José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, octubre 17, 2022

200 años de «Mi delirio sobre el Chimborazo»: acción y estado del alma del héroe romántico

Cuadro de Tito Salas, (1929), Casa de Bolívar, Caracas
           
¿Responde el texto de «Mi delirio sobre el Chimborazo», fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822,[1] al delirio real en una situación extrema de un hombre confrontado a los rigores de la Naturaleza o, más bien, corresponde a la imaginación literaria pletórica de romanticismo convertida por la fuerza poética en delirio del Yo lírico? Es probable que este suceso haya sido real en el deseo —sobre este episodio de la vida de Bolívar  no existe documentación confiable aunque la mitificación del héroe lo ha dado por un suceso real contra la realidad de las condiciones objetivas que se requieren para ascender un volcán de la magnitud del Chimborazo—; no obstante, el poder de convicción de la literatura, como verdad del lenguaje, es lo que nos lleva a considerar verosímil no solo el ascenso realizado por un hombre que no era andinista sino también la escritura del texto como producto de un estado de delirio en el que el Yo lírico, en la cumbre nevada del volcán, se enfrenta a la presencia fantasmagórica del Tiempo.

            Sigmund Freud, en su estudio «El delirio y los sueños en la Gradiva, de W. Jensen» (1907), describe el singular ejemplo de sicoanálisis de un personaje literario al trabajar como un caso clínico la conducta del protagonista de la novela Gradiva, una fantasía pompeyana (1902). Freud afirma que «lo que sucede es que en todo delirio existe un grano de verdad, digno de completa fe, el cual constituye la fuente de la convicción del enfermo»[2]. Al describir las características principales del delirio, entendido como una perturbación, Freud señala dos: «en primer lugar, pertenece a aquel grupo de estados patológicos que no ejercen una inmediata influencia sobre el soma, sino que se manifiestan tan solo por síntomas anímicos; en segundo lugar, se caracteriza por el hecho de que en él adquieren las “fantasías” el supremo dominio; esto es, encuentran fe en el sujeto e influyen en sus actos»[3].

En términos generales, el delirio tiene además una característica mística que hay que considerar para el análisis del texto de Bolívar. Esta dimensión mística se encuentra en el entramado de referencias a deidades clásicas que Bolívar utiliza en «Mi delirio». El misticismo encerrado en esa perturbación que es el delirio lo leemos en el libro del profeta Ezequiel que relata la visión que tuvo de la gloria de Dios, descrito como una figura fantasmagórica al igual que Bolívar contempla en su poema la aparición del Tiempo como una deidad: «Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor». (Ez, 1: 27-28)

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un poema en prosa cuya tesitura transita el camino nebuloso de las visiones; su escritura está cargada de alusiones clásicas e impregnada de arrebatadas imágenes de corte romántico; un texto poético en el que su autor ha construido un Yo lírico que está profundamente comprometido, desde la acción política, con la libertad de la patria. En él, Bolívar reedita el tópico del viajero que domina la Naturaleza desde la cúspide de una montaña, similar a su juramento sobre el monte Sacro (15 de agosto de 1805) cargado, entonces, de una mirada severa sobre los valores cívicos del mundo antiguo. En esta ocasión, Bolívar, triunfante en sus gestas heroicas, entregado al delirio romántico, ratifica en el ámbito de las visiones la tarea realizada y lo que falta aún por obtener para la realización plena no solo de la libertad sino de la construcción de la gran Colombia con la que todavía sueña.

¿Por qué habla de delirio un hombre como Bolívar, signado por la acción política y militar, y acostumbrado a la racionalidad en el análisis de los intereses de los partidos? ¿Por qué se desvía de las batallas que tiene que librar todavía para consolidar el proceso independista en Perú, para ascender al Chimborazo y, enseguida, para escribir un poema que da cuenta de su estado de delirio en la cúspide del volcán? Tal vez porque en Bolívar habita el espíritu de la libertad y la originalidad, el del héroe romántico que es, al mismo tiempo, patriota y amante. Su delirio, en resumidas cuentas, es concomitante con su gesta gloriosa pues su ascensión a la cumbre del volcán y, como resultas de ella, su delirio son acción y estado del alma posibles debido a que era el Dios de Colombia que me poseía.

No se trata, entonces, de una aventura del ocio per se sino de una misión diferente emprendida por un llamado superior. En primera instancia, la ascensión se debe a la presencia de un espíritu inexplicable para el Yo que lo impele a una acción en la que debe derrotarse a sí mismo, a su cansancio, a sus temores y que, por adición, lo colocará en un logro mayor que el de sus antecesores en la aventura: «…y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El arrebato es un estado en el que el sujeto queda fuera de sí, imposibilitado de actuar racionalmente y, por tanto, a merced de un «espíritu desconocido» que, según lo anuncia el Yo lírico, parece ser de origen divino: en el párrafo siguiente del texto nos enteramos de que esa divinidad es el «Dios de Colombia». Lo que, en definitiva, mueve a Bolívar para emprender el viaje y la ascensión es, nuevamente, aquello que ha movido su vida entera: la patria divina.

Rafael, La visión de Ezequiel, óleo sobre tabla, 40x30, 1518
            El Yo lírico acusa «un delirio febril», esto es, una pérdida de contacto con la realidad ante la magnificencia de la Naturaleza y los efectos que esta tiene sobre los sentidos del sujeto que la contempla y la vive en el delirio: «me siento como encendido por un fuego extraño y superior». Se trata de una experiencia mística si nos atenemos a las visiones del profeta Ezequiel, aunque en este caso el dios sea, con oxímoron incluido, un dios laico. El fuego que envuelve la aparición que contempla el profeta y el arco iris que irradia aquella son semejantes al «fuego extraño» del hablante lírico y «el manto de Iris» con el que dicho Yo llega envuelto: «Al guerrero, travestido en un ser fuera del mundo, las alas, el vuelo de lo alucinante (alucinógeno), esa máquina de múltiples vuelos que es el delirio —variante romántica de la imaginación— le permite ascender hacia la misma cima…»[4]. La poesía es aquí producto de ese instante de enajenación del sujeto que en su delirio visualiza aquello que le está vedado a quienes permanecen estancados en la norma.

Pero el hombre de acción difiere de aquel que solo contempla y esa diferencia se expresa en el momento del delirio y de la escritura. Cuando Shelley escribe «Mont Blanc» lo hace bajo la impresión profunda y la excitación poderosa que le ha provocado la contemplación de la Naturaleza. El poeta, al mirar el paisaje de la Naturaleza y escuchar la voz de la montaña, encuentra en ellas una verdad que pretende compartir con el ser humano. Desde la contemplación la voz poética de Shelley se enfrenta al horror que provoca la soledad de la montaña y su escritura es el ámbito para verter en ella la experiencia estética que deriva de la percepción que la mente humana recibe en su relación con la Naturaleza indómita: «¡Cuánto horror amontona tu soledad desnuda! / ¡Oh piedra atormentada y espectral cataclismo! / ¡Como en un planeta en ruinas cubre la nieva muda / la sombra desolada del cielo y del abismo!»[5].

Para Bolívar, en cambio, «la violencia de un espíritu desconocido» lo lleva a la superación de los caminos andados por sus predecesores y, por tanto, puede decir: «pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El volcán deja de ser un pretexto temático para la contemplación y se convierte, por sí mismo, en un elemento natural que el héroe ha vencido para vencerse también a sí mismo: «Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo». El volcán se multiplica simbólicamente para convertirse en testimonio de una nueva victoria del héroe, en esta ocasión sobre la Naturaleza y el tópico de la ascensión del viajante se realiza como una hazaña que lo conduce al delirio que le mostrará nuevas verdades.

