"La profesión literaria, que tú sueñas camino de gloria, es muy du¬ra, joven iniciado. Ante todo, las gentes se preocupan mucho por eso que llaman la «escuela» del escritor. Si escribes con la serena unción de Fray Luis, la gra¬ciosa frescura de vino añejo del divino Marqués de Santillana, o la pureza del hondo Jorge Manrique, te llamarán desenterrador de momias y encarnizante; si lo haces con la ingenua sencillez de los primitivos, sin oropeles, sin flores retóricas ni mitologías de similor, serás un pobre bárbaro; si amas las moder¬nas ondulaciones del Ritmo y pones tu alma melodiosa en áureos versos de melifluo dulzor, que tengan el vago encanto de una tarde nórdica vestida de bruma, te dirán decadente y serás víctima de cuanto Hermosilla roe zancajos de rimador."
Ese texto —aparecido en la revista Patria y anunciado como parte del libro La máscara irónica, que Silva nunca llegó a ver publicado— está ubicado en medio de una polémica estética desatada entre lo moderno y lo viejo, sobre todo si lo cotejamos con otro juicio de Silva que —en un artículo crítico de 1915 sobre el poeta Arturo Borja (1892-1912), de quien dice que «ha personificado una tendencia literaria» — reclama la incomprensión de la que el «arte nuevo» había sido objeto: «El público, poco menos que ciego, creía, pues, a la renovación, al movimiento nuevo —el Modernismo que llamaban— algo así como un monstruo apocalíptico, dragón alado y de férreas zarpas». El fin trágico de Silva y Borja, que se suicidaron, y las muertes en personales reclusiones y aislamientos de los aristócratas Ernesto Noboa Caamaño (1891-1927) y Humberto Fierro (1890-1929) dieron pábulo para que todos ellos fueran bautizados como «la generación decapitada» por Raúl Andrade en un artículo titulado «Retablo de una generación decapitada»; «apelativo malintencionado y vene¬noso», según José Joaquín Pino de Icaza (1902-1958), modernista que fuera concejal y diputado. Muy poco conocida es la rectificación que el propio Andrade hiciera años más tarde:
"Con alguna premura conceptual califiqué, años atrás, a la genera¬ción poética de Borja, Noboa y Caamaño y Fierro, de «generación decapita¬da». En ello existió cierta ofuscada prisa que diera lugar a largos malentendi¬dos. Vista desde la serena perspectiva del tiempo, quizá le iría mejor la [de¬nominación] de «generación del desistimiento» por su voluntaria dimisión de la vida que le caracterizó."
Pero también está ubicado en la perspectiva crítica que Silva tuvo respecto del movimiento literario del país. Silva escribió en Patria: «debemos confesar dolorosamente que no se hace Crítica entre nosotros» y tuvo plena conciencia de que el modernismo había llegado a su fin para ese tiempo:
"Es hora ya de que se convenzan los que dicen llamarse intelectuales que el Modernismo ha muerto; queda de él el amor a la libre expresión artística y la emancipación de las gastadas reglas. Pero ello no significa el desprecio por el idioma, sino, al contrario, su culto; ello no significa el prurito de «hacer novedades» aunque esas novedades lleven el estigma del ridículo."
Con reservas frente que en el nuevo Estado de la triunfante burguesía, por la división social del trabajo, «ser poeta pasó a constituir una vergüenza», puesto que para el caso ecuatoriano, la condición de poeta o literato todavía, en ese momento, tenía cierto prestigio y abría el camino a ciertos puestos públicos de representación; podría, sin embargo, calzar la siguiente descripción, al menos para la imagen que los cuatro «decapitados» crearon —es decir, ficcionalizaron— de ellos mismos:
"La imagen que de él [el poeta] se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hombre entregado a las borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra —y es la más fea del momento— la del improductivo."
