José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

jueves, agosto 10, 2017

Arte, blasfemia y censura



"La civilización occidental y cristiana" (1965), León Ferrari, Banco de la República, Bogotá, 2011.
“Hoy me dirijo a ustedes muy dolido por la blasfemia que es perpetrada en el Centro Cultural Recoleta con motivo de una exposición plástica”. Así condenaba el entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio, la Retrospectiva: Obras 1954-2004, de León Ferrari (1920 – 2013), en diciembre de 2004. Lo hizo en una Carta Pastoral que fue leída en todas las iglesias de su arquidiócesis. El arzobispo Bergoglio llamaba a la feligresía a que “frente a esta blasfemia que avergüenza a nuestra ciudad, todos unidos hagamos un acto de reparación y petición de perdón el próximo 7 de diciembre”. La feligresía se tomó literalmente aquello de “a Dios rogando y con el mazo dando”.
Al grito de “¡Viva Cristo Rey!” destruyeron algunas obras de la exposición que fue clausurada por una jueza el 17 de diciembre. La presión social y otro fallo judicial permitieron que la exposición fuera reabierta. La retrospectiva de Ferrari, por supuesto, incluía el clásico “La civilización occidental y cristiana”, (1965): un Cristo crucificado en una réplica de un avión de guerra F-105, de los que utilizó EE.UU. en la guerra de Vietnam. En este caso, la obra, exhibida originalmente en medio de una guerra que causó aproximadamente cuatro millones de muertos y en donde los norteamericanos usaron bombas de napalm, es un ensamblaje, visualmente potente, que da cuenta del maridaje del poder militar y el poder eclesiástico aliados en lo que llamaron la lucha contra la expansión del comunismo, utilizando a la religión para justificar la guerra.

"Piss Christ" (1987), Andrés Serrano.
Es necesario mencionar también el escándalo acontecido alrededor de la fotografía “Immersion (Piss Christ)” (1987), del norteamericano Andrés Serrano. La crítica Lucy Lippard calificó la obra como “una misteriosa y hermosa imagen fotográfica [...] El pequeño crucifijo de madera y plástico se vuelve virtualmente monumental, ya que flota, fotográficamente ampliado, en un profundo brillo rosado que es a la vez inquietante y glorioso.” Los fanáticos religiosos alrededor del mundo no opinaron lo mismo y esta fotografía, supuestamente inmersa en la orina del autor, ha sido objeto de vandalismo en algunos lugares donde fue expuesta. Al D’Amato y Jesse Helms, senadores republicanos, se mostraron indignados de que Serrano hubiese recibido financiamiento del Fondo Nacional de las Artes para la realización de su obra.
En cambio, la monja católica Wendy Beckett, crítica de arte, en una entrevista con Bill Moyers, ya en 1997, remarcando que no es un gran trabajo, señaló que para ella la fotografía de Serrano no era ofensiva, puesto que “eso es lo que estamos haciendo con Cristo; no lo estamos tratando con reverencia; su gran sacrificio no es utilizado; vivimos vidas vulgares; ponemos a Cristo en una botella de orina; en la práctica, era una obra muy admonitoria.”
La fotografía es una pieza polémica sobre todo por la explicación verbal añadida, pues el autor dijo que el crucifijo estaba sumergido en su orina. Obviamente, la inmersión del crucifijo en una vaso de orina es una provocación sacrílega. Me recuerda a aquellos que gustan del ritual de una misa satánica, lo que vendría a ser una puesta en escena radical en términos sacrílegos. ¿Cuál es el elemento subversivo en esta propuesta escatológica? Estamos ante un caso más en que un objeto de mediocre valor artístico, por el hecho de escandalizar a las buenas consciencias, se convierte en un icono de la charlatanería que acompaña a mucho del arte conceptual.
No obstante mi apreciación estética, nada debe justificar que ese objeto que se proclama a sí mismo como objeto artístico sea objeto de censura o actos vandálicos. Aunque, viéndole desde otra perspectiva, el acto vandálico en sí mismo podría ser interpretado como una performance de crítica radical. ¿Qué tal si, en vez de darle martillazos, alguien decidía arrojar los excrementos de una bacinilla sobre la fotografía? ¡Shit happens!

