José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, mayo 23, 2022

Dolores Veintimilla de Galindo bebe cianuro

(Madrugada del 23 de mayo de 1857)

 

            «La imprudencia de un sacerdote fanático, por no decir más, tuvo mucha parte en la consumación del suicidio. Hemos consagrado a la memoria de la señora Veintemilla el sentimiento y las lágrimas que merecen toda desventura, y justo es que execremos y maldigamos las malas pasiones de aquel hombre que la impulsó al delito. Los restos de la víctima yacen en solitario sepulcro, y el fanatismo del victimario, ¿podría quedar sin la maldición de la sociedad cristiana y culta?»[1], escribió Juan León Mera sobre el suicidio de Dolores Veintimilla de Galindo.

Si bien, desde su catolicismo doctrinario, Mera condena el suicidio, él señaló, aunque sin nombrarlo, la responsabilidad del canónigo Ignacio Merchán en la muerte de Dolores. Merchán, con el apoyo de fray Vicente Solano, fustigó con dureza a la poeta porque ella, en un escrito titulado «Necrología», se oponía a la pena de muerte y defendía al indígena Tiburcio Lucero, acusado de parricidio y condenado a muerte. Dolores, cuyo esposo la había abandonado para ir a buscar fortuna, también era acusada de llevar una vida disoluta por cuando se reunía con poetas en tertulias que organizaba en su casa, en Cuenca.

            Después de la muerte de Dolores, fray Vicente Solano continuó atacándola. Alicia Yánez Cossío, en su novela Y amarle pude…, sostiene que, para Solano, el suicidio de Dolores fue consecuencia de su desprecio por la religión y de la aberrante idea de que el criminal Lucero quedara impune. Yánez Cossío cita un escrito del religioso aparecido en el periódico La Escoba, que editaba el mismo Solano: «…esta mujer, con tufos de ilustrada, había hecho la apología de la abolición de la pena de muerte, y por una inconsecuencia con el espíritu humano, como lo he dicho antes, se atribuyó un poder que había negado a la sociedad…».[2]

            El poema que sigue es parte de «Baladas para Aldonza», de Trabajos y desvelos.[3] En esta sección del poemario, el hablante lírico se apropia de la voz de algunas mujeres que han tenido una presencia protagónica en la historia, la mayor parte de las veces, a pesar de la condena social y el ostracismo a los que se vieron sometidas. Estas baladas hablan de momentos que iluminan, para nuestro espíritu, la vida de sus protagonistas, así como nuestra propia existencia. En este texto he intentado encontrar para la poesía la palabra romántica de Dolores, la madrugada de su suicidio. 

 

Dolores Veintimilla de Galindo (12 de julio de 1829 - 23 de mayo de 1857), s/f, Fotografía patrimonial, Instituto Nacional de Partrimonio Cultural, INPC, Fondo Dr. Miguel Díaz Cueva.
 

Madre, un extraño y etéreo olor de almendras

amargas invade mi última madrugada; oscurana,

laberinto de mis ojos mustios; sé que despertará

sin mí la postrera aurora de este sábado sin gloria.

Las rosas que mi sien juvenil orlaron hieden

marchitas, y tan solo sus espinas permanecen.

¿Qué tanto miedo os doy, enemigos de mi sexo,

yo, mujer desventurada, para que desde el púlpito

me acuséis de libertina, solo porque defiendo

a un indio, contra vuestros corazones feroces?

Predicáis con odio vosotros, hipócritas sotanas

de esta ciudad pacata y rezandera, predicáis

muerte mientras mi lira canta a la vida y a la luz.

El Gran Todo nos da la existencia para el amor

incesante, pero cuánto nos duele el darle alcance.

¿De qué sirve la entrega del alma a un hombre

si este la envuelve en abrojos y cruel la abandona?

Yo he amado con el arrebato del salto de agua,

con la tenacidad del pajonal que germina

en el páramo; he amado con mi seno abierto.

¡Y amarle pude delirante, loca! Porque yo amo

con la alegría de las campanas en días de fiesta,

y entierro al desamorado en la fosa del silencio.

¡Ay, Dolores, ilusorio extravío de la rosa agónica!

El mundo es triste y el tiempo nos consume, ayer

apenas fuimos niñas risueñas, luceros; y hoy

somos desengaño, pétalos marchitos, olvido.

La única verdad es el fruto de mi vientre; cuide

su orfandad y su azoramiento, Mamita, cuide

los días solitarios de mi hijo ya sin mis desvelos.

¡Dele un adiós al desgraciado Galindo! Lágrimas vanas.

Mayo es el mes de María, pero también será

el del triunfo de esta Dolores sobre vosotros

beatones, clérigos del sufrimiento y la muerte. 

Ya no podréis impedir que beba la letal pócima

que me llevará a la morada feliz del Gran Todo.

¿Dónde están las horas de mi niñez venturosa,

Madre? Bendígame en este trance definitivo

—la bendición de una madre alcanza hasta la eternidad—

y perdóneme por siempre esta osadía de mujer:

disponer de mi muerte como lo hice de mi vida.

La rosa se vuelve esencia y nace rutilante el infinito.



[1] Juan León Mera, Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana [1868], 2da. edición, (Barcelona: Imprenta y Litografía de José Cunill Sala, 1893), 276.

[2] Alicia Yánez Cossío, Y amarle pude… (Quito: Planeta/Seix Barral, 2000), 115-116.

[3] Raúl Vallejo, Trabajos y desvelos (Ibagué: Caza de Libros Editores, 2022), 27-28.


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