En tono irónico, en la misma revista Patria —que Silva dirigiría des¬de el 14 de julio de 1918—, en febrero de 1918, apareció una caricatura bajo el título «¿Quiere Ud. ser poeta modernista?», en la que se indicaban nueve reglas que, en síntesis, decían lo siguiente: 1) usar el pelo largo y lentes de carey; 2) inyectarse opio, fumar morfina y beber éter; 3) pade¬cer neurastenia; 4) presentarse como raro; 5) contar su vida íntima al pró¬jimo; 6) a las prójimas, llamarlas chinas o japonesas; 7) incluir en sus poe¬sías una sonata de Chopin, un cisne, una princesa y una luna; 8) no tener dinero y pedir prestado; y 9) «detestará todo lo vulgar, comer tener ver¬güenza, saber ortografía, pagar lo que se debe, etc.».
En contra de la idea que señala a Silva como un poeta maldito, Abel Romeo Castillo cuenta que, como lo hacía con frecuencia, el director de El Telégrafo, su padre, José Abel Castillo, delegó a Silva la representación del periódico para la inauguración de un club social:
"[...] apenas apareció nítidamente en los salones del nuevo Club social se convirtió en la figura central y en el blanco de todas las atenciones, no só¬lo de los dignatarios de la nueva institución que se inauguraba, sino también de todas las bellas concurrentes que rodeaban afectuosamente al poeta solici¬tándole autógrafos y poéticas endechas."
Nada más lejos de la imagen de antisocial; más aún si resaltamos el hecho de que más de un tercio de sus artículos fueron ubicados en la primera página de la edición correspondiente del periódico. Para añadir ejemplos a la idea del prestigio señalamos que Luis A. Martínez fue ministro de Instrucción Pública; José de la Cuadra, subsecretario; y Pablo Palacio, secretario del Congreso, aunque es conocido el aislamiento en el que vi-vieron sobre todo Borja, Noboa Caamaño y Fierro. Una matrona de Guayaquil, admiradora de Silva, le escribía diciéndole que ella quería verlo a él brillando en el Congreso, como diputado. Estos datos permitirían barajar una hipótesis en el sentido de que, en la esfera social del Ecuador de comienzos de siglo, el escritor no es exactamente el «paria» del que habla Rama —a no ser por aquellos que se autoexcluyeron de ella al no entender el sentido de las transformaciones políticas del momento—, sino un elemento social que todavía articula la noción de «la persona cultivada» como sujeto de orgullo. Tal vez el punto de diferenciación sea que el «ser intelectual» abre camino al cargo público, mientras que el «ser poeta» solamente convierte a la persona en «sujeto no-presentable». Puesto que «no gana dinero», el poeta ha pasado del estatuto semidivino de Víctor Hugo a la degradación de Paul Verlaine.
Ese texto —aparecido en la revista Patria y anunciado como parte del libro La máscara irónica, que Silva nunca llegó a ver publicado— está ubicado en medio de una polémica estética desatada entre lo moderno y lo viejo, sobre todo si lo cotejamos con otro juicio de Silva que —en un artículo crítico de 1915 sobre el poeta Arturo Borja (1892-1912), de quien dice que «ha personificado una tendencia literaria» — reclama la incomprensión de la que el «arte nuevo» había sido objeto: «El público, poco menos que ciego, creía, pues, a la renovación, al movimiento nuevo —el Modernismo que llamaban— algo así como un monstruo apocalíptico, dragón alado y de férreas zarpas». El fin trágico de Silva y Borja, que se suicidaron, y las muertes en personales reclusiones y aislamientos de los aristócratas Ernesto Noboa Caamaño (1891-1927) y Humberto Fierro (1890-1929) dieron pábulo para que todos ellos fueran bautizados como «la generación decapitada» por Raúl Andrade en un artículo titulado «Retablo de una generación decapitada»; «apelativo malintencionado y vene¬noso», según José Joaquín Pino de Icaza (1902-1958), modernista que fuera concejal y diputado. Muy poco conocida es la rectificación que el propio Andrade hiciera años más tarde:
"Con alguna premura conceptual califiqué, años atrás, a la genera¬ción poética de Borja, Noboa y Caamaño y Fierro, de «generación decapita¬da». En ello existió cierta ofuscada prisa que diera lugar a largos malentendi¬dos. Vista desde la serena perspectiva del tiempo, quizá le iría mejor la [de¬nominación] de «generación del desistimiento» por su voluntaria dimisión de la vida que le caracterizó."
