próximo suceso donde otra mentira empuñará
el testigo, como si se tratase de una carrera de postas sin fin. Total, la llamada
ciudadanía de a pie no tiene tiempo de corroborar los datos exhibidos ni
contrastar los relatos construidos con la manipulación de aquellos datos. Además,
las redes sociales, RS, no han democratizado el acceso al saber y al
pensamiento crítico, sino a la desfachatez de la estulticia. El caso de Trump y
su difusión de bulos es un ejemplo que nos debería horrorizar pues la
repetición en RS de su mentira sobre un inexistente fraude electoral creó las
condiciones para el asalto al Capitolio por una turba de sus fanáticos. Justamente,
por el uso de la estrategia política de la posverdad, hoy, en EE. UU. todavía existe
gente que siguen creyendo que el resultado de las elecciones de 2020 fue fraudulento.
La receta de poner en duda el proceso electoral, que al neofascismo trumpista le
pareció exitosa, fue repetida por las huestes de Bolsonaro, en Brasil, que,
bajo la consigna de fraude y pidiendo a los militares que den un golpe de
Estado, atacaron la sede del Congreso, del Supremo y la Presidencia para evitar
la posesión de Lula da Silva. La semana pasada, luego de ser encontrado culpable
de haber comprado, a través de su exabogado, quien cumplió cárcel por ello, el
silencio de una actriz porno, con la que mantuvo relaciones sexuales, Trump quiere,
sin que le importe el daño a la institucionalidad, instalar en las emociones del
electorado otra mentira: el presidente Biden ha manipulado un sistema de
justicia que, según Trump, es corrupto. Y, si bien X-Twitter ha posibilitado
una ampliación de las demandas ciudadanas y una exigencia de rendición de
cuentas a todo poder gubernamental, también ha transformado el diálogo
democrático en una diatriba constante —cada vez más violenta y cargada de fórmulas
de odio—, que se escuda en el anonimato y la desvergüenza. El anonimato virtual
es una patente de corso: así, entre menos identificable es el tuitero, más
violento y mentiroso es su mensaje. Y son esos tuiteros los que, como miembros
del ejército de mercenarios digitales, posicionan en las RS la mentira. No es
que la democracia burguesa esté en tela de juicio; lo que sucede es que el
neofascismo pretende destruir los cimientos de esa misma democracia mediante el
fraude democrático que es el resultado del uso de la estrategia de la posverdad.
Para que la mentira triunfe, maquillada bajo el alias de posverdad, se
requiere de la alcahuetería de las corporaciones mediáticas que son
instrumentos de propaganda ideológica cuya misión es posicionar la narrativa
basada en los datos alternativos y poner en duda los datos verdaderos
que no apuntalan aquella narrativa, así como de los portales digitales sensacionalistas
dedicados a difundir bulos. Existen otros elementos que contribuyen al éxito de
la posverdad: el invento de un enemigo interno, el fomento del gusto por
las teorías de la conspiración, el troleo permanente posteando insultos y
estupideces para desvirtuar y enlodar una información seria, etc. El uso desvergonzado de la posverdad en la arena política
mundial transformó la palabra en sustantivo y resaltó su esencia perversa. El
diccionario de la RAE la define con una precisión mayor que el de Oxford: «Distorsión deliberada de una
realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la
opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son
maestros de la posverdad». En los hechos, la posverdad
es el sobrenombre marqueteado de la mentira.
[1] «Post-truth is an adjective defined as “relating to or denoting circumstances in which objective facts are less influential in shaping public opinion than appeals to emotion and personal belief”», «Word of the Year 2016», Oxford Languages, https://languages.oup.com/word-of-the-year/2016/
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