José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, marzo 16, 2015

Miguel Donoso Pareja: In Memoriam


En enero de 2007, Miguel Donoso Pareja recibió el Premio Nacional Eugenio Espejo, en Literatura, máximo galardón que otorga el Estado ecuatoriano a un escritor. Acompañamos a Miguel, que está sentado: Isabel Huerta, su esposa; Miguel Donoso Gutiérrez, su hijo; e Iti Vera, su nuera.

            En las sesiones del taller literario que, en los 80, coordinaba Miguel Donoso Pareja (Guayaquil, 13 de julio de 1931 – 16 de marzo de 2015) solía bromear acerca de su literatura; él decía que aquella era la escritura de un sádico para lectores masoquistas; frase que se explica dado que él es uno de los representantes de la literatura experimental más radical, en nuestra América, de finales de los 60.
Sus novelas Henry Black (1969) y Día tras día (1976) son ejemplo de lo dicho. Textos que enfrentan al lector, desde la experimentación de los puntos de vista narrativos, a ese laberinto de espejos que es la existencia del ser humano. En la segunda novela, la experiencia erótica transita la angustia existencial que implica la búsqueda, el encuentro y la pérdida de Gudrum, la mujer simbólica. La preocupación por el drama existencial del ser humano atraviesa toda la obra de Miguel así como las vicisitudes del exiliado y su retorno a la patria, como lo desarrolla en Nunca más el mar (1981).
Uno de los textos más jóvenes, si por juventud se entiende los novedoso, de nuestra literatura de finales del silgo veinte, sigue siendo Hoy empiezo a acordarme (1994), como ya lo he escrito antes. Y es que en esta novela, Miguel construye una manera diferente de narrar la historia novelesca y, al mismo tiempo, nos muestra un sujeto que narra envuelto en una relación compleja de realidad, ficción y verosimilitud. Como si se comunicara con Día tras día, la experiencia erótica en Hoy empiezo a acordarme, se vuelve metáfora de la existencia humana.
Los cuentos de Miguel son una suerte de laboratorio de experimentación escrituraria. Pero, sobre todo, son una disección constante, minuciosa, de pinceladas profundas en el lienzo de la condición humana atravesada, como si fuera un hilo conductor del espíritu, por la experiencia erótica marcada por lo efímero y la soledad. En el cuento “La Maga en Medellín” (Lo mismo que el olvido, 1986) existe el juego intertextual con la novela de Cortázar, la reflexión filosófica del narrador desde la experiencia vital que vive en la historia narrada y, por supuesto, la enunciación desde los personajes de lo que será la constante en el amor. Ella dice al comienzo del relato: “Hacer el amor es para mí una forma de conocimiento, porque los cuerpos son en sí mismos, una sabiduría particular…”; al final, ella se despide: “Todo conocimiento no es más que olvido —le dijo, y comenzó a recoger su ropa, desperdigada por el cuarto”.
            Miguel fue un maestro tan generoso como implacable. En los talleres enseñaba toda aquella “cocina literaria” que un escritor construye con la experiencia de la propia escritura. La mostraba de manera pertinente cuando hacía las observaciones del caso a los textos de nosotros, sus alumnos; enseñaba toda su práctica de la escritura para ahorrarnos el largo camino de aprendizaje que a él le había tomado. Pero jamás hacía concesiones con sus alumnos: su crítica literaria era implacable frente a un texto que no funcionaba. Me acuerdo haber tenido listo, en 1980, un libro de cuentos titulado Toda temblor, toda ilusión: su criterio meticulosamente razonado me ahorró las críticas que, de todas maneras, hubiesen caído sobre aquel y retiré el libro de la imprenta.
La vocación de maestro tal vez le venía de sus años de titiritero. En la década del 50, Miguel —junto a su esposa de entonces, la pintora Judith Gutiérrez y al poeta Nani Cazón Vera— recorría las calles de Guayaquil con su teatrín “Los títeres de la carreta”. Llegó el día en que cada vez que los niños lo veían pasar, le gritaban: “¡títere! ¡títere!”. Implacables, sus gritos se convirtieron en el leit motiv que palpitó en “Títere”, cuento de Krelko (1962); historia de un hombre triste que se siente feliz en medio de los niños que lo llaman así, “hasta que pisoteó a sus muñecos y lloró sobre sus pequeños cadáveres” y, al final, “murió como sus muñecos, pisoteado por su propia tristeza”. De niño, mi hijo Sebastián, que lo veía cada año cuando íbamos a pasar navidades en Guayaquil, le decía “Miguelcito”, pero nunca le pidió ¡títere!
Los textos de Miguel hablan de la imposibilidad del amor y del precario equilibrio al momento de su realización. De hecho, la experiencia amorosa en los textos de Miguel es intensa, compleja, profunda. Tanto el narrador de sus novelas y cuentos como el hablante lírico de su poesía, siempre andan en la búsqueda de Gudrum, esa mujer que es todas las mujeres y, por tanto, inexistente. Mas, estoy seguro de que, en lo personal, Miguel encontró, en las últimas tres décadas de su vida, a esa Gudrum que no es tal, sino que se llama Isabel Huerta, su compañera vital, la que dio un vuelco a esa imposibilidad literaria para comprobar que el amor es posible y su existencia es compacta como el tronco anudado del matapalo.
Para mí, haber sido alumno del taller literario de nuestro querido Miguel Donoso Pareja, y haber compartido el afecto fraternal que nos unió, fueron privilegios singulares que la vida me concedió.