Pero también está ubicado en la perspectiva crítica que Silva tuvo respecto del movimiento literario del país. Silva escribió en Patria: «debemos confesar dolorosamente que no se hace Crítica entre nosotros» y tuvo plena conciencia de que el modernismo había llegado a su fin para ese tiempo:
"Es hora ya de que se convenzan los que dicen llamarse intelectuales que el Modernismo ha muerto; queda de él el amor a la libre expresión artística y la emancipación de las gastadas reglas. Pero ello no significa el desprecio por el idioma, sino, al contrario, su culto; ello no significa el prurito de «hacer novedades» aunque esas novedades lleven el estigma del ridículo."
Con reservas frente que en el nuevo Estado de la triunfante burguesía, por la división social del trabajo, «ser poeta pasó a constituir una vergüenza», puesto que para el caso ecuatoriano, la condición de poeta o literato todavía, en ese momento, tenía cierto prestigio y abría el camino a ciertos puestos públicos de representación; podría, sin embargo, calzar la siguiente descripción, al menos para la imagen que los cuatro «decapitados» crearon —es decir, ficcionalizaron— de ellos mismos:
"La imagen que de él [el poeta] se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hombre entregado a las borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra —y es la más fea del momento— la del improductivo."
En tono irónico, en la misma revista Patria —que Silva dirigiría des¬de el 14 de julio de 1918—, en febrero de 1918, apareció una caricatura bajo el título «¿Quiere Ud. ser poeta modernista?», en la que se indicaban nueve reglas que, en síntesis, decían lo siguiente: 1) usar el pelo largo y lentes de carey; 2) inyectarse opio, fumar morfina y beber éter; 3) pade¬cer neurastenia; 4) presentarse como raro; 5) contar su vida íntima al pró¬jimo; 6) a las prójimas, llamarlas chinas o japonesas; 7) incluir en sus poe¬sías una sonata de Chopin, un cisne, una princesa y una luna; 8) no tener dinero y pedir prestado; y 9) «detestará todo lo vulgar, comer tener ver¬güenza, saber ortografía, pagar lo que se debe, etc.».
En contra de la idea que señala a Silva como un poeta maldito, Abel Romeo Castillo cuenta que, como lo hacía con frecuencia, el director de El Telégrafo, su padre, José Abel Castillo, delegó a Silva la representación del periódico para la inauguración de un club social:
"[...] apenas apareció nítidamente en los salones del nuevo Club social se convirtió en la figura central y en el blanco de todas las atenciones, no só¬lo de los dignatarios de la nueva institución que se inauguraba, sino también de todas las bellas concurrentes que rodeaban afectuosamente al poeta solici¬tándole autógrafos y poéticas endechas."
Nada más lejos de la imagen de antisocial; más aún si resaltamos el hecho de que más de un tercio de sus artículos fueron ubicados en la primera página de la edición correspondiente del periódico. Para añadir ejemplos a la idea del prestigio señalamos que Luis A. Martínez fue ministro de Instrucción Pública; José de la Cuadra, subsecretario; y Pablo Palacio, secretario del Congreso, aunque es conocido el aislamiento en el que vi-vieron sobre todo Borja, Noboa Caamaño y Fierro. Una matrona de Guayaquil, admiradora de Silva, le escribía diciéndole que ella quería verlo a él brillando en el Congreso, como diputado. Estos datos permitirían barajar una hipótesis en el sentido de que, en la esfera social del Ecuador de comienzos de siglo, el escritor no es exactamente el «paria» del que habla Rama —a no ser por aquellos que se autoexcluyeron de ella al no entender el sentido de las transformaciones políticas del momento—, sino un elemento social que todavía articula la noción de «la persona cultivada» como sujeto de orgullo. Tal vez el punto de diferenciación sea que el «ser intelectual» abre camino al cargo público, mientras que el «ser poeta» solamente convierte a la persona en «sujeto no-presentable». Puesto que «no gana dinero», el poeta ha pasado del estatuto semidivino de Víctor Hugo a la degradación de Paul Verlaine.
