Dicen
que en los estrenos los actores están más que nerviosos, “hiperventilando” como
consecuencia de un escondido pánico escénico; que el director se las pasa de un
lado al otro, con una copa de vino blanco en la mano, dándole la bienvenida a
cada asistente; y que, en general, desde la boletería hasta los camerinos,
pasando por la cabina de luces y sonido, se respira con ansiedad. Dicen que los
estrenos son un desastre y que, al final de la noche, solo queda emborracharse
para evaluar la función con algo de sagacidad.
No sé
cuánto de esta suerte de leyenda urbana se repitió el jueves 22 de febrero, al
interior del equipo teatral, durante el estreno de Una vida en el teatro (A Life
in the Theatre), la obra de David Mamet, presentada en el Estudio Paulsen,
de Guayaquil, dirigida por Carlos Icaza, y protagonizada por Lucho Mueckay y
Marlon Pantaleón. Lo que sí puedo decir es que, contrariamente a lo que dicen,
esta primera función fue impecable en su puesta en escena, precisa en su
desarrollo, y sus actores, cargados de vida, llegaron con su drama al corazón
del público. Una maravillosa noche de estreno, y, como dicen los artistas, ¡con
mucha mierda!
Dos actores viviendo el teatro, teatralizando la vida. |
La
obra de Mamet confronta a dos personajes: Robert (Lucho Mueckay), un viejo
actor que ha pasado su vida en el teatro y que se encuentra al borde del
retiro, y John (Marlon Pantaleón), un joven actor que comienza a descubrir ese
mundo y esa vida del teatro. La relación que se desarrolla entre ambos está signada
por un vínculo paternal no resuelto y, al mismo tiempo, por una incipiente
rivalidad que se avizora como un relevo generacional. Pero la obra tiene
sentidos paródicos e irónicos sobre el misticismo del actor: después de todo,
los personajes son actores mediocres que representan obras intrascendentes, en
salas de teatro que apestan.
Lucho
Mueckay consigue hacer de Robert un personaje inolvidable: neurótico, obsesivo,
un poco decadente, un viejo actor que, a pesar de aconsejar al joven para que
tenga una vida fuera del teatro, lleva la vida como un teatro y asume el teatro
como una vida. Sus gestos, su tono de voz, y, sobre todo, el manejo de la
expresión de su rostro dan cuerpo a una actuación convincente, cargada de
verdad artística y vital. La experiencia actoral de Mueckay se siente a lo
largo de la obra: él sabe que su personaje debe sobreactuar cuando está
representando la cotidianidad fuera del teatro; y también sabe que está
“robando escena”, en las escenas de teatro dentro de la obra teatral. Tal vez
le falta maquillaje para envejecer un poco más.
Marlon
Pantaleón es el joven John que empieza la carrera actoral. Pantaleón
caracteriza su personaje con una sincera admiración hacia el viejo actor y, al
mismo tiempo, con el tácito deseo de superarlo. Esta tensión la consigue a
través de un manejo medido de su voz durante los diálogos; y mediante su
desplazamiento en escena logra la compleja complementariedad con el viejo
actor: el uno le dedicó su vida, el otro se la dedicará. Ambos saben que la
sala teatral seguirá apestando y que, al final de la función, la noche se
extiende en soledad. Si se afeitara —“afeitado como un actor”, como dice el
viejo— se vería más joven y así, la distancia en edad entre ambos actores
estaría mucho más clara.
La
obra de Mamet trabaja el teatro dentro del teatro. Las representaciones
paródicas de una obra bélica de segundo orden, la escena de los dos socios en
su oficina, la de la barricada revolucionaria, la de los náufragos, la del
ensayo teatral o la de la humorística confusión en el quirófano, están muy bien
logradas y el espectador se introduce en el oficio artístico de los actores.
Pero, al mismo tiempo, la obra trabaja la vida de los actores dentro de la obra
pero fuera del teatro representado: Mueckay y Pantaleón consiguen entregarnos,
con enorme fuerza vital, a dos actores volcados apasionadamente a su arte,
aunque su condición artística —la de los personajes, no la de los actores— sea
mediocre. Lo que importa es la entrega al arte.
Daniela Vallejo, primera en la fila. |
El director ha aprovechado
cada elemento de la obra. La música incidental saca partido de la particularísima
interpretación jazzeada, de Uri Caine
sobre “Las variaciones de Goldberg” de J. S. Bach. Los cambios de escenas, con
la participación de los “ángeles negros con antifaces”, incorporan al libreto
de la obra, el proceso mismo de los actores preparándose para salir a escena. A
propósito, los “ángeles negros” estuvieron impecables en sus tareas auxiliares.
Otro logro es el despliegue de vestuario que aprovecha de manera brillante los
diseños originales, sobrios, adecuados a las escenas, y hermosos, de Gustavo
Moscoso. La iluminación consigue un efecto onírico al mostrar a contraluz a los
actores, tras el velo traslúcido de una pantalla, en el momento de cambio de
vestuario. Ese camerino, espacio íntimo del teatro, queda fijado como parte
esencial de la vida actoral.
Una vida en el teatro, la obra de David Mamet, producida por el Estudio Paulsen, nos
reconcilia con el teatro como espectáculo, con la gente que dedica su vida a
las tablas, y, con humor, amor y lucidez, nos sumerge en las vicisitudes
vitales del mundo teatral. En
la última escena, confrontado con la soledad vital, la frase “buenas noches” dicha en diferentes tonos por el viejo actor, resuena con el amor de toda
una vida dedicada al teatro. Tal vez no haya necesidad de emborracharse al final
de la función, pero vale la pena celebrarla.
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