José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, agosto 11, 2019

El coqueteo epistolar entre el poeta Silva y una incógnita lectora


«He leído tu novela “María Jesús”, ¡qué bonita! Pero me ha puesto triste porque ha hecho revivir en mi corazón una herida que comenzaba a curar. He encontrado en la historia de tus amores mucha semejanza con la historia de los míos… También como tú, llevo el alma enferma por los recuerdos de un amor imposible, de un amor que nadie sabe, porque no ha tenido otros testigos que el agua y el cielo, pero no las aguas de un manso río como en el que se retrataban las estrellas que tu María Jesús quiso coger, sino el mar inmenso en el que solo se reflejaba el sol moribundo».
El 26 de junio de 1919, dos semanas después de la muerte de Medardo Ángel Silva, en “Jueves literarios”, El Telégrafo publicó la “carta de una incógnita”, bajo el título «El epistolario del poeta». Se trata de la confesión de una lectora, que firma como Atala, que se siente espiritualmente hermanada con la melancolía que le provoca la historia del amor frustrado de María Jesús y el poeta personaje de la novelina, que había aparecido en el diario, en cuatro entregas, del 26 al 29 de febrero de 1919. Su carta empieza con una declaración de admiración, a la que el poeta autor no será indiferente: «No te conozco, pero desde que he leído tus versos, eres el poeta de mi predilección. Esos versos empapados de tristeza, que tantas veces me han hecho llorar. ¡Cómo fuera tu amiga, para pedirte que me dediques unos de esos versos tristes que tú haces!».
En su “carta a una incógnita”, que aparece a continuación, Silva responde: «Me llega vuestra carta, amable desconocida, en horas dolorosas de la más lacerante tristeza: leía mi Samain, en Aux flancs du vase, al claror de esa luz cenicienta de crepúsculo invernizo, cuando recibo sus líneas ¡tan dulces, consoladoras y amicales!». La tristeza como estética; la tristeza como actitud vital; la tristeza como elemento que provoca la comunión de los espíritus: «Su pobre amigo está más solo y triste que siempre; mi soledad y mi tristeza son, como un negro calabozo…».
Es la misma tristeza, mezcla de melancolía y desencanto —muy en el espíritu modernista de los cuentos del Darío de Azul (1888)—, que evoca el narrador de María Jesús, en las primeras líneas de la novelina, y que explica su fuga del bullicio de la ciudad hacia la bucólica serenidad del campo, en donde aspira a encontrar la sanación de su espíritu doliente: «Vuelvo a vosotros —campos de mi tierra— malherido del alma, huyendo al tumulto de la ciudad en que viven los malos hombres que nos hacen desconfiados y las malas mujeres que nos hacen tristes».
Atala, la incógnita lectora, revela su incapacidad para escribir acerca de sus sentimientos y de su drama amoroso. Ella es la lectora que reconoce, en la escritura del poeta, la expresión de su propia tristeza: «Si yo pudiera pensar lo que siento y escribirlo como tú lo haces, escribiría también una novela triste y te la dedicaría». En seguida, la incógnita lectora reconoce en la maestría del poeta, la capacidad de la poesía para hablar de los tormentos del ser humano: «Te buscaría de maestro para que me enseñaras a decir en verso la amargura de mi pena; en versos como los tuyos, que hacen doler el corazón y estremecer el alma».

Las palabras de Atala calan en la sensibilidad exacerbada del poeta Silva. En su respuesta, al igual que el poeta personaje seduce a María Jesús en el campo, el poeta autor, esteta melancólico, tiene a la poesía de su lado para enamorar. El verso de Samain es carnada y preámbulo de su declaración: «L’amour inconnu est le meilleur amour… ¿Verdad que el amor desconocido es el mejor amor, como dice nuestra suspirante poeta? De mí, sé decir que mi amor, el gran amor de mi vida es hacia una Desconocida». Silva sucumbe al misterio del amor anónimo e implora la correspondencia que nunca sabremos si sucedió: «Hábleme de su vida; escríbame siempre, estoy solo, soy triste; necesito de su compañía espiritual. Envíole mi pensamiento más puro y noble de este día: recíbalo como quien recibe una rosa fresca».
Cuando las cartas se publican ya nada de lo deseado es posible y el flirteo epistolar resulta un ejercicio retórico. No solo María Jesús ha muerto «por querer mirar de cerca las estrellas»; el poeta Silva también ha ofrendado «la eternidad vivida en un solo segundo…».