Para J.J. Pino de Icaza, la idea sobre los escritores entregados a los «paraísos artificiales» desarrollada por el cuerpo social resultaba una perversidad, pues, según él, «la misma concepción de la «droga» en la ex¬presión lírica, era completamente falsa». Comenta, al respecto, Pino de Icaza: «Sonríe uno, de la puerilidad de Ernesto Noboa, verbigracia, cuan¬do dice: "Tan sólo calmar pueden mis nervios de neurótico / la ampolla de morfina o el frasco de coral" porque no existe "drogadicto" que conceda aprecio alguno a la ampolla de 0,01 centigramos de morfina que es la única dosis corriente de laboratorio, buena para un efecto analgésico, pero insuficiente para las euforias que sus nervios exigen del morfinómano inveterado». El propio Silva, en una de sus crónicas, tiene una posición mo¬ralizante respecto del opio, al que llama «veneno»:
"¡Y a cuántos ha perdido el anhelo imposible de abrir, con la llave de las pipas cargadas de opio, la puerta del mundo irreal que se dilata, Dios sabe hasta qué infiernos de pesadilla, hasta qué abismos caóticos, de donde no se vuelve! [...]"
Este debate, en el caso ecuatoriano, está atravesado, más bien, por esa sensación de no pertenecer a un mundo «materialista»; y «materialista», para estos poetas, quiere decir un mundo donde el arte ha sido echado a un lado por el dinero y también por la presencia de una nueva casta de militares que ha desplazado del poder político al viejo poder señorial. En este sentido, entendemos que «la repetida condena del burgués materialista» corresponde a «la instauración del mercado». En uno de sus artículos para Ilustración, escribe Silva unas «imprecaciones líricas» contra el espíritu burgués, los políticos, el clero, los comerciantes y las mujeres superficiales, es decir, contra todo aquello que el nuevo orden había convertido en elemento sustancial que giraba alrededor del ansia de acumular:
"No es para ti, burgués que llevas por corazón un dollar yanqui a cu¬yo precio venderías a tus hermanos y negarías a tu padre y a tu madre; no pa¬ra ti, político sin conciencia, filisteo con librea partidista, buitre que hinca sus garras sangrientas en el corazón palpitante de la República exangüe; no para ti, sacerdote falso de un culto de mentira, ministro que vestido con toda la so¬berbia pompa de los Príncipes de la Tierra, hablas de humildad y te cubres de vestiduras de majestades asiáticas para predicar la santa doctrina en nombre de aquel Maestro Divino de Judea; no para ti, oscuro mercader de alma judía, idólatra a los pies del becerro de oro; no para vosotras chiquillas de almas paralíticas que lleváis el corazón como vuestros vestidos: a la última moda."
El poeta del «sublime arte» niega la terrible posibilidad de que la poesía pudiera convertirse también en mercancía; por eso le niega al mundo burgués la posibilidad de apropiarse del sentido estético de la poesía y reafirma la idea de que ésta es incompatible con la mercancía, con aquellos valores de una nueva sociedad en la que el que no quiere lucrar parecería no tener cabida. En el mismo artículo afirma:
"No; la música selecta de los áureos versos, el palpitar cantante de la estrofa, el romper del consonante como una onda sonora reventando sobre la playa oscura, el ritmo imponderable de la Oda arrebatada, ¡no son para vosotros!"
Este desencanto frente a la nueva situación social expresa la conciencia de una derrota anticipada del arte frente al dinero, una apocalíptica premonición que visualiza la conversión final del poeta en una mercancía más que se exhibirá en el periódico como una suerte de condena después de muerto. Así, el artículo ya citado acerca de la profesión literaria, concluye:
"Pero, lo más probable es que mueras poco menos que desapercibido; tu defunción la anunciará, entre un aviso de específico yanqui y un suel¬to de crónica, el diario de que fuiste «asiduo colaborador»: aquello será el epí¬logo de la tragicomedia de tu vida; y debes agradecer —en ultratumba— al Director, que haya suprimido la inserción del reclame de una fábrica de embutidos para ocuparse de tu óbito."