 

John Singer Sargent, The Descent from Mont Blanc, óleo, 95,2 x 116,2 cm, 1911

Bolívar abre su poema con una invocación embebida en la tradición clásica: «Yo venía envuelto con el manto de Iris». La veloz Iris, hija de Taumante y Electra, según la Teogonía, de Hesíodo, es la mensajera de los dioses. En la Ilíada, de Homero, Hera envía a Iris para decirle a Aquiles que debe incorporarse a la batalla para rescatar el cadáver de su amigo Patroclo en poder de los troyanos (Canto XVIII, 165 – 202); asimismo, es Iris quien acude, llevando la súplica de Aquiles, a la morada de los vientos para que enciendan «la pira en la que yace Patroclo, a quien todos los aqueos lloran» (Canto XXIII, 198-212). Iris es también la representación mitológica de ese fenómeno óptico que es el arco iris y que se manifiesta como, espectro de luz en el cielo, un arco multicolor de esplendente belleza. Bajo esa invocación que se remonta al mundo griego, el Yo lírico se presenta a sí mismo como si estuviera envuelto en una luminosidad particular; irradiando luz en su mítica travesía desde «el Dios de las aguas» hasta el «atalaya del Universo». El mundo mítico de la vieja Europa representado por «el manto de Iris» se conjuga simbólicamente, en ese tránsito de Bolívar que va desde el trópico hasta las nieves perpetuas, con lo real maravilloso —en el sentido que Alejo Carpentier le dio al término— que emana del Orinoco y de «las encantadas fuentes amazónicas». Allá va, entonces, el héroe llevado por Iris en su manto, dispuesto a coronar una nueva hazaña, sin poder alguno que lo detenga. Estamos ante el espíritu del superhombre romántico capaz de dominar la mítica Amazonía y las nevadas cumbres de los Andes.

La realización de la causa de la independencia es motivación suficiente para que, en el presente desolado que lo circunda en las laderas del Chimborazo, el Yo lírico alcance «los cabellos canosos del gigante de la tierra». No presenciamos el sentimiento trágico del héroe del romanticismo decadente, sino que estamos ante el voluntarismo glorioso del superhombre del romanticismo que proviene del espíritu triunfalista del individuo desde el Renacimiento, cuando el ser humano fue convertido en el centro de la creación. Bolívar es el superhombre que corona la cumbre que otros grandes hombres —La Condamine y Humboldt—no alcanzaron; al mismo tiempo, Bolívar se ha convertido en el amante que se verá consumido por el fuego sagrado de la pasión amorosa en su relación recién iniciada con Manuela Sáenz.

La estructura del delirio místico en el libro del profeta Ezequiel parte de una deslumbrante visión de la divinidad; luego sucede la aparición de una entidad fantasmagórica; y, finalmente, el profeta recibe la misión de difundir el mensaje a la comunidad. El fuego, como elemento representativo de la presencia de lo divino, es un símbolo tanto en el delirio de Ezequiel como en el de Bolívar. Una estructura similar encontraremos en «Mi delirio» pues el Yo lírico, que se siente consumido por «un fuego extraño» mientras «un delirio febril» embarga su mente, admite una posesión divina de su ser: solo que, en este caso, ya no se trata del Dios bíblico sino de una divinidad a quien Bolívar ha consagrado su existencia, como un sacerdote de la patria: «Era el Dios de Colombia que me poseía». La condición divina de la patria liberada que posee el espíritu de ese Yo lírico, concebido como un superhombre capaz de tal singular hazaña, es el Dios que va a poseerlo en su delirio para que vea y escuche la fantasmagórica aparición del Tiempo.

El Tiempo, hijo de la Eternidad y cuyo límite es el Infinito, su hermano; el Tiempo, «más poderoso que la Muerte», se aparece ante el espíritu azorado del héroe para confrontarlo y mostrarle lo diminuto que es el ser humano por más gloria que haya logrado, lo ínfimo y deleznable que termina siendo su mundo en el decurso del Tiempo: «¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir?». Si en el monte Sacro el héroe estuvo lúcido frente a su maestro dando inicio a la elaboración de su discurso libertario, en el Chimborazo, el héroe delira, arrebatado, contemplando la aparición de una poderosa deidad. El Tiempo devuelve al superhombre envanecido por la gloria terrenal alcanzada a su condición transitoria y mortal. El Yo lírico del poema, entonces, se sitúa delirante frente a este «viejo cargado con los despojos de las edades» con el estremecimiento que le ocasiona la presencia sublime del poderoso Tiempo.

El Yo lírico acepta su condición de mortal, en el delirio provocado por la fuerza de una Naturaleza invencible; el Yo Lírico se encuentra, de pronto, ante un poder frente al cual se siente ínfimo, transitorio, mortal: «Sobrecogido por un terror sagrado». Bolívar, el guerrero poeta, sufre de la misma sensación de terror que develará el cubano José María Heredia (1803-1839) en su antológico poema «Niágara» (1824); sensación que proviene de la Naturaleza cuando Heredia contempla la magnificencia de las cataratas: «…Niágara undoso, / tu sublime terror sólo podría / tornarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía» (vv. 5-8). Lo sublime, que estremece y agita el alma del poeta, también provoca que éste retome la escritura: «Templad mi lira, dádmela, que siento / en mi alma estremecida y agitada / arder la inspiración» (vv. 1-3). Esa experiencia de contemplación en «el abismo horrendo» sume al poeta Heredia en la nostalgia, tanto en su condición de patriota desterrado como en la de amante sin amada: «¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado, / sin patria, sin amores, / sólo miro ante mí llanto y dolores!» (vv. 127-129).[6]

Mas, a pesar de encontrarse «sobrecogido por un terror sagrado», Bolívar, dada su condición de héroe guerrero, tiene la entereza para recomponerse y, en el estado de delirio en que se encuentra el Yo lírico, logra confrontar a la fantasmagórica encarnación del Tiempo: «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto?». Al hablar acerca de la revelación poética y la estrecha relación que existe entre religión y poesía, en El arco y la lira, Octavio Paz dice que «el horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo»[7]. Al comienzo, el héroe reconoce su condición transitoria en el mundo y su extravío en la inmensidad de la Naturaleza que está contemplando, pero, de inmediato, y al contrario de lo señalado por Paz, la fuerza espiritual del superhombre interviene para que el Yo lírico se ubique, física y mentalmente, en el lugar que el héroe considera, por sí mismo, que le corresponde: «He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos».

El «fuego extraño y superior» lo lleva a un triunfalismo voluntarista —superando la posibilidad de que «el corazón se espante», como le sucede a la voz poética del pesimista Leopardi en su poema de corte metafísico “El infinito”—, que se expresa en la delirante situación de poder sobre la Naturaleza en la que se ubica el hablante lírico: «Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia». El romanticismo del conde Leopardi, por el contrario, ubica al hablante lírico vencido por la contemplación del horizonte sin límites, en medio de «aquel silencio infinito», hasta que lo eterno lo envuelve: «En esta / inmensidad se anega el pensamiento, / y el naufragar en este mar me es dulce»[8]. Para Bolívar esa derrota ante lo inasible del Tiempo sería símbolo de un estado espiritual más bien enfermizo y decadente por lo que su actitud desafiante lo reafirma como héroe que se engrandece en todo momento; la lectura que hace en el rostro del Tiempo lo prepara para la continuidad de la misión que este último habrá de encomendarle: «y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

 

Emilio Moncayo, El Chimborazo al sur de Riobamba, óleo sobre tela, 65 x 102 cm, 1930.

