He asistido a decenas
de congresos académicos que, aunque a estas alturas el símil ya sea un lugar
común, pueden ser definidos como auténticas casas
de citas: a Hommi Bhabha o Gayatrik Spivak, si, por ejemplo, se afanan más
por la existencia de artefactos culturales que de obras literarias; o a Derrida
si les gusta regodearse en deconstruir lo evidente; y, a su turno, han estado
de moda Barthes, Foucault, Deleuze, et. al.
Citar no está mal —en este artículo citaré—, y menos en la academia, pero
las citas que son hechas por vanidad de
lecturas, vengan al caso o no, evidencian la falsa erudición, de la que
algunos escritores clásicos se han burlado.
En el “Prólogo” de la
primera parte del Quijote, Cervantes arremete
socarronamente en contra de la costumbre de buscar quien escribiera sonetos y
otros poemas como parte de la presentación de una obra. Al final, él mismo los
escribe, señalando autoría a Amadis de Gaula y a don Belianis de Grecia de
sendos sonetos dedicados a don Quijote, y hasta compone uno en que dialogan
Babieca y Rocinante. Asimismo, pone en boca de un amigo el siguiente consejo:
«Vengamos ahora la citación de los autores que los otros libros tienen, que en
el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis
de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la
Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis […] y cuando no sirve de
otra cosa, por lo menos servirá ese largo catálogo de autores a dar de
improviso autoridad al libro».
La exquisita sor
Juana Inés de la Cruz, en un párrafo de su respuesta a sor Filotea de la Cruz,
nos habla de la presencia del saber en lo cotidiano y que, como le fuera
prohibido leer durante un tiempo, se dedicó a observar la cocina: «Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario,
se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta
echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta
agria…». Sor Juana concluye su idea con algo de chanza y mucho de provocación,
pues reivindica su filosofía de cocina:
«Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito». Sor Juana muestra
una fuente del saber que no es libresca.
En “El Aleph”, Jorge Luis Borges,
con su particular sentido del humor, ironiza sobre la falsa erudición del
personaje, el poeta Carlos Argentino, que funge de poeta y de exégeta de su
propia obra. Argentino comenta su verso: «He visto, como el griego, las urbes
de los hombres», de esta manera: «…granjea el aplauso del
catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión…». Propio
de sus guiños cultistas, Borges nos remite al libro de José Cadalso, publicado
en 1772, cuyo título es, justamente, Los
eruditos a la violeta, o «Curso
completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete
días de la semana [publicado] en obsequio de los que pretenden saber mucho,
estudiando poco».
Publicado en Cartón
Piedra, revista cultural de El
Telégrafo, el 27.04.18
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