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 19.07.19

domingo, agosto 04, 2019

Los cuentos de la peste: "No hablemos más de la muerte, podemos intentar la vida".


Andrés Olmedo, Raúl Sánchez McMillan, María José Avilés, Jaime Tamariz y Jocelyn Gallardo, actores de Los cuentos de la peste, dirigida por Lucho Mueckay, producida por Marlon Pantaleón y presentada en el Estudio Paulsen, en Guayaquil.

            Ese espíritu que se rebela frente a las ataduras y los prejuicios, ese que se libera de los miedos religiosos y la amenaza apocalíptica que se halla agazapada entre el dolor y la muerte de toda peste o catástrofe; el jolgorio de la fiesta de la vida que utiliza la imaginación para resistir a la peste y derrotarla en lo que tiene que ver con su afán por la consunción del espíritu del ser humano; la liberación que se logra a través del hecho de contar las mentiras verdaderas que habitan, intrínsecas, en toda narración literaria.
La puesta en escena del Estudio Paulsen de Los cuentos de la peste, de Mario Vargas Llosa, bajo la dirección de Lucho Mueckay y la producción de Marlon Pantaleón, es un espectáculo teatral de logrado espíritu carnavalesco que reafirma, con actuaciones convincentes y deslumbrantes, el simbólico triunfo de la vida sobre la muerte a través de la imaginación del ser humano y su capacidad para convertir la palabra en instrumento de resistencia del espíritu libre por sobre la carne prisionera de la peste.
La concepción de la puesta en escena, la reducción del texto teatral a hora y media, y el trabajo de dirección de actores han sido trabajados con mano maestra. La obra, que no se ancla en la reproducción realista de época, nos convence, a partir de la utilización de elementos expresionistas tales como un vestuario sugerente o el esbozo de un palacete medieval, de que estamos en 1348, el año de la peste, en Villa Palmieri, Florencia. Por ello, la opción de musicalizar la obra con una versión de las Estaciones, de Vivaldi, “recompuesta” por Max Richter, me parece un ruido para la construcción de época: ¿música barroca del siglo XVIII, con tintes posmodernos, en un ambiente del siglo XIV? Los anacronismos son, a veces, ejemplo de osadía, pero la osadía no siempre funciona.
 Sin embargo, es en este escenario y por la fuerza actoral que el amor y el deseo, el humor, que todo lo desacraliza, y el poder de la imaginación se vuelven representación de una historia al servicio del ser humano que se enfrenta a la represión de la institucionalidad del Estado y la Iglesia.
«No hablemos más de la muerte, en todo caso, podemos intentar la vida», dice el duque Ugolino, representado de manera impecable por Jaime Tamariz. Tamariz nos ofrece un duque Ugolino atormentado y, al mismo tiempo, liberado de las miserias del tiempo de la peste, debido a la mujer que se ha inventado para sobrellevar la soledad y sus desventuras. «Un ser humano no puede vivir sin ilusiones, Aminta», se justifica ante aquella, su condesa de la Santa Croce.
            Aminta también tiene su propia historia en su peregrinar: «Conocí la brutalidad de los hombres, y el placer; ambas cosas me mostraron». Joselyn Gallardo carga con un personaje que pertenece más al estatuto de la fantasía que el mundo real de quienes se han refugiado en Villa Palmieri. A ratos, se excede en la distancia que pone con el resto de los personajes y sus parlamentos se escuchan un tanto recitados. No obstante, cierra la obra de manera brillante.
«Retirarnos a un lugar donde podamos olvidarnos de la peste y donde ella se olvide de nosotros», dice Giovanni Boccaccio, maravillosamente interpretado por Andrés Olmedo. Es el personaje que conduce la fiesta de la palabra y la imaginación. Vargas Llosa lo introdujo en su obra no solo para mostrar la transformación de un escritor académico, al beber de la fuente de lo popular, en el autor de El Decamerón, sino también para reafirmar el poder de la ficción.
Pánfilo (Raúl Sánchez McMillam) y Filomena (María José Avilés) son dos personajes cuyos actores nos convencen de que el ser humano, a través de la ficción, evidencia el deseo de ser distinto de lo que es, de imaginarse viviendo una vida diferente, de resistir, en momento de crisis, la arremetida de todo tipo de peste: «Quiero vivir, y sé que viviré”, dice Pánfilo. Avilés, Sánchez y Olmedo son el trío de actores que impregnan la obra del necesario espíritu carnavalesco que conlleva la sobrevivencia del ser humano en medio de la peste.
Lucho Mueckay, director de Los cuentos de la peste, ha construido una puesta en escena cuyo drama nos envuelve con la fuerza espiritual de las palabras de Boccaccio: «En mí, al amor a la vida es más fuerte que el miedo a la muerte».