"Mujeres en custodia", María Eugenia Trujillo.
En agosto de 2014, en el Museo Santa Clara, de Bogotá, la exposición Mujer en custodia, de la artista María Eugenia Trujillo, fue suspendida por un derecho de petición interpuesto por el político conservador Carlos Corsi Otálora, en representación de grupos católicos. En la denuncia se acusa a la exposición de Trujillo de pretender, desde el feminismo, “atacar los símbolos religiosos de la eucaristía y la fe cristiana en uno de los lugares de adoración, que es la custodia del Cuerpo de Cristo”.
La exposición constaba de varias custodias y relicarios que fueron intervenidos por la artista, con bordados, semejando una vagina. El crítico Halim Badawi escribió en Arcadia sobre la muestra: “Trujillo pone en discusión la masculinidad que ha servido como medida de todas las cosas y que ha derivado en vejámenes contra las mujeres: discriminación, inferioridad laboral, maltrato doméstico, ataques con ácido, violaciones sexuales, salarios menores, baja escolaridad y discriminación dentro de la Iglesia.”
En septiembre, el Tribunal de Cundinamarca levantó la suspensión y, en noviembre de ese año, un fallo del Consejo de Estado, recordando que el Museo de Santa Clara, no es templo religioso desde 1969, determinó que “no es válido restringir el derecho a la libertad de expresión de la artista”, puesto que el Estado, al definirse como laico, debe ser neutral en materia religiosa y la exposición pudo continuar abierta al público.
¿Es blasfema la obra de Trujillo? No solo interviene en un elemento altamente simbólico como es la custodia (aparte de los relicarios), sino que ataca la aceptación teológica de que en la hostia, conservada justamente en una custodia durante las procesiones, reside el sacramento de la fe católica. Sin embargo, los bordados, hechos con gusto primoroso, que simulan los labios vaginales, pueden ser vistos, también, como la encarnación de la vida en la exposición de la sexualidad femenina. En este caso, la blasfemia actúa como una propuesta subversiva del arte entendido como cartel político e ideológico. Vale la pena anotar que resulta paradójico, frente a quienes reclamaban respeto para un símbolo católico, el que la artista haya conseguido las custodias en un mercado de pulgas.

"Milagroso altar blasfemo", del colectivo boliviano Mujeres Creando. (Foto de John Guevara, El Telégrafo)
Inaugurada el 29 de julio pasado, en el Centro Cultural Metropolitano, de Quito, la exposición colectiva La intimidad es política, curada por la española Rosa Martínez, ha sido objeto de una condena moral por parte de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, que señaló: “Los grupos organizadores de tal muestra pictórica, en nombre de la libertad de expresión, atentan contra los derechos fundamentales de otras personas que disentimos de sus posiciones ideológicas; pues supuestamente, luchan contra la homofobia, pero no dudan en promover la burla y la fobia contra los creyentes, particularmente contra los cristianos católicos”. (El Comercio, online, 1 agosto 2017)
De la exposición, el blanco de las críticas fue el mural “Milagroso altar blasfemo”, del colectivo boliviano Mujeres Creando. Por una demanda particular, el Instituto Metropolitano de Patrimonio ordenó el retiro del mural por cuanto había intervenido la pared de un edificio patrimonial sin los debidos permisos. La Secretaría de Cultura, buscando conciliar la normativa patrimonial y la libertad de creación, propuso al colectivo Mujeres Creando que monte en otra parte del Centro dicho mural pero hasta ahora, el colectivo se ha negado alegando que su obra fue censurada.
La negativa a cambiar de lugar el montaje de la obra puede explicarse por la defensa de los principios de la libertad de creación. El problema, en este caso, se agudiza por la condena que hizo la Conferencia Episcopal y la reacción de las autoridades municipales que, inmediatamente, impidieron la visita del público al lugar donde estaba expuesta la obra. Sin embargo, debemos considerar que, en función del activismo en el arte, siempre tendrá una repercusión política mayor el decir que la obra fue censurada, antes que aceptar la reubicación de dicho montaje, puesto que esto último podría ser considerado como una concesión a la censura.   
Los casos aquí planteados, aunque con matices que los hacen diferentes en la producción de nuevos elementos semánticos, son manifestaciones del arte blasfemo. Intervienen en la iconografía católica para resignificar, en términos laicos, dichos símbolos. Ciertamente este tipo del arte puede resultar ofensivo para las personas religiosas pero al mismo tiempo, también es cierto, el arte blasfemo genera interrogantes destinados a preguntarse por la función social que ha jugado la institución religiosa a través de la historia.
De la blasfemia surgen preguntas que podrían fortalecer la fe en la medida en que esta se cuestiona a sí misma. Al fin de cuentas, no es lo mismo la espiritualidad religiosa que la institucionalidad religiosa, esta última más ligada al poder mundano —político, económico, y, en ocasiones, violento y guerrerista—, del que se ha nutrido. En general, estas expresiones blasfemas cuestionan, sobre todo, el poder patriarcal y violento de la institucionalidad religiosa a través de la intervención subversiva de sus símbolos.

