José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, septiembre 23, 2013

Con Neruda, siempre

Entierro de Pablo Neruda, fallecido el 23 de septiembre de 1973, en Santiago de Chile.
            Con Pablo Neruda, desde el momento en que me enseñó a ver la poesía que habitaba en el íntimo corazón de las cosas, en los chécheres recogidos a nuestro paso transeúnte que vamos acumulando, no por el placer de la posesión sino por la gracia de sentir en ellos la vida que hemos vivido: “Amo / todas / las cosas, / no porque sean / ardientes, / o fragantes, / sino porque / no sé, / porque / este océano es el tuyo, / es el mío: / los botones, / las ruedas, / los pequeños / tesoros / olvidados, / los abanicos en / cuyos plumajes / desvaneció el amor / sus azahares, / las copas, los cuchillos, / las tijeras / todo tiene / en el mango, en el contorno, / la huella / de unos dedos, / de una remota mano / perdida / en lo más olvidado del olvido.” Con Pablo Neruda desde que me enseñó que una vieja estación de tren es también un lugar para la poesía que espera en los andenes, para aquella que viaja en los vagones en donde transita el sueño humano: “En tus andenes / no sólo / los viajeros olvidaron / pañuelos, / ramos / de rosas apagadas, / llaves / sino / secretos, vidas, / esperanzas. / Ay, Estación, / no sabe / tu silencio / que fuiste / la punta de una estrella / derramada / hacia la magnitud / de las mareas, / hacia / la lejanía / en los caminos!”. Con Pablo Neruda desde que me enseñó a saborear en la letra de un poema la humeante y marina fragancia de un caldo servido en las mesas amables de la gente del país suyo que hizo nuestro: “En el mar / tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigante anguila / de nevada carne. / Y en las ollas / chilenas, / en la costa, / nació el caldillo / grávido y suculento, / provechoso. [...] Ya sólo es necesario / dejar en el manjar / caer la crema / como una rosa espesa, / y al fuego / lentamente / entregar el tesoro / hasta que en el caldillo / se calienten / las esencias de Chile / y a la mesa / lleguen recién casados / los sabores / del mar y de la tierra / para que en ese plato / tú conozcas el cielo.”
            Con Neruda, desde el instante en que me entregó su palabra de origen oceánico, el mar cuyo oleaje arremete en el bramido del verso, la vida de quien con nostalgia se resignó a navegar en tierra: “Saqué del mar, abriendo las arenas / la ostra erizada de coral sangriento / spondylus, cerrando en sus mitades / la luz de su tesoro sumergido, / cofre envuelto en agujas escarlatas, / o nieve con espinas agresoras.” Con Neruda, desde el instante en que los pájaros fueron arte de su parte, con su canto revoloteando en los versos para afirmar la poesía en su vuelo de transparencia de aire, en la eterna posibilidad de las antiguas odas: “Entre los álamos pasó / un pequeño dios amarillo: / veloz viajaba con el viento / y dejó en la altura un temblor, / una flauta de piedra pura, / un hilo de agua vertical, / el violín de la primavera: / como una pluma en una ráfaga / pasó, pequeña criatura, / pulso del día, polvo, polen, / nada tal vez, pero temblando / quedó la luz, el día, el oro.” Con Neruda, que supo dialogar en sus poemas con otros que contribuyeron a la formación de su verso, que aprendió de Manrique, Góngora y Quevedo, el rigor de la palabra y la fascinación por la imagen; de Whitman y Maiakovski, la imbricación de la poesía en la historia social de los pueblos; o en Ercilla, el primero, el sentido de lo americano: “...él solamente solo nos descubrió a nosotros: / sólo este abundantísimo palomo / se enmarañó en nosotros hasta ahora / y nos dejó en sus testamento / un duradero amor ensangrentado.”
