Eran los tiempos en que
intelectuales y artistas formaban brigadas para ser parte del trabajo
voluntario en la Cuba que anunciaba la utopía, siempre inconclusa, de la
justicia y plenitud del ser humano. El poeta se conmueve ante esa realidad
social que hay que transformar; la realidad de esa clase social a la que no pertenece porque
no es parte de su historia de opresión, pero frente a la que su palabra se
transforma, se vuelve solidaria y hace del verso una ética de vida, con la
vergüenza de no cargar los mismos dolores de aquel pueblo del que forma parte,
pero aún desconoce: «Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una
escuela. / Llegué casi al amanecer, con las que pensé que serían ropas de
trabajo, / pero los hombres y los muchachos que en sus harapos esperaban / todavía
me dijeron señor». Al final del poema, el poeta reafirma el recuerdo de su
amada en medio del trabajo voluntario, en medio de ese aprendizaje de la
solidaridad: «No hay momento/ en que no piense en ti. / Hoy quizás más, / y
mientras ayude a construir esta escuela / con las mismas manos de acariciarte».
Roberto
Fernández Retamar (1930 – 2019) es un corazón generoso que albergó una lucidez,
heredera y estudiosa del pensamiento martiano, que divulgó la obra de Martí; la misma lucidez que nos
replanteó el sentido de la imagen de Calibán en la antinomia civilización y
barbarie, e iluminó la mirada de la literatura de nuestra América desde la
construcción de la palabra crítica propia. Al mismo tiempo, Retamar es un
espíritu de la poesía que emerge desde la contemplación de lo cotidiano y que
reivindica el “deber y derecho de escribir sobre todo”: «Para ti, para este instante,
para este poema / que se escribe gracias al aliento exhalado por Miranda o por
Jenofonte, / con un trozo sobrante de Casiopea.»
La
vigencia de la Casa de las Américas, como centro de pensamiento y creación
artística y literaria, es el testimonio de la tarea cultural que Fernández
Retamar lideró durante gran parte de su vida, confiando siempre en la juventud y llenando la
Casa de la frescura de nuevas propuestas creativas, al tiempo que mantuvo y
trabajó en la memoria y la tradición de una literatura continental. Y, no digo
más, porque sé que estas palabras mías hubiesen abrumado al poeta, que nos legó
algunos versos para su epitafio: «Se equivocó más de
una vez, y quiso sinceramente hacerlo mejor. / Acertó, y vio que acertar tampoco
era gran cosa. / De todas maneras, llegado al final, declaró que volvería a
empezar si lo dejaran».
Nos enseñó la ética de la vergüenza del poeta, aquella que
enfrenta la inutilidad de la poesía para las tareas prácticas, esas tareas que
algunos escriben con mayúsculas. Y, sin embargo, también nos enseñó que
el poeta persiste en su escritura por esa necesidad de que la poesía exista por
sí misma, sin justificaciones, que la poesía exista para sobrevivir al horror
del mundo y para vivir en la belleza del mundo. «Nosotros, los sobrevivientes,
/ ¿a quiénes debemos la
sobrevida?
/ ¿quién se murió por mí en la ergástula, /
quién recibió la bala mía, / la para mí,
en su corazón?».
Con el poeta, en Casa de las Américas, el 10 de febrero de 2017. |
Envío: a Roberto
Fernández Retamar, cuyo espíritu es parte de mis calles habaneras y sus cenizas
yacen en el cielo de aguas profundas del Caribe. «Es lo mismo de siempre: / ¡Así
que este hombre está muerto! / ¡Así que esta voz / delgada como el viento,
hambrienta y huracanada / como el viento, / es la voz de nadie!». Pero yo no
estoy escuchando un disco de Benny Moré como tú, sino escuchando otro disco, ese
en el que los poemas hablan con tu propia voz, que ya es la voz de nadie, pero
también es la voz de la permanencia de ti en tu poesía, que, en medio de la
diversidad, pervive «…toda temblor, toda ilusión».
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