Leopardi siente su patriotismo inflamado pero la tristeza lo envuelve viendo a su patria vencida, incapaz de alzarse en contra de los invasores y volver la mirada a los tiempos de la Roma imperial. Su lamento en el poema «A Italia» (1818) se debe a que los italianos no luchan por Italia, sino que han estado involucrados en las Guerras Napoleónicas: «Veo, ¡oh patria!, los muros y los arcos, / columnas, simulacros, yermas torres / de nuestros ascendientes, / mas no veo la gloria, / ni el hierro ni el laurel que antes ceñían / a nuestros viejos padres»[9]. El patriotismo romántico de Leopardi es pesimista pues está marcado por las derrotas históricas y su propio espíritu contemplativo. Por el contrario, Bolívar, que ha triunfado como guerrero, siente que todo lo puede: es el superhombre romántico que, a pesar de estar «sobrecogido por un terror sagrado», tiene el temple para hablar con fantasmagóricas apariciones. Esta es la enorme diferencia en la condición espiritual entre este «nuevo género humano» que constituyen los patriotas y amantes del Nuevo Mundo frente al Viejo Mundo, que ya nada tiene que enseñarle a nuestra América.

En «Mi delirio», el héroe recibe una misión por parte del Tiempo, como sucede en el caso de la misión providencial que emana del delirio místico del profeta Ezequiel. En cambio, si Prometeo es el primer romántico que proviene de la Grecia clásica dado que roba el fuego sagrado, como parte de su condición de héroe trágico, para entregárselo a los hombres y procurar la libertad de sus espíritus, el Yo lírico del poema de Bolívar, encarnado por el propio Libertador, es un rebelde que ya ha conseguido la libertad de su patria frente al yugo español y que, en su delirio, imagina que el Tiempo reafirma la misión que él mismo jurara en el monte Sacro.

La rebeldía del héroe romántico encarnado por Bolívar no se da contra unos dioses abstractos. La rebeldía de Bolívar se da contra el poder colonial al que, en el momento de la escritura, ha derrotado casi en su totalidad: «Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral». Bolívar es un romántico que se encuentra fundando una patria y, por tanto, su espíritu voluntarista aún está bañado de optimismo en el futuro de la humanidad entendido como progreso material y moral. Por eso, Bolívar, al igual que en su juramento de Roma, vuelve a imponerse una tarea moral, ahora que ha cumplido parte de aquel destino glorioso que vislumbró frente a su maestro, en esta ocasión, por boca del Tiempo: «no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres». Y nuevamente se asemeja al delirio místico; al final del Apocalipsis, Juan recibe el mensaje de uno de los siete ángeles: «Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He aquí que vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (Ap. 22: 6-7).

En «Mi delirio», luego de recibida la tarea por parte del Tiempo, «la fantasma desapareció». Entonces es cuando todo el esfuerzo sobrehumano que ha desplegado el héroe para mantenerse activo, escuchando la aparición fantasmagórica, superando con valentía el terror sagrado y respondiendo con entereza a la fantasma durante el delirio se vuelve, finalmente, agotamiento y caída en el reposo luego del éxtasis: «Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho». Sin embargo, este desfallecimiento del héroe es momentáneo en la continuidad de la existencia; sucede en un instante que devela la debilidad, propiamente humana, de quien hemos asumido como un superhombre capaz de las mayores hazañas.

Bolívar, agotado, repone sus fuerzas tendido sobre la cumbre del Chimborazo; solo, en medio de la nieve perpetua, el héroe parecería fundirse con la Naturaleza. Mas, la tarea encomendada por el Tiempo debe cumplirse y, nuevamente, la patria llama la atención del héroe recuperándolo de aquel reposo: «En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados». El delirio vivido en la cumbre del volcán ha terminado; le toca ahora a Bolívar llevar «la verdad a los hombres» y, por tanto, entre otras tareas, enseñar el delirio escrito a esos hombres.

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un texto fundacional del romanticismo de nuestra América más allá de la intención literaria que hubiese tenido su autor, que no fue un poeta sino un guerrero. En la escritura de Bolívar, «Mi delirio» complementa las palabras con las que empieza su ventura libertaria en el monte Sacro, frente a su maestro Simón Rodríguez, mirando a Roma y juzgando al mundo antiguo. Si el «Juramento de Roma» llevaba en sí la formación clásica de Bolívar junto con su voluntarismo romántico, «Mi delirio sobre el Chimborazo» encierra toda la pasión y el arrebato románticos de quien ya ha cumplido gran parte de su juramento y se sabe próximo a su destino glorioso. Exánime, yerto sobre la nieve de la cumbre, el héroe escucha el llamado de la patria, el grito de Colombia; en ese instante Bolívar recupera su condición heroica y el Yo lírico sentencia su recuperación esencial y la tarea con la que empieza su nueva misión: «vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio».

 

 

 

Mi delirio sobre el Chimborazo

Simón Bolívar, 13 de octubre de 1822

 

Yo venía envuelto con el manto de Iris desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir a la atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte ha recorrido en mis manos regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad; Belona ha sido humillada por los rastros de Iris ¿y yo no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré; y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido de un fuego extraño y superior. —Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades, ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano.

«Yo soy el padre de los siglos; soy el arcano de la fama y del secreto; mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medidas a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del infinito que es mi hermano».

Sobrecogido de un terror sagrado, «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— ¿no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia; y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

«Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres».

La fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados; vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

 

Nota bene: Existen múltiples transcripciones del texto. He preferido trabajar con esta versión tomada directamente por mí de la Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú, Simón Bolívar, t. XXI, Caracas: Imprenta de G. f. Devisme, 1832, 243-244. He modernizado la ortografía, puesto algunos sustantivos propios en mayúsculas y corregido erratas obvias.

 

La presente entrada es una versión resumida del apartado del mismo nombre publicado en mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 89-110.

 



[1] El Grupo de Investigación en Literatura Colombiana de la Universidad de Santander, en nota al pie de página, ha señalado al respecto: «El texto original de Bolívar fue impreso por primera vez en 1833 [en la portada del libro dice “1832”], en “El Apéndice”, tomo XXI de la Colección de documentos a la vida pública del Libertador, preparado por Francisco Javier Yañes y Cristóbal Mendoza [Sobre la autenticidad del texto Vicente Lecuna señala]: “Recientemente se ha dado a conocer una copia de la época, fechada en Loja el 13 de octubre de 1822 que conservan en Quito los descendientes del coronel Vicente Aguirre”». Serafín Martínez, Ana Cecilia Ojeda y Judith Nieto, Mi delirio sobre el Chimborazo: el texto en la cultura (Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2005), 9.

[2] Sigmund Freud, “El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen”, en Obras completas, t. II, 4ta ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, p. 1.328.

[3] Ibídem, p. 1.307.

[4] Raúl Serrano Sánchez, «Mi delirio sobre el Chimborazo: anuncios y fundación», Kipus. Revista andina de letras, # 26 (2009): 83.

[5] Percy Bysshe Shelley, «Mont Blanc», en Poetas románticos ingleses, traducción de Leopoldo María Panero, (Barcelona: RBA editores, 1999), 135-136.

[6] José María Heredia, «Niágara», en Poesía de la Independencia, compilación, prólogo, notas y cronología de Emilio Carrilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979), 78-82.

[7] Octavio Paz, El arco y la lira, [1956] (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2010), 142.

[8] Giacomo Leopardi, «El infinito», en Cantos, introducción, traducción y notas de Diego Navarro, (Barcelona: RBA Editores, 1999), 41.