            Con su poesía desde que me mostró a un hombre escarbando en su interior desde el tránsito ineludible por la tierra en la que se estaciona nuestro dolor: “Sucede que me canso de ser hombre. [...] Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, / con furia, con olvido, / paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, / y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: / calzoncillos, toallas y camisas que lloran / lentas lágrimas sucias.” Con su poesía desde que me reveló el estacionado interior del hombre que requiere del silencio existencial para que su palabra emerja a la vida: “Ahora que me dejen tranquilo. / Ahora que se acostumbren sin mí. [...] Pero porque pido silencio / no crean que voy a morirme: / me pasa todo lo contrario: / sucede que voy a vivirme. / Sucede que soy que sigo. / Ahora, como siempre, es temprano. / Vuela la luz con sus abejas. / Déjenme solo con el día. / Pido permiso para nacer.” Con su poesía desde que iluminó su propio renacimiento en la eternidad de la piedra y la serena contemplación a la que recurre el hombre cuando acepta su finitud: “Pero no alcanza la lección al hombre: la lección de la piedra: se desploma y deshace su materia, / su palabra y su voz se desmenuzan. [...] Cae el alma del hombre al pudridero / con su envoltura frágil y circulan / en sus venas yacentes / los besos blandos y devoradores / que consumen y habitan / el triste torreón del destruido. [...] La piedra limpia ignora / el pasajero paso del gusano.”
            Con él, desde cuando hizo de América la tierra épica de la gente que, a través de la historia, ha luchado por la existencia libre del ser humano; la gente que habiendo sido presencia vital se hizo presente en la palabra del poeta: “Sube a nacer conmigo, hermano [...] Mírame, desde el fondo de la tierra, / labrador, tejedor, pastor callado: / domador de guanacos tutelares: / albañil del andamio desafiado: / aguador de las lágrimas andinas: / joyero de los dedos machacados: / agricultor temblando en la semilla: / alfarero en tu greda derramado: / traed a la copa de esta nueva vida / vuestros viejos dolores enterrados.” Con él, desde cuando América dejó de ser únicamente geografía para convertirse en la imagen pura que hizo de nuestra tierra un espíritu de identidad única dentro del mundo de multiplicadas tierras: “América, no invoco tu nombre en vano. / Cuando sujeto al corazón la espada, / cuando aguanto en el alma la gotera, / cuando por las ventanas / un nuevo día tuyo me penetra, / soy y estoy en la luz que me produce, / vivo en la sombra que me determina, / duermo y despierto en tu esencial aurora: / dulce como las uvas, y terrible, / conductor del azúcar y el castigo, / empapado en esperma de tu especie, / amamantado en sangre de tu herencia.” Con él, que bautizó a la tierra americana con el nombre de Juan porque la geografía requiere de un habitante que se funda con ella y hunda la semilla de su alma en la proliferación incesante de significados, de tal forma que lo particular se vuelque en el universo sin fin de la humanidad: “Detrás de los libertadores estaba Juan / trabajando, pescando y combatiendo, / en su trabajo de carpintería o en su mina mojada, / sus manos han arado la tierra y han medido los caminos. [...] Juan, es tuya la puerta y el camino. / La tierra / es tuya, pueblo, la verdad ha nacido / contigo, de tu sangre.”
            Con su poético amor de amantes que rozan la eternidad en el instante efímero que les entrega la pasión de sus cuerpos. “¿Quiénes se amaron como nosotros? Busquemos / las antiguas cenizas del corazón quemado / y allí que caigan uno por uno nuestros besos / hasta que resucite la flor deshabitada. / Amemos el amor que consumió su fruto / y descendió a ala tierra con rostro y poderío: / tú y yo somos la luz que continúa, / su inquebrantable espiga delicada.” Con la dureza de su amor que, afincado en la pasión del sexo y sus delicias, teme la permanencia de sus excesos personificados en la hembra violenta que lo supera, de la que se huye y a la que, sin embargo, recuerda con incandescente nostalgia: “Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia, / y habrás insultado el recuerdo de mi madre / llamándola perra podrida y madre de perros [...] Así como me aflige pensar en el claro día de tus piernas / recostadas como detenidas y duras aguas solares, / y la golondrina que durmiendo y volando vive en tus ojos, / y el perro de furia que asilas en el corazón, / así también veo las muerte que están entre nosotros desde ahora, / y respiro en el aire la ceniza y lo destruido, / el largo, solitario espacio que me rodea para siempre.” Con la vivencia del amor de un hombre que se funde en el espíritu de todos los hombres que la hacen suya a través de la poesía impregnada de vitalidad deslumbrante: “Pienso que se fundó mi poesía / no sólo en soledad sino en un cuerpo / y en otro cuerpo, a plena piel de luna / y con todos los besos de la tierra.”