En la corriente de la blasfemia se incluyen también quienes gustan de escandalizar al buen burgués. Ya se han vuelto un lugar común, y por tanto, dejó de ser una propuesta subversiva, las intervenciones que se hacen de “La última cena”, de Leonardo Da Vinci. Parece que “La última cena” y “Halcones nocturnos”, de Edward Hopper, son cuadros apetitosos para aquellos que gustan de la parodia facilona. En agosto de 2005, la revista Soho publicó unas fotos de Alejandra Azcárate, hechas por Mauricio Vélez, parodiando la crucifixión y “La última cena”. Las fotos venían acompañadas de un aburridor artículo de Fernando Vallejo, pero en analizar el texto de ese hijueputica rococó no voy a perder tiempo.
El punto es que, si bien las fotos son de una sensualidad perturbadora, tanto por el fotógrafo como por la modelo, la blasfemia no dejaba de ser superficialemente hedonista: una mujer bella, de mirada seductora antes que doliente, con los pechos desnudos, estaba ocupando el lugar de Cristo en su sacrificio salvífico. La revista fue demandada en Colombia por grupos conservadores (en Ecuador, ese número no circuló: o sea, la censura, en este caso, vino desde adentro). El intento de castigar a la modelo y al fotógrafo se estrelló contra una realidad: los lectores de Soho saben a qué atenerse y los que no quieren ofenderse no deberían ni siquiera abrir la revista. Afortunadamente, para abono de la libertad artística, la revista Soho no perdió el juicio y Alejandra Azcárate no terminó bordando pañuelos en forma de vaginas en el Buen Pastor.

Evo Morales obsequió la escultura del P. Luis Espinal, S.J. al papa Francisco en su visita a Bolivia. La Paz, 8 de julio de 2015
El 8 de julio de 2015, durante la visita a Bolivia del papa Francisco —el mismo cardenal Bergoglio que acusó de blasfema la exposición de Ferrari—, el presidente Evo Morales le obsequió una réplica de la escultura que el sacerdote jesuita Luis Espinal hiciera en los 70. La escultura semeja un Cristo crucificado sobre un martillo que tiene como base una hoz a la que su mango atraviesa. Las críticas, sobre todo de los opositores políticos al proceso boliviano, no se hicieron esperar y las redes sociales estallaron: calificaron el regalo llamándolo desde “el Cristo comunista”, pasando por “la cruz blasfema”, hasta “ese adefesio”. El sectarismo político, tan nefasto como el fanatismo religioso, generó una conducta similar a la de quienes gritaron “Viva Cristo Rey” contra la exposición de León Ferrari.
Lo que ignoraban quienes criticaron el regalo es que Espinal fue un jesuita asesinado el 24 de marzo de 1980. La represión, como siempre sucede, empezó meses antes del golpe de García Meza y algunos activistas vinculados al movimiento popular y a la izquierda fueron secuestrados, torturados y asesinados. La cruz de Espinal, en el contexto personal del artista y político de la sociedad, en los que fue realizada, expone conceptualmente la cercanía del diálogo entre marxismo y cristianismo. Su representación es problemática en la medida en que combina símbolos de doctrinas históricamente excluyentes entre sí. Espinal, que también era poeta y cineasta reconocido, fue secuestrado a una cuadra de su casa. En 2007, Morales declaró Día del Cine Boliviano el 21 de marzo, la fecha del secuestro de Espinal. Y, frente a una montaña de La Paz, donde fue encontrado el cuerpo torturado de Espinal, el papa Francisco se detuvo y oró.
Los casos comentados aquí, además, demostrarían la fragilidad de la definición de arte, ya que arte vendría a ser, a fin de cuentas, lo que una curaduría, desde su particular subjetividad, define que es arte; y arte conceptual es lo que aceptamos, desde nuestra ideología, que así sea. Muchos de los que celebran el “Milagroso altar blasfemo” o el “Piss Christ”, denostaron en su momento la escultura de Espinal que Evo regaló al papa Francisco. Así las cosas, estaríamos ante una especie de religiosidad laica marcada por la ideología política de sus sacerdotes. Pero esto ya sería motivo de otra discusión.
En el arte, como en la vida, hay espacio para todos. Sin embargo, con la discusión sobre “Milagroso altar blasfemo” parecería que la capital ha renovado sus votos de ciudad franciscana. En síntesis, sería recomendable que los cristianos y católicos que pudiesen sentirse ofendidos por el contenido de La intimidad es política no vayan a la exposición. Es mejor que continúen caminando hasta la Compañía y otras: las iglesias y altares barrocos son esplendorosos aunque lleven la impronta de la explotación a indios y mestizos para su construcción. En todo caso, lo más importante es que nadie, en nombre de Dios, censure lo que, más allá de las personales creencias religiosas, otros sí quieren ver.