[9] Leopardi, «A Italia»…, 3.


lunes, octubre 10, 2022

«El acontecimiento», libro y película: el lenguaje sustantivo del yo y los conflictos de género y clase


El doloroso momento del aborto clandestino, tiempo detenido en el que se entrelazan la muerte y la vida, es el instante de purificación de la protagonista, pero nada sucede sin la violencia a la que el cuerpo es sometido y todo pasa en medio de una soterrada lucha de clases. En el texto, la autora, desde la verdad del recuerdo y la escritura, describe el suceso: «No sabemos qué hacer con el feto. O. va a buscar a su dormitorio una bolsa de galleta vacía y lo meto dentro. Voy hasta el cuarto de baño con la bolsa. Pesa como si llevara una piedra adentro. Vuelco la bolsa encima del retrete. Tiro de la cadena»[1]. En la película, Anne (Anamaria Vartolomeu), la protagonista, desde la verdad del presente de la protagonista, le suplica a su amiga que vaya a buscar unas tijeras a la habitación para cortar el cordón umbilical mientras el feto cuelga sumergido en el agua del inodoro. Tanto el relato El acontecimiento (2000), de Annie Ernaux, como su homónima versión cinematográfica (2021), dirigida por Audrey Diwan, manejan un lenguaje sustantivo, en su respectivo arte, desde la complejidad del yo autobiográfico y evidencian, a través de la soledad de la protagonista, las marcas de género y clase a las que esta debe enfrentarse.

La narradora del relato es la propia autora. Annie Ernoux cuenta que, en octubre de 1963, descubrió que estaba embarazada y que no quería tener ese ser no deseado, pues la maternidad hubiese truncado sus estudios de literatura y la posibilidad de romper el círculo de pobreza en el que había nacido. Desde ese momento se enfrentará a la Ley y a los prejuicios sociales pues en esa época el aborto, en Francia, era ilegal y no le importará el peligro para su vida que implica el aborto clandestino. La película, desde una cámara subjetiva —ya que la directora no es el personaje— que todo el tiempo sigue a la protagonista en sus desplazamientos, consigue narrar la misma angustia y el mismo coraje del yo autobiográfico de Ernaux. Así como la escritura de Ernaux es directa y sustantiva, desgarradoramente desnuda, la película, mediante primeros planos y planos cerrados, usando un encuadre académico —como el de Casablanca (1942)—, logra despojarse de la preocupación de la escenografía para concentrarse en la angustia de la protagonista. El drama del pequeño pero definitivo universo personal de Anne atraviesa el relato y la película; esta mezcla de lo íntimo en su valor político se resume en la reflexión de Ernaux: «Millares de chicas han subido alguna vez una escalera parecida a aquella y han llamado a una puerta detrás de la cual había una mujer de la que no sabían nada y a quien iban a confiar su sexo y su vientre»[2].

           

El acontecimiento es un relato frontal y duro, descarnado, y la película está narrada en el tono de un doloroso hiperrealismo. La protagonista es, esencialmente, una mujer en soledad que debe enfrentar lo que sucede en su propio cuerpo y la incidencia que en este evento tienen una sociedad clasista y patriarcal que utiliza al Estado y la Ley para perpetuar su dominio sobre el cuerpo de las mujeres. La reflexión de Ernaux en su texto autobiográfico se centra en la urgencia de convertir la escritura de su experiencia personal en un arma política feminista, atravesada por una perspectiva que siempre recuerda su origen de clase proletaria: «(Es posible que un relato como este provoque irritación o repulsión, o que sea tachado de mal gusto. El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior. Y si no cuento esta experiencia hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina del mundo)»[3]. La película, a través de las escenas de acoso que sufre Anne en la residencia universitaria por parte de sus compañeras de clase alta y el rechazo que los estudiantes, sus compañeros, hacen del chico bombero, también marca esta confrontación de clase. Asimismo, el orgullo de la madre y el padre por los estudios universitarios de la hija remarca la idea de que el espacio educativo es una posibilidad de ascenso social. Cuando Anne está de visita en el colmado de la familia, una amiga le dice: «Mira tus manos: son muy blancas. No sirven para trabajar. ¿Ves? —le muestra su mano derecha que tiene un cigarrillo entre los dedos—: las mías se tiñeron en la fábrica. Así es la vida. No las reconozco más».

           

El texto de El acontecimiento desarrolla la dimensión política del aborto y la película contribuye a ello en este tiempo de regresión de derechos ante el avance del conservadurismo que, como en la distopía de Margaret Atwood, ha vuelto con fuerza para controlar el cuerpo de las mujeres y, en general, sobreexplotar el trabajo asalariado de los seres humanos. El feminismo que no cuestiona al capitalismo corre el riesgo de convertirse en tan solo una disputa del poder patriarcal, en términos políticos y económicos, por parte de mujeres privilegiadas por su origen burgués o pequeño burgués. Ernaux apoyó en las elecciones pasadas al candidato de izquierda Jean-Luc Mélechon, fundador del movimiento Francia Insumisa y acaba de firmar un manifiesto a favor de la marcha contra la vida cara en su país: «Ante el mercado extremo que corrompe todo, ante la extrema derecha que aprovecha la desolación para avanzar sus peones racistas, sexistas y liberticidas, llamamos a unir nuestras fuerzas en la calle y a marchar juntos»[4]. Tal vez por eso, Ernaux plantea su dilema como un elemento de la lucha de clases: «Yo era la primera persona de mi familia que estudiaba una carrera. Todos los demás había sido obreros o pequeños comerciantes […] y lo que estaba creciendo dentro de mí era, en cierto sentido, el fracaso social»[5]. En la película, cuando Anne le pide las clases atrasadas al profesor luego de su primera visita a la abortera, él le pregunta si ha estado enferma: «La enfermedad que solo afecta a las mujeres y las convierte en amas de casa», le responde. Las marcas de género y clase quedan expuestas en esta conversación que concluye con una reivindicación personal por parte de Anne: «—¿Todavía quiere enseñar? —No, no es lo que más me importa, señor. —¿Y qué es? —Quiero escribir».

La francesa Annie Ernaux (Lillebone, 1940) acaba de ganar el Premio Nobel de Literatura, según la Academia, «por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos, y las trabas colectivas de la memoria personal. En su escritura, Ernaux, consistentemente y desde diferentes ángulos, examina una vida marcada por fuertes disparidades relacionadas con el género, el lenguaje y la clase»[6]. La escritura autobiográfica para Annie Ernaux es una forma de ser etnóloga de sí misma, según lo dejó asentado en La vergüenza (1997): «No deseo escribir ningún relato, pues eso significaría crear una realidad en lugar de buscarla»[7]. Su novela El acontecimiento y la versión cinematográfica —que ganó el León de Oro del Festival de Venecia de este año— son un alegato político y estético en favor de la libertad de la mujer sobre su cuerpo, su vida y lucha contra los prejuicios de una sociedad moralmente hipócrita y socialmente clasista.



[1] Annie Ernaux, El acontecimiento, traducción de Mercedes y Bertha Corral Corral (Barcelona: Tusquets Editores, 2019), pos. 643, edición Kindle.

[2] Ernaux, El acontecimiento…, pos. 477.

[3] Ernaux, El acontecimiento…, pos. 340. Énfasis añadido.

[4] «Ernaux encabeza manifiesto en favor de manifestación contra la vida cara», Swissinfo.ch, 09 de octubre de 2022, acceso 09 de octubre de 2022, https://www.ssinfo.ch/spa/francia-protesta_arnaux-encabeza-manifiesto-a-favor-de-manifestación-contra-la-vida-cara/47965352

El manifiesto —según la noticia— acusa a Emmanuel Macron, de aprovechar «la inflación para aumentar la brecha de riqueza, para dopar los beneficios del capital por encima del resto» y «evitar la fiscalidad suplementaria de esos beneficios». También afirma el manifiesto: «Los neoliberales nos martillean desde hace 40 años con que no hay alternativa. No dejemos a los herederos de Thatcher destruir la esperanza y liquidar nuestros derechos sociales». Finalmente, agrega: «Otro mundo es posible. Basado en la satisfacción de las necesidades humanas, dentro de los límites de nuestros ecosistemas».