domingo, marzo 08, 2015

Elogio de la belleza de la mujer colombiana



Desnudo femenino sobre la hierba, de Fernando Botero



Me pregunta un amigo de Quito,
si es guapa la mujer colombiana.
Yo le respondo que, como Florentino Ariza,
llevo una herida de amor no correspondido
por causa de Margarita Rosa de Francisco.

Él sonríe y dice que eso ya lo sabía.
Le cuento, entonces, de las muchachas
que andan con un libro por la Séptima
que toman sol en Bocagrande
que bailan y trabajan duro en Quibdó
que pescan pirañas en el Amazonas
que celebran la desmesura del carnaval de Barranquilla
que cantan las tonadas tristonas de los Andes
que platican con sabiduría en Pereira; de las que sufren
más con la mala racha del América antes que por amores.
Le hablo de la querencia de las paisas de palabra cantarina,
de la fuerza comunera de las bumanguesas, del vendaval
en su paso transfronterizo de las cucuteñas, de las que protegen
a sus hijos en los territorios del conflicto armado.
Todas ellas, ojos de perro azul, herederas
del coraje y la patria de Policarpa Salavarrieta.

Pregunta mi amigo Ramiro, si son guapas las colombianas.
Aquí, le digo,
alucino con los volúmenes desnudos de Botero
son guapas hasta las feas.