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 02.08.19

domingo, julio 21, 2019

Roberto Fernández Retamar, paradigma de lucidez y poesía en nuestra América



Roberto Fernández Retamar (La Habana, 9 de junio de 1930 – 20 de julio de 2019), con su típica boina, el 21 de enero de 2019, durante la instalación del jurado de la 60 edición del Premio Casa de las Américas.

            Eran los tiempos en que intelectuales y artistas formaban brigadas para ser parte del trabajo voluntario en la Cuba que anunciaba la utopía, siempre inconclusa, de la justicia y plenitud del ser humano. El poeta se conmueve ante esa realidad social que hay que transformar; la realidad de esa clase social a la que no pertenece porque no es parte de su historia de opresión, pero frente a la que su palabra se transforma, se vuelve solidaria y hace del verso una ética de vida, con la vergüenza de no cargar los mismos dolores de aquel pueblo del que forma parte, pero aún desconoce: «Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela. / Llegué casi al amanecer, con las que pensé que serían ropas de trabajo, / pero los hombres y los muchachos que en sus harapos esperaban / todavía me dijeron señor». Al final del poema, el poeta reafirma el recuerdo de su amada en medio del trabajo voluntario, en medio de ese aprendizaje de la solidaridad: «No hay momento/ en que no piense en ti. / Hoy quizás más, / y mientras ayude a construir esta escuela / con las mismas manos de acariciarte».
Roberto Fernández Retamar (1930 – 2019) es un corazón generoso que albergó una lucidez, heredera y estudiosa del pensamiento martiano, que divulgó la obra de Martí; la misma lucidez que nos replanteó el sentido de la imagen de Calibán en la antinomia civilización y barbarie, e iluminó la mirada de la literatura de nuestra América desde la construcción de la palabra crítica propia. Al mismo tiempo, Retamar es un espíritu de la poesía que emerge desde la contemplación de lo cotidiano y que reivindica el “deber y derecho de escribir sobre todo”: «Para ti, para este instante, para este poema / que se escribe gracias al aliento exhalado por Miranda o por Jenofonte, / con un trozo sobrante de Casiopea.»
La vigencia de la Casa de las Américas, como centro de pensamiento y creación artística y literaria, es el testimonio de la tarea cultural que Fernández Retamar lideró durante gran parte de su vida, confiando siempre en la juventud y llenando la Casa de la frescura de nuevas propuestas creativas, al tiempo que mantuvo y trabajó en la memoria y la tradición de una literatura continental. Y, no digo más, porque sé que estas palabras mías hubiesen abrumado al poeta, que nos legó algunos versos para su epitafio: «Se equivocó más de una vez, y quiso sinceramente hacerlo mejor. / Acertó, y vio que acertar tampoco era gran cosa. / De todas maneras, llegado al final, declaró que volvería a empezar si lo dejaran».
Nos enseñó la ética de la vergüenza del poeta, aquella que enfrenta la inutilidad de la poesía para las tareas prácticas, esas tareas que algunos escriben con mayúsculas. Y, sin embargo, también nos enseñó que el poeta persiste en su escritura por esa necesidad de que la poesía exista por sí misma, sin justificaciones, que la poesía exista para sobrevivir al horror del mundo y para vivir en la belleza del mundo. «Nosotros, los sobrevivientes, / ¿a quiénes debemos la
sobrevida? / ¿quién se murió por mí en la ergástula, / quién recibió la bala mía, / la para mí,
en su corazón?».

Con el poeta, en Casa de las Américas, el 10 de febrero de 2017.
 Envío: a Roberto Fernández Retamar, cuyo espíritu es parte de mis calles habaneras y sus cenizas yacen en el cielo de aguas profundas del Caribe. «Es lo mismo de siempre: / ¡Así que este hombre está muerto! / ¡Así que esta voz / delgada como el viento, hambrienta y huracanada / como el viento, / es la voz de nadie!». Pero yo no estoy escuchando un disco de Benny Moré como tú, sino escuchando otro disco, ese en el que los poemas hablan con tu propia voz, que ya es la voz de nadie, pero también es la voz de la permanencia de ti en tu poesía, que, en medio de la diversidad, pervive «…toda temblor, toda ilusión».