[5] Ernaux, El acontecimiento…, pos. 157.

[6] «The Nobel Prize in Literature 2022», The Nobel Prize, acceso 08 de octubre de 2022, https://www.nobelprize.org/prizes/literature/

[7] Annie Ernaux, La vergüenza, traducción de Mercedes y Berta Corral Corral (Barcelona: Tusquet Editores, 2020), pos. 218, edición Kindle.


lunes, octubre 03, 2022

«Blonde»: una obra de arte conmovedora y exasperante

Ana de Armas derrotó los prejuicios que pesaban sobre ella y nos ha dado una Norma Jeane que lucha por ser ella misma más allá del personaje de Marilyn en Blonde, dirigida por Andrew Dominik, versión fiel de la novela homónima de Joyce Carol Oates.

«Pienso que fue/es un brillante trabajo de arte cinematográfico, no para todos, obviamente. Es sorprendente que, en una era post #MeToo, la exposición descarnada de la depredación sexual de Hollywood haya sido interpretada como “explotación”»[1], tuiteó Joyce Carol Oates en defensa de la versión cinematográfica de su novela. En el otro extremo, la crítica de cine Manohla Dargis destrozó la película en The New York Times: «Dadas todas las indignidades y horrores que Marilyn Monroe sufrió durante sus 36 años […] es un alivio que no haya tenido que pasar por todas las vulgaridades de Blonde, el último entretenimiento necrofílico para explotarla»[2]. Blonde, dirigida por Andrew Dominik, es una biografía ficcionada sobre Marilyn Monroe, basada en la novela homónima de Joyce Carol Oates, que conmueve al tiempo que exaspera debido a un guion que no da tregua e infantiliza al personaje, a la estética experimental y sus excesos, y la deslumbrante actuación de Ana de Armas sobre un personaje siempre sufrido.

En una nota al comienzo de la novela, Joyce Carol Oates aclara: «Blonde es una vida radicalmente destilada en forma de ficción y, a pesar de su longitud, el principio de apropiación es la sinécdoque»[3], e inmediatamente explica los pasajes que ha escogido de la vida de Norma Jeane para escribir la novela y recomienda que quienes deseen conocer datos biográficos de Marilyn Monroe los busquen en libros biográficos y no en Blonde. La película de Dominik —que ha agradado sin peros a la autora de la novela—, sigue la misma línea de sentido que desarrolla el libro sobre lo que fue y significa Marilyn: el abuso de los productores de cine, de los Kennedy, sus amantes, sus abortos y sus adicciones son explicados por causa del maltrato infantil que vivió por mano de una madre desequilibrada y la búsqueda de un padre ausente. En la novela, Gladys, la madre de Norma Jeane, al pasearla por Los Ángeles y enseñarle la casa de Rodolfo Valentino profetiza, como si fuera un oráculo: «No tenía talento como actor. Y tampoco tenía talento para la vida, pero era fotogénico y murió en el momento oportuno. Recuerda, Norma Jeane, hay que morir en el momento oportuno»[4]. La película, que se inicia con la misma violencia materna con la que comienza el libro, no dará tregua al espectador; aquella expone un cúmulo de sufrimientos que dibujan la imagen de una mártir con complejo de Electra que proyecta en cada hombre con el que se relaciona al padre ausente. En la película y en la novela, Gladys, luego de querer ahogarla en la bañera, la sentencia: «Tú. Tú tienes la culpa de que se marchara. No te quería»[5]. Y la niña Norma Jeane tiene que huir a pedir ayuda a los vecinos. En este marco, ni en la novela ni en el libro se critica la estructura patriarcal de la sociedad en la que Marilyn estuvo atrapada.

La película tiene una estética experimental que aprovecha los planos de visualidad onírica, incorpora recreaciones en blanco y negro, y trabaja la perspectiva interiorista del personaje. Lo onírico acompaña al personaje en sus recuerdos, en su búsqueda del padre y en su agonía. Las recreaciones en blanco y negro, sobre todo en el último tercio de la película, dibujan a una Norma Jeane, envuelta en un estado de inconciencia que sabe que Marilyn Monroe es un personaje al que tiene que representar en todo momento para complacencia de los hombres. Y la perspectiva interiorista va de la mano de los pensamientos que en la novela la autora intercala en la narración con letra cursiva. Tal vez, el exceso de esta experimentación se da en el feto parlante que le reclama a Marilyn sus abortos o en la penetración de la cámara en su vagina. ¡Horrible! No obstante, ese remordimiento sobre el hijo no nacido, en la novela se presenta en forma de las recriminaciones que se hace el personaje a sí misma durante el aborto:

 

Entró y vio la cómoda y el cajón que debía abrir. Tiró, tiró y tiró de ese cajón. ¿Estaba atascado? ¿O ella no era lo bastante fuerte para abrirlo? Por fin lo abrió y apareció el bebé, agitando sus manos y sus pies diminutos, respirando con dificultad. Babeaba y trataba de recuperar el aliento para llorar. Precisamente cuando el frío espéculo penetraba en su cuerpo, entre sus piernas abiertas. Precisamente cuando la vaciaban como un pescado. Sus entrañas se deslizaban por los bordes de la cucharilla. Gritó la cabeza de un lado a otro, gritando, hasta que los tendones del cuello se agarrotaron.

El niño chilló una vez.[6]

 

Y, más adelante, en un poema escrito en su diario secreto: «Para mi hijo / Contigo, el mundo vuelve a nacer. / Antes de ti… nada existía»[7]. También se ha criticado como un exceso la desmitificación de John F. Kennedy por la escena de sexo oral. Sin embargo, esta escena es clave en la novela pues tiene que ver con el desenlace y la teoría del asesinato por parte de los organismos de seguridad del Estado: «El Presidente la cogió por el pelo. Tiró de ella para besarla con brusquedad mientras sujeta con destreza el teléfono entre el cuello y el hombro […] Con suavidad, pero también con la firmeza de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, el Presidente cogió a la Actriz Rubia por la nuca y le puso la cabeza en la entrepierna. No lo haré. No soy una prostituta, soy…»[8]

            Finalmente, Ana de Armas derrotó los prejuicios que pesaban sobre ella y nos ha dado una Norma Jeane que lucha por ser ella misma más allá del personaje de Marilyn. Su actitud de mujer sufrida, su sensualidad y su poderío erótico —tal vez con un exceso de desnudos que se pudo evitar—, su búsqueda de aprobación y permanente estado de complacencia, su amor a la madre maltratadora y al padre ausente: todo se siente verdadero en la voz, en los gestos, en la corporalidad de la actriz. A pesar de que su personaje está presentado como una mártir y desvalida mujer, lo que impide que la Norma Jeane/Marilyn de la película evolucione como personaje y muestra sus fortalezas, Ana de Armas logra una representación que deja sin aliento. Ella encarna la crueldad que le tocó sufrir durante su vida a manos de un sistema patriarcal hasta el momento de su muerte por razones de Estado, según proponen la película y la novela. Esta caracterización de Marilyn, que viene del texto de Oates, ya fue criticada con acritud por Michiko Kakutani, en The New York Times, cuando, de manera poco favorable, reseñó la novela:

 

Desde su muerte a los 36 años, en 1962, la explotación ha continuado. Ha sido mercantilizada por sórdidos mercaderes y deconstruida por los académicos. Su vida ha sido manoseada por teóricos de la conspiración y traficantes de escándalos; su imagen, apropiada por Madonna y diseccionada por todos, desde Norman Mailer hasta Gloria Steinem. Ahora llega Joyce Carol Oates para convertir la vida de Marilyn en un libro que equivale a una miniserie de televisión de mal gusto.[9]