            Con el poeta que soñó una patria más justa y tomó partido cuando se lo demandó su pueblo: “Yo no quiero la Patria dividida. / Ni por siete cuchillos desangrada: / quiero la luz de Chile enarbolada / sobre la nueva casa construida: / cabemos todos en la tierra mía [...] Yo me quedo a cantar con los obreros / en esta nueva historia y geografía.” Con el poeta que entregó su verso desgarrado frente a la ignominia de la dominación imperial y asumió el compromiso con su pueblo igual que se asume el compromiso con la mujer que se ama o con la hondura inédita del alma humana: “Cuando sonó la trompeta, estuvo / todo preparado en la tierra, / y Jehová repartió el mundo /  a Coca – Cola Inc., Anaconda, / Ford Motors, y otras entidades: / la Compañía Frutera Inc. / se reservó lo más jugoso, / la costa central de mi tierra / la dulce cintura de América. [...] Entre las moscas sanguinarias / la Frutera desembarca, / arrasando el café y las frutas, / en sus barcos que deslizaron / como bandejas el tesoro / de nuestras tierras sumergidas.” Con el poeta preocupado por el destino ético que tendrá la construcción de su estética, por el sentido que alumbran sus poemas para aquellos que carecen de los instrumentos que les permitan leer poesía: “No escribo para que otro libros me aprisionen / ni para encarnizados aprendices de lirio, / sino para sencillos habitantes de piden / agua y luna, elementos del orden inmutable, / escuelas, pan y vino, guitarras y herramientas. / Escribo para el pueblo aunque no pueda / leer mi poesía con sus ojos rurales. / Vendrá el instante en que una línea, el aire / que removió mi vida, llegará a sus orejas, / [...] y ellos dirán tal vez: ‘Fue un camarada’. / Eso es bastante, ésa es la corona que quiero.”
            Leyéndolo, nos convenció de que la poesía emerge sin la pureza pregonada por aquellos que confunden el concepto de la metáfora pura con la pura metáfora y no se dan cuenta de que aquella es parida contaminada por el mundo y el hombre y transformada en verso para el hombre en el mundo: “Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. [...] Hasta alcanzar esa dulce superficie del instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro.” Leyéndolo, nos convenció del amor a los libros, no como un culto al papel que nos estaciona en su cárcel de vanidad intelectual sino como un beso de aquél que aprende de lo escrito para continuar viviendo: “Amo los libros / exploradores, / libros con bosque o nieve, / profundidad o cielo, / pero / odio / el libro araña / en donde el pensamiento / fue disponiendo alambre venenoso / para que allí se enrede / la juvenil y circundante mosca. Libro déjame libre. [...] / Libro, déjame andar por los caminos / con polvo en los zapatos / y sin mitología: / vuelve a tu biblioteca, / yo me voy por las calles.” Leyéndolo, nos convenció de que la poesía brotaba de su pluma de sangre verde como un manantial inagotable de metáforas vivas. “Hay que perderse entre los que no conocemos para que de pronto recojan lo nuestro de la calle [...] y tomen tiernamente ese objeto que hicimos nosotros... Sólo entonces seremos verdaderamente poetas... En ese objeto vivirá la poesía...” Con Pablo Neruda, en la vida sin fin de su poesía, siempre.

Texto publicado en Kipus, revista andina de letras, (n. 17, I semestre 2004) con motivo del centenario del nacimiento de Pablo Neruda.

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