Esa realidad social está tan vaciada de cultura, tan poco predispuesta a sentir el arte que el mejor consejo que se le ocurre a Silva para un artista plástico sobre quien escribe una efusiva crónica en la revista Patria es «que emigre, que huya de esta cloaca infecta por los microbios de la envidia y del vil mercantilismo».
"¡Y a cuántos ha perdido el anhelo imposible de abrir, con la llave de las pipas cargadas de opio, la puerta del mundo irreal que se dilata, Dios sabe hasta qué infiernos de pesadilla, hasta qué abismos caóticos, de donde no se vuelve! [...]"
Este debate, en el caso ecuatoriano, está atravesado, más bien, por esa sensación de no pertenecer a un mundo «materialista»; y «materialista», para estos poetas, quiere decir un mundo donde el arte ha sido echado a un lado por el dinero y también por la presencia de una nueva casta de militares que ha desplazado del poder político al viejo poder señorial. En este sentido, entendemos que «la repetida condena del burgués materialista» corresponde a «la instauración del mercado». En uno de sus artículos para Ilustración, escribe Silva unas «imprecaciones líricas» contra el espíritu burgués, los políticos, el clero, los comerciantes y las mujeres superficiales, es decir, contra todo aquello que el nuevo orden había convertido en elemento sustancial que giraba alrededor del ansia de acumular:
"No es para ti, burgués que llevas por corazón un dollar yanqui a cu¬yo precio venderías a tus hermanos y negarías a tu padre y a tu madre; no pa¬ra ti, político sin conciencia, filisteo con librea partidista, buitre que hinca sus garras sangrientas en el corazón palpitante de la República exangüe; no para ti, sacerdote falso de un culto de mentira, ministro que vestido con toda la so¬berbia pompa de los Príncipes de la Tierra, hablas de humildad y te cubres de vestiduras de majestades asiáticas para predicar la santa doctrina en nombre de aquel Maestro Divino de Judea; no para ti, oscuro mercader de alma judía, idólatra a los pies del becerro de oro; no para vosotras chiquillas de almas paralíticas que lleváis el corazón como vuestros vestidos: a la última moda."
El poeta del «sublime arte» niega la terrible posibilidad de que la poesía pudiera convertirse también en mercancía; por eso le niega al mundo burgués la posibilidad de apropiarse del sentido estético de la poesía y reafirma la idea de que ésta es incompatible con la mercancía, con aquellos valores de una nueva sociedad en la que el que no quiere lucrar parecería no tener cabida. En el mismo artículo afirma:
"No; la música selecta de los áureos versos, el palpitar cantante de la estrofa, el romper del consonante como una onda sonora reventando sobre la playa oscura, el ritmo imponderable de la Oda arrebatada, ¡no son para vosotros!"
Este desencanto frente a la nueva situación social expresa la conciencia de una derrota anticipada del arte frente al dinero, una apocalíptica premonición que visualiza la conversión final del poeta en una mercancía más que se exhibirá en el periódico como una suerte de condena después de muerto. Así, el artículo ya citado acerca de la profesión literaria, concluye:
"Pero, lo más probable es que mueras poco menos que desapercibido; tu defunción la anunciará, entre un aviso de específico yanqui y un suel¬to de crónica, el diario de que fuiste «asiduo colaborador»: aquello será el epí¬logo de la tragicomedia de tu vida; y debes agradecer —en ultratumba— al Director, que haya suprimido la inserción del reclame de una fábrica de embutidos para ocuparse de tu óbito."
Esa realidad social está tan vaciada de cultura, tan poco predispuesta a sentir el arte que el mejor consejo que se le ocurre a Silva para un artista plástico sobre quien escribe una efusiva crónica en la revista Patria es «que emigre, que huya de esta cloaca infecta por los microbios de la envidia y del vil mercantilismo».
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