 

La película de Dominik es, en la medida en que una película puede serlo respecto de una novela, fiel al libro de Oates. Muchas de las críticas sobre el enfoque de la historia y del personaje que se le han hecho a la película giran alrededor de elementos textuales de la novela. Y es que, tal vez, lo que se lee en la novela cobra otra dimensión cuando se lo ve representado en el cine. La imagen de Marilyn, agónica sobre su cama, en medio de una nubosidad onírica, es la de ese padre que siempre estuvo buscando y lo último que escucha es la voz de su madre: «—¿Ves, Norma Jeane? Ese hombre es tu padre»[10]. Así, se cierra la tragedia de Norma Jeane al haber vivido con al trauma infantil de una madre abusadora y en la búsqueda permanente del padre ausente. Este final, con las mismas palabras, es el de la novela. Blonde, la película de Andrew Dominik, puede atraparnos, emocionarnos y, al mismo tiempo, irritarnos, pero todo esto quizás tenga que ver con la misma vida de Marilyn y la interpretación que de esa vida hizo Joyce Carol Oates en su novela. En todo caso, Blonde es una obra de arte cinematográfico que dará qué hablar a una audiencia que la amará o la odiará por motivos similares.



[1] Joyce Carol Oates, (@JoyceCarolOates), «I think it was/is a brilliant work of cinematic art obviously not for everyone. Surprising that in a post #MeToo era the stark exposure of sexual predation in Hollywood has been interpreted as "exploitation"», Twitter, 30 de septiembre de 2022, https://twitter.com/JoyceCarolOates/status/1575953895163015168?s=20&t=JvjMdq3LN9QEjDhdvQ2_3Q

[2] «Given all the indignities and horrors that Marilyn Monroe endured during her 36 years —her family tragedies, paternal absence, maternal abuse, time in an orphanage, time in foster homes, spells of poverty, unworthy film roles, insults about her intelligence, struggles with mental illness, problems with substance abuse, sexual assault, the slavering attention of insatiable fans— it is a relief that she didn’t have to suffer through the vulgarities of “Blonde,” the latest necrophiliac entertainment to exploit her», en Manola Dargis, «‘Blonde’ Review: Exploiting Marilyn Monroe for Old Times’ Sake», The New York Times, 29 de septiembre de 2022, acceso 2 de octubre de 2022, https://www.nytimes.com/2022/09/28/movies/blonde-review-marilyn-monroe.html 

[3] Joyce Carol Oates, Blonde, traducción de María Eugenia Ciocchini (España: Alfaguara, 2012), pos. 30, edición Kindle.

[4] Oates, Blonde…, pos. 1153.

[5] Oates, Blonde…, pos. 1306.

[6] Oates, Blonde…, pos. 8387.

[7] Oates, Blonde…, pos. 15173.

[8] Oates, Blonde…, pos. 14604.

[9] «Since her death at 36 in 1962, the exploitation has continued. She has been commodified by sleaze merchants and deconstructed by academics. Her life has been pawed over by conspiracy theorists and sifted by scandal mongers; her image, appropriated by Madonna and dissected by everyone from Norman Mailer to Gloria Steinem. Now comes along Joyce Carol Oates to turn Marilyn's life into the book equivalent of a tacky television mini-series», en Michiko Kakutani, «Books of the Times; Darkening the Nightmare of America’s Dream Girl», The New York Times, 31 de marzo de 2000, acceso 2 de octubre de 2022, https://www.nytimes.com/2000/03/31/books/books-of-the-times-darkening-the-nightmare-of-america-s-dream-girl.html

[10] Oates, Blonde…, pos. 15245.


lunes, septiembre 26, 2022

José Saramago, persona de sus personajes

De mi archivo: con motivo de conmemorarse el centenario del natalicio de José Saramago (1922-2010), les ofrezco estas entrevistas con él y Pilar del Río que fueron publicadas en la revista Mundo Diners # 264 (mayo 2004).

 


José Saramago, mi esposa Alina, mi hijo Sebastián, Pilar del Río y yo después de cenar, en Quito, el 19 de febrero de 2004.

 

            Saramago es el nombre de una hierba de cuyas hojas se alimentaban los pobres de Azinhaga, el pequeño poblado portugués donde nació. Él lo ha contado varias veces. José de Sousa se hubiera llamado si es que al funcionario del registro civil no se le ocurre añadir, por iniciativa propia, el apodo con el que la familia paterna era conocida en el pueblo. Ya lo dijo antes. Él, José de Sousa Saramago, nació el 16 de noviembre de 1922, pero sus documentos dicen que nació el día 18: es que su padre no lo inscribió en el tiempo señalado por la ley y para evitarse el pago de la multa cambió la fecha. También ha dicho que, criado en medio de una familia de campesinos sin tierra, tuvo una infancia melancólica, que fue un niño serio.

            De lo que no ha hablado, por su sencillez, es de la luminosidad ética que su figura emana. Él, que estudió cerrajería mecánica, que no tuvo un libro propio hasta los dieciocho años y que leía cuanto creyó necesario en bibliotecas públicas, es ahora conocido como José Saramago, escritor que, como la hierba de su pueblo, alimenta el espíritu de los que todavía creemos en el valor de la palabra.

            Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998, estuvo en nuestro país entre el 16 y el 21 de febrero. Durante su estadía recibió en la Capilla del Hombre, la condecoración Guayasamín – Unesco: “Tomo la medalla no por lo que haya hecho, sino por lo que tenga que hacer”, expresó en sus palabras de agradecimiento.

            Varias instituciones lo homenajearon. Ante la avalancha de medallas, le pregunté que qué significaban para él, que es un escritor crítico, las condecoraciones. “No significan nada... sencillamente sería de mala educación rechazarlas”. Y lo dijo sin ninguna pose, lo hizo con la misma afabilidad con la que firmó  el ejemplar de El Evangelio según Jesucristo, de una muchacha que lo abordó durante un paseo por el Centro Histórico de Quito.

            Lo dijo con la misma naturalidad con la que aceptó firmar los libros de cientos de lectores en algunas librerías. “Cómo puedo negarme a firmar un libro si esa persona se ha tomado la molestia de ir a una librería, de comprarlo, de leerlo... por respeto a esa persona no considero que sea una molestia el acto de firmar un libro a un lector”, me comentó el jueves 19, en la mañana, mientras recorría junto a la periodista  Pilar del Río, su esposa y traductora, el Museo de la Fundación Guayasamín. A las nueve de la noche de ese día, en una sala de reuniones del hotel donde se alojaba, José Saramago, la persona, se convirtió en el personaje de esta entrevista.

 

            Existe una imagen de Ricardo Reis, en El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) en que sonríe a Lidia mientras él hace un gesto de despedida: “...hay momentos perfectos en la vida dice el narrador, éste fue uno, como hay una página que estaba escrita y que aparece blanca otra vez”. ¿Qué de usted, la persona, está en ese instante?

 

            Me parece que eso es algo que ocurre mucho en mis novelas, que son instantes, momentos. Yo creo que se podría definir como un momento en que el autor se asume en la plenitud de su propia conciencia, en la conciencia que tiene de su trabajo, y en ese momento el autor para hablar de los casos concretos, de Ricardo Reis y Lidia, el autor es Ricardo Reís, es Lidia y la mirada que se cruza entre ellos. Eso lo estoy viviendo yo, eso lo vivo yo.