martes, agosto 01, 2017

Un Velasco Ibarra más de la literatura que de la historia




Jorge Aguilar Mora al referirse al ciclo de la así llamada novela de la Revolución Mexicana, señala aquello que se asume desde la función histórica y política de la literatura, cuando esta se constituye en la memoria de los particulares: “La novela —la narrativa— de la Revolución le dio voz a la pluralidad de experiencias que la Historia en busca de acontecimientos objetivos no se iba a molestar en recordar; le dio voz a la vitalidad de motivaciones que la Ideología deseosa de doctrinas clasificables no se iba a molestar en recoger”[1]. Aguilar Mora está hablando de aquella narrativa que fue escrita durante los sucesos políticos de la Revolución y que se convirtió, por fuerza de los hechos, en la escritura testimonial de lo cotidiano, de la vida de los personajes que no comandaban el proceso pero que lograban que existiera como consecuencia de sus acciones mínimas.

Velasco Ibarra y doña Corina en Mar del Plata, 1937. Foto Mazer.
Con El perpetuo exiliado he querido, también, construir una voz íntima para Velasco Ibarra, quien fuera una voz pública fundamental durante cuarenta años de historia política de mi país. He optado por poner en primer plano la historia privada del personaje público y construir un relato en donde el punto de vista del personaje, o sea, su subjetividad, irrumpa constantemente ante la narración de los sucesos políticos. He privilegiado la confrontación de las voces que hablan alrededor de un mismo suceso incluyéndolas en decurso de la narración, de tal forma que el suceso histórico tenga su contrapunto en la consciencia del personaje que lo protagoniza.
El trabajo de investigación ha sido exhaustivo. Durante, aproximadamente, catorce años me he pasado revisando bibliografía respecto del personaje, de los acontecimientos en los que se vio envuelto, del entorno cultural que lo acompañó; así como también he visitado Buenos Aires en algunas ocasiones, el departamento donde vivieron Velasco y Corina; hice el último viaje de Corina en colectivo y recorrí los lugares por donde pudieron estar en esa ciudad. Una suerte de diario de escritura de la novela también forma parte del collage: en los interludios anoto parte del proceso de gestación del texto, doy pistas sobre la estrategia de escritura del mismo e introduzco un elemento autobiográfico que, de alguna manera, me relaciona con el personaje.
Asimismo, me pasé una semana completa, investigando durante ocho horas diarias en la biblioteca de Casa de las Américas, en La Habana, decenas de textos que se habían escrito sobre la novela del dictador en América Latina, sobre la relación de la literatura, la política y la historia, y sobre las estrategias narrativas que los diferentes autores utilizaron a la hora de abordar sus respectivas novelas. El trabajo en la biblioteca de Casa fue la base de mi reflexión académica y estética para llegar a entender el tipo de novela que quería escribir, cómo debía abordar la perspectiva histórica y de qué manera construir la estrategia narrativa.
No solo se trata de un trabajo de investigación de los hechos históricos. Se trata, sobre todo, de una investigación minuciosa de la cotidianidad de los tiempos del relato. Considero que hay que partir de lo privado, de lo cotidiano, del estado del espíritu de los personajes en un momento determinado y aquello se concreta en los detalles pequeños mucho más que en la descripción de los grandes acontecimientos. Los grandes acontecimientos de la historia política deben de estar definidos desde las pequeñas vivencias de lo cotidiano, desde los hechos cargados de subjetividad de los particulares. 
Aunque no se trata de un ensayo académico sino de una novela, debo anotar que la mayoría de los hechos que se mencionan aquí son verificables en documentos históricos pero que, al mismo tiempo, el relato de los acontecimientos que se narra alrededor de tales sucesos pertenece exclusivamente al estatuto de la ficción. Lo que hace la novela es crear un estatuto imaginario alrededor de los personajes e inventarles una cotidianidad, una vida privada alrededor de los sucesos que son conocidos o que pueden serlo a partir de la lectura de periódicos o libros de historia.
La distancia que existe con el tiempo de los sucesos, me ha permitido construir un discurso narrativo que, dejando a un lado cierta tradición anti velasquista de la literatura ecuatoriana, se ubica en una posición más cercana y piadosa para con el personaje. Por lo tanto, si bien está imbricado en la política del Ecuador del siglo xx, el Velasco Ibarra de El perpetuo exiliado no pertenece tanto a la Historia como a la Literatura.




[1] Jorge Aguilar Mora, El silencio de la Revolución y otros ensayos, México D.F., Ediciones Era, 2011, p. 15.