domingo, enero 04, 2015

Platero, Juan Ramón Jiménez y yo



De pie, junto al pupitre de madera, con el libro en la mano, empecé a leer en voz alta: “¿No me has visto nunca, Platero, echado en la colina, romántico y clásico al mismo tiempo?”. Era un lunes y yo cumplía doce años; estábamos en clase de Castellano y, como todos los días, cada chico tenía que leer algún capítulo de Platero y yo. En esa época aún no existían los ruidos del entretenimiento de las redes sociales y todavía alguien podía leer en voz alta y el resto seguir con atención la lectura, sin desconcentrarse. Aquella mañana, la luz del sol de junio entraba por los ventanales del aula y las cabelleras de mis compañeros, domeñadas con glostora, relucían; y yo me imaginaba que así debía brillar el lomo, plata de luna, del asno: “Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba, ya muerto, sino en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano, ponerse el sol sobre el río…”.
El 12 de diciembre de 2014 se cumplieron cien años de la primera edición de Platero y yo y volví a tener entre mis manos el libro de aquellos años colegiales. En las primeras horas de aquel viernes revisé sus páginas y me topé con la bella caligrafía de mi madre, quien escribía mi nombre en la portadilla de mis textos escolares: César R. Vallejo Corral, I Curso “C”. Mi madre —cuya vida silenciosa se apagó, silenciosamente también, hace once años, el sábado 10 de enero— solía escuchar en las noches la lectura que yo le hacía de algunos capítulos del libro y suspiraba con esa tristeza que siempre llevó convertida en una luz tenue que alumbraba al prójimo desde sus ojos de cielo despejado. La melancolía de las páginas de Platero caía como un manto nocturno y mi madre y yo sonreíamos como dos huérfanos que comparten un mendrugo a hurtadillas.
El viernes 12 empecé de inmediato la relectura del libro y, a medida que iba avanzando en ella, fui compartiendo el mundo rural que la voz narrativa contempla en esa búsqueda juanramoniana de la esencia de las cosas, que está presente, por ejemplo en Piedra y cielo (1919): “¡Sólo queda en mi mano / la forma de su huida!”, y esa visión elegíaca del mundo que ya estaba en Arias tristes (1905): “Estrellas, estrellas dulces, / tristes, distantes estrellas, / ¿sois ojos de amigos muertos? / —¡miráis con una fijeza!—”. Entre 1914 y 1915, JRJ escribe Sonetos espirituales, y en “Nada”, parecería yacer el espíritu de aquella contemplación desde esa colina roja, clásica y romántica, que le permite al hablante lírico interrogarse por lo esencial del yo: “Que tú eres tú, la humana primavera, / la tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡todo! / … ¡y soy yo sólo el pensamiento mío”. La prosa poética de Platero y yo es, asimismo, premonitoria respecto a esa desnudez de la poesía, por cuya búsqueda padeció el poeta, y se expresa en la visión íntima del mundo que el yo lírico comparte con el asno, como si la cadencia de esa voz desvistiera a la rosa de su belleza literaria para convertirla en alma desnuda.
Platero y yo es un libro “en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero”, según el propio JRJ; un libro en donde la contemplación de la vida de la gente de los pueblos de la Andalucía de comienzos del siglo veinte y del paisaje rural parte de un sujeto que se sabe algo distante y distinto de aquel mundo, pues él anda tras la belleza pura; un libro en donde Platero y el lector somos los compañeros de aquel andante que nos permite escuchar su profundo soliloquio sobre la vida y el arte. La moraleja de la fábula no existe en este libro pues no es fábula y su autor confiesa que tiene “un horro instintivo” hacia los moralismo literarios: “Tú tienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor”, le dice a Platero mientras le promete que jamás hará de él un “héroe charlatán de una fabulilla”.
En el capítulo LX, “El sello”, JRJ narra cuánto soñaba de niño con tener un sello igual al de un amigo del colegio: “Aquel tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como un pájaro en su nido”. Cuando llega un viajante de escritorio a su casa, rompe la alcancía y con un duro que se encuentra encarga el sello. Con pueril angustia espera la llegada del objeto soñado hasta que, finalmente, cuando el correo trae el aparatico, nada queda sin sellar en la casa: “Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegio todo!: libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: Juan Ramón Jiménez, Moguer”. Hoy, yo también pongo mi sello a los libros de mi biblioteca. Es un sello que tiene una figura que combina el rostro de un mono, una pata de cangrejo y el látigo de la mantarraya, ya que soy originario de la cultura manteño-huancavilca; debajo de la figura dice: Biblioteca Raúl Vallejo.
La relectura de Platero y yo ha sido una regocijante experiencia de mirarme para dentro y revivir, tras cada breve capítulo, los rostros que poblaron mi adolescencia y aquellas pequeñas experiencias que me fueron haciendo el lector que soy ahora. Yo sugiero la relectura —o, llegado el caso, la lectura— de esta “elegía andaluza” como una manera de olvidarse de tanto ruido mediático: hay que disfrutar de esa mirada juanramoniana que poetiza el mundo y lo puebla de recuerdos, hay que saborear esa prosa poética impregnada de la tradición romántica y de un modernismo sin japonerías ni cisnes, una escritura poética que invoca tanto a Bécquer como a Darío. Al final del libro, me di cuenta de que algunos recuerdos de mis lecturas adolescentes viven en mí como las mariposas blancas que revolotean alrededor de las alforjas que carga Platero, detenido su vuelo en el cielo de Moguer.