 

            Usted comienza su discurso del Nobel con la frase: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida, no podía ni leer ni escribir”. ¿Cómo explica ese tipo de homenaje un hombre, como usted, que ha hecho de la lectura y la escritura su forma de vida?

 

            Mira, si queremos ser intelectualmente honestos, yo no lo estoy diciendo de una forma retórica. Ese hombre era mi abuelo materno, Jerónimo Mairinho. Yo, a los doce años, lo miraba como el hombre más sabio del mundo. No diré que no, pero tampoco puedo afirmar rotundamente que yo tuviera esa idea un poco literaria, un poco idealizada, que ese hombre que era mi abuelo y que me quería y que yo quería al igual que a mi abuela, fuera para mí muy importante. La verdad es que yo busco para los que no son personajes de ficción un lugar; los coloco en una especie de galería de figuras en que ellos son presencias humanas. Entonces cuando yo he dicho eso, es verdad, sobretodo es verdad desde el punto en que me encuentro ahora y sobre todo si lo miramos desde el marco de esa relación que yo he creado entre las figuras reales y las figuras de ficción. Y solo eso me ha permitido arrancar el discurso en la Academia sueca dónde hablé de los personajes de ficción que han hecho de mí lo que yo soy; personajes de los que yo he aprendido.

 

            Usted ha dicho sobre sus personajes que “sin ellos no sería la persona que soy hoy día.” ¿Cuánto pone usted de sí mismo en sus personajes y cuanto de ellos recae sobre su propio espíritu una vez que el personaje literario ya vive con su vida propia en sus novelas?

 

            Yo creo que no pongo nada mío en mis personajes. Es decir, en todo lo que yo he escrito hasta ahora no hay ningún elemento de carácter autobiográfico, ni siquiera transpuesto. Definitivamente no lo hay. Ahora, existe una presencia continua en todas mis novelas, incluso desde Manual de pintura y caligrafía (1977), de lo que llamaríamos un narrador muy particular, que escapa a las caracterizaciones académicas del narrador. En el fondo representa con más intensidad o menos intensidad, con más vehemencia o menos vehemencia, la opinión o el resultado del análisis que el autor está haciendo sobre lo que escribe y sobre la forma que se están comportando los personajes. Ahí es donde se puede decir, que es como si yo interrumpiera el discurso narrativo y empezara un discurso ensayístico. El objeto de análisis es la situación, el conflicto que se está narrando y lo que están haciendo y diciendo los personajes. Lo que pasa es que, cuando yo digo que he aprendido con ellos, creo que sí en el sentido en que yo no quisiera, como persona, ser menos que ellos. Es decir, mi forma de aprender supongo que en el fondo hay una forma de aprendizaje, es el convencimiento de que yo no puedo quedarme atrás de mis personajes gente común, que no tiene nada de particular, que carece de poder, y en ese sentido es como si, paulatinamente, novela tras novela, yo fuera aprendiendo con ellos.

 

            En El año de la muerte de Ricardo Reis usted hace personaje a un personaje para ser exactos: heterónimode Fernando Pessoa. ¿Que aprendió del personaje de una Persona ...si es válido el juego de palabras?

 

            En ese caso quizá no tenga que ver con un aprendizaje en el mismo sentido que estábamos hablando antes. A los 18 años yo, que había leído a Fernando Pessoa, no había leído a Fernando Pessoa sino a Ricardo Reis. La poética de Ricardo Reís me fascinó instantáneamente. Creí, durante algunos meses, que Ricardo Reis efectivamente existía, porque en una revista que yo estaba leyendo, llamada Athena, dirigida por Fernando Pessoa, me encontré con algunas odas firmadas por Ricardo Reis. Yo no sabía nada de esa historia de los heterónimos; simplemente creí que había un señor llamado así. Más tarde alguien me avisó que se trataba de un heterónimo. Entonces yo entré más en la lectura de Fernando Pessoa: Ricardo Reis, Alvaro del Campo, Alberto Caeiro... todos los heterónimos, y me encontré con una postura de Ricardo Reís que me irritaba a pesar de que, como poeta, me fascinaba al mismo tiempo. El primer verso de un poema de Reis dice: “Sabio es el que se contenta / con el espectáculo del mundo”. Durante muchísimos años a lo largo de mi vida desde entonces he vivido, en mi relación con Reís, entre la fascinación y el rechazo. Es decir, tú me fascinas, de acuerdo, pero yo no puedo permitir y aceptar lo que tú estás diciendo: que la sabiduría consiste en contentarse cada uno con el espectáculo del mundo. Entonces yo, como Fernando Pessoa se muere el 30 noviembre del 35, hago volver a ese Ricardo Reis, que había emigrado a Río de Janeiro, a Portugal y eso es lo que está en la novela. ¿Y por qué? A ese hombre que decía que la sabiduría consiste en contentarse con el espectáculo del mundo, me propuse enseñarle ese espectáculo del mundo. Y mira, es una época tremenda, es una época en que de alguna forma se presenta el huevo de la serpiente. Es la creación de las milicias fascistas en Portugal en el 36; es la guerra civil de España que empieza el 36; es la primera ocupación de Renania por las tropas nazis; es la guerra de Italia contra Etiopía. Lo que se propone la novela es decirle a Ricardo Reis: Usted ha dicho que la sabiduría consiste en contentarse cada uno con el espectáculo del mundo, pues entonces aquí tiene el espectáculo del mundo, y ahora dígalo de nuevo, por favor, diga si contentarse con eso es ser sabio.

 

            ¿Y el humor, cuál es su función en su literatura?

 

            Yo no sé si se podría llamar exactamente humor, si no sería más bien ironía. Aunque ciertas veces es puro humor, pero es sobre todo... quizá eso tenga una explicación antigua. Cuando yo era muy joven, mi padre, policía de la calle, era amigo de los porteros de los teatros de Lisboa, y como a mí me gustaba mucho la música y la ópera, yo me ponía por ahí, cerca de los porteros, y cuando el espectáculo estaba punto del comenzar el portero me decía “entra” y yo entraba. Yo subía hasta el “gallinero” a dónde íbamos los que no teníamos billete. Recuerdo, que el teatro tenía, cerrando el arco del palco, una corona enorme dorada, pero incompleta en la parte de atrás. La gente de las butacas y los palcos creía ver la una corona completa, pero los que estábamos en el “gallinero” veíamos una corona incompleta, hueca y sucia y con telarañas y con polvo. Digamos, esa doble contradictoria mirada es la que aparece como ironía en mis novelas. Hay siempre un otro lado y mientras no hayamos dado la vuelta completa a las cosas no sabremos cómo las cosas son. La ironía, probablemente, tiene esa función. Creo que el humor es mirar las cosas por el otro lado.

 

            ¿Cómo explica que El Evangelio según Jesucristo que es un libro, teológicamente heterodoxo, les hable a muchos lectores como si les permitiera renovar su fe?

 

            Hay de todo. Sé que un religioso brasileño muy conocido, Frei Betto, ha dicho a otro religioso, muy conocido también, llamado Leonardo Boff, que cuando terminó de leer El Evangelio según Jesucristo se arrodilló para orar. Y yo de eso no tengo la culpa. A veces me decía, si Dios quiso que yo escribiera ese libro pues se va a arrepentir. Lo que me llevó a escribir esa novela fue ese suceso insoportable que es la matanza de los inocentes. En la novela, la frase final de Jesús, ya en la cruz, cuando dice, refiriéndose a Dios: “Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo”, es la parte heterodoxa, herética incluso, de la novela que el Vaticano no ha perdonado nunca. ¿Por qué es que un Dios se permite aceptar como una cosa obvia, para salvar a Jesús de la ferocidad de Herodes, el sacrificio, según las estadísticas del tiempo, de 23 ó 24 mil niños varones con menos de dos años de edad? ¿Era necesario? Y si fue necesario para fundar una religión, entonces esa religión está equivocada porque no puede fundarse a partir de un hecho de crueldad tan absurda.

 

            Lo me que dice me recuerda que en sus textos literarios y en sus intervenciones públicas, la función ética es muy fuerte, ¿le asigna usted alguna función ética a la literatura?

 

            A la literatura no le atribuyo ninguna función ética. Ninguna. Lo que pasa es que yo no separo, en mí, el escritor del ciudadano. Suena un poco retórico pero, bueno, es así. Cuando tengo que hablar como escritor yo no puedo callar la otra voz que, en el fondo es la misma voz, que es la voz del ciudadano. Si tengo que presentar un libro que acabo de publicar lo más seguro es que yo hable 10 minutos de literatura y 50 minutos del mundo.

 

            Su crítica al poder, sin embargo, parece cerrar los caminos para la realización de la democracia de los derechos humanos.

 

            Mira, Raúl, yo no cierro caminos, lo que sucede es que los caminos están cerrados. Ese es el problema. Es que nosotros no podemos seguir hablando de democracia como si eso fuera una realidad de todos los días cuando desde la praxis social amplia sabemos que no lo es. No lo es en el sentido más obvio. ¿Cómo podemos seguir hablando de democracia si no hacemos nada más que ir en días determinados a poner un papel en una urna para poner un parlamento y un gobierno que hará lo que quiera y que además no puede hacer mucho porque encima está otro poder, porque hay otro poder que no es democrático: yo no he elegido los cinco miembros que administran el gobierno de Fondo Monetario Internacional ...y eso sí que es el poder. Así, los caminos están, efectivamente, cerrados.

 

            Pasemos a algunas preguntas sobre el oficio de escritor. ¿Cómo escribió usted antes del Nobel y como escribe después de él?

 

            No hay ninguna diferencia. Es decir, el Nobel no me ha inhibido. Cuando yo escribo ahora no estoy pensando que yo tengo por detrás del Premio Nobel. Mi relación con la escritura es idéntica, en el sentido de que si hay un riesgo, yo lo asumo. No. El Nobel ocurrió, y yo he seguido sencillamente con mi trabajo. Y desde entonces he publicado, La caverna, El hombre duplicado y ahora publicaré el Ensayo sobre la lucidez. Y en el caso del Ensayo sobre la lucidez, se trata de un auténtico riesgo. No hablaré de la novela pero pronto ahí estará y si El Evangelio escandalizó a muchos, esta novela, donde Dios no entra, escandalizará a muchos más. Pero lo que quiero decirte es que, frente a los hábitos de trabajo, a la relación con la escritura, al proceso de surgimiento de ideas, no ha cambiado nada.

 

            Hay escritores que tienen manías, formas de vencer el miedo a escribir o de iniciar una jornada de trabajo, ¿tiene usted alguna?

 

            Nada, nada... ninguna... y quizá eso tenga que ver con esta idea que yo tengo y mantengo: que escribir es un trabajo. Normalmente escribo entre las cinco de la tarde y las nueve de la noche y no escribo más que tres folios. Podría estar inspiradísimo y decir que puedo escribir diez folios, pero, no señor, es como si yo tuviera que andar tres kilómetros por día y al terminar los tres kilómetros, pues ahí paro y al día siguiente vuelvo a andar.

 

            ¿Suele hablar sobre su trabajo literario durante el proceso de escritura?

 

            La única persona que tiene conocimiento de lo que yo estoy haciendo y con quien de vez en cuando intercambiamos ideas, opiniones, es con Pilar. Con el resto no hablo. Puedo decirle a un amigo algo, pero en términos tan generales que ellos no pueden saber de qué se trata.

 

            Finalmente, usted habla un hermoso e inusual nosotros en el mundo intelectual en el que incluye siempre a Pilar del Río, su esposa y traductora. ¿Cómo definir el amor que hay entre ustedes dos?

 

            Yo creo que el amor no se puede definir. Y por otra parte si intentáramos definirlo sabemos que sólo podemos definirlo con palabras y, probablemente, esas palabras que más recurrentemente usamos para definir el amor son palabras que están cansadas, desgastadas y que acaban por no decir mucho, o por decir muy poco. Sólo te puedo decir: Yo quiero a Pilar... así, sencillamente. Y se acabó. Definir, no se puede... no se puede.

 

 

Entrevista con Pilar del Río, la compañera, la traductora

 

 

            ¿Cómo conjuga usted esa condición de ser traductora de la obra de su compañero, aparte de periodista a tiempo completo?

 

            Es, relativamente fácil. José escribe y cuando llega la noche él me baja de su estudio las páginas que ha escrito. Yo las leo, las releo, las dejo dormir y a la mañana siguiente las vuelvo leer y las traduzco. Es algo casi natural... es que vivir juntos comporta también el hecho de traducir.

 

            Saramago pone en boca de Magdalena, en El Evangelio: “las mujeres tenemos otro modo de pensar, quizá porque nuestro cuerpo es diferente”. En qué ve su diferencia con él.

 

            Saramago no es precisamente el ejemplo más claro, porque José es un hombre del que casi todas las mujeres decimos que está de nuestro lado, es un hombre que tiene valores femeninos. Pero con la mayor parte de los hombres, con la masculinidad, sí que tenemos muchas diferencias. José es un hombre, como el resto de los hombres. Padece de alguna de las esclavitudes que todos los hombres padecen. Pero José tiene el privilegio de haberse dado cuenta de ello.

 

            ¿Cree en la utopía?

 

            No, a mí no me interesa, ni la utopía, ni dios, ni la historia, ni la inmortalidad, ni el futuro. No tengo capacidad abstracción para ninguna de estas entelequias. Tengo sí, la urgencia de hacer de mi vida algo útil, que repercuta en la gente. Hay una sola consigna que acepto en estos momentos: otro mundo es posible. Lo dice la gente del foro de Porto Alegre. Son la gente de Le Monde que defienden la aplicación de la “tasa Tobin” en las transacciones internacionales. Bueno, esto, la “tasa Tobin”, no es una utopía. Los expertos dicen que en tres o cuatro años se podría acabar con el hambre del mundo si se aplicara la tasa Tobin. En esto creo.

 

            ¿Es difícil convivir con un escritor?

 

            Un día le dije: José, estás insoportable. ¿Estás a punto de tener una idea para comenzar una novela? Acababa de publicar El hombre duplicado, y habían pasado unos meses. Yo le decía: José está pasando algo en ti y tú no quieres darte cuenta. Al día siguiente tenía la idea del Ensayo sobre la lucidez y me tuvo que reconocer que tenía razón. Hay momentos en los que por dificultades en la narración o directamente por lo que implica la dureza de lo que está contando, el autor está tenso. Y entonces hay que andar de puntillas y tener mucho cuidado.

 

            ¿Hasta qué punto la traducción es un trabajo de creación?

 

            Yo creo que un buen traductor no tiene un trabajo libre. Un buen traductor lo que tiene que tener muy claro, y saber muy bien, y dominar muy bien, en su propio idioma. Y luego tiene que tener un sentido de la fidelidad a prueba de bombas. Por eso quizá no sean los escritores los mejores traductores de otros escritores porque de pronto sienten la tentación de dar una pincelada.

 

            Saramago siempre habla en un nosotros que la incluye a usted de manera muy profunda...

 

            Desde el punto vista intelectual yo sería una imbécil si dijera nosotros. Porque no somos nosotros, es él y a otra distancia estoy yo. Pero como hombre y mujer, como pareja, ahí sí somos nosotros. Entonces ahí queda la sabiduría que da la convivencia.