José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, abril 29, 2024

Pena de muerte por robar aguacates

Jhonatan M, adolescente de 17 años, fue quemado vivo por robar aguacates en la provincia de Carchi.

En ciertos vecindarios del país hay un letrero que, pese a su amenaza de muerte, permanece colgado en algún poste del barrio sin que ninguna autoridad intervenga: Ladrón agarrado, ladrón quemado. La noche del 24 del abril, un grupo de cuatro personas ingresó a una hacienda de San Francisco de Caldera para robar aguacates. Los ladrones, al ser descubiertos, escaparon, pero Jhonatan M., un adolescente de 17 años que pertenecía a la banda, fue capturado, linchado y quemado vivo por los iracundos perjudicados. Sucedió en la parroquia San Rafael del cantón Bolívar, en el límite entre las provincias de Carchi e Imbabura: un adolescente de 17 años fue asesinado por una turba de pobladores que le prendieron fuego por robar aguacates. Las víctimas del robo de aguacates se convirtieron, en cuestión de minutos, en los victimarios de un adolescente, asesinado con sevicia. Y todo esto sucede, en parte, porque la debilidad del Estado para garantizar la seguridad del país ha desembocado en un espíritu vengativo de la ciudadanía que justifica la crueldad del castigo de los delitos sin que importe su nivel de gravedad. El resultado de la Consulta Popular del 21 de abril evidencia que la gente cree que la militarización del país y el populismo penal son soluciones, casi mágicas, a la violenta descomposición de una sociedad inequitativa y excluyente. Esa militarización de la conciencia ciudadana aprueba con felicidad los tratos denigrantes a las PPL (¡Que se pudran en la cárcel!) y, sin detenerse a pensar en el quebrantamiento de la ley, justifica que cada uno se tome la justicia por su propia mano (¡A todos esos malandrines hay que pegarles un tiro!). Parecería que la ciudadanía ya no exige políticas públicas destinadas a la justicia social ni el fortalecimiento de las instituciones del Estado que garantizan la seguridad ciudadana, sino el endurecimiento de la represión y el castigo. Quienes nos detenemos a meditar en estos asuntos y, aún más, los activistas defensores de los derechos humanos, somos señalados, por efectos de un discurso violento y neofascista, como defensores de los delincuentes. Hay que perseguir a los delincuentes, por supuesto; hay que castigar el cometimiento de los delitos, por supuesto; hay que desplegar todo el poder del Estado para enfrentar al narcotráfico, por supuesto. Nadie defiende a los delincuentes, sino el cumplimiento de la ley, que es lo que diferencia al criminal del agente del orden. Pero nuestra sociedad se ha enfermado de miedo y sed de venganza, lo que se traduce en un ansia de castigo inmediato, sumarísimo, bajo una pena aún más severa que la ley del talión. El ojo por ojo, diente por diente del Éxodo (21:24) nos ha quedado corto. Me dirán, no sin razón: ese adolescente que el pueblo linchó era capaz de matarte, al igual que ese otro que asesinó a un conductor de bus en Guayaquil en la tarde del martes 16 de abril. Si esto se esgrime como razonamiento para ejercer justicia por mano propia es porque la institucionalidad estatal ya no sirve, porque vivimos en un sistema de justicia fallido. Nos hemos convertido en una sociedad en la que un adolescente es capaz de robar y asesinar a sangre fría y un grupo de pobladores es capaz de asesinar a un ladronzuelo con crueldad. ¿Presunción de inocencia? ¿Debido proceso? ¿Castigo proporcional? ¿Tratos digno de las PPL? La despiadada lógica del miedo cultiva la semilla del neofascismo que se traduce en la idea de que si alguien atenta con los derechos humanos de la sociedad pierde su propio derecho humano. El miedo nos lleva a animalizar a ese lumpen que es resultado de la intrínseca desigualdad social y económica del capitalismo y no a cuestionar las políticas económicas que son el caldo de cultivo del crimen. Al despojar a cualquier presunto delincuente de su condición humana, la sentencia del populacho se sintetiza en una aplicación bizarra del derecho consuetudinario: pena de muerte por robar aguacates.


lunes, abril 22, 2024

Día del Libro: la alegría de compartir mi biblioteca

           

            Cuando alguien, que no es del oficio literario, conoce mi biblioteca me pregunta, con curiosidad y cierta compasión, si he leído todos los libros que tengo. Años atrás, habría repetido la anécdota que cita Walter Benjamin, en Desembalo mi biblioteca, sobre la respuesta que dio Anatole France: «No, ni la décima parte. ¿O es que tal vez usted cenaría todos los días con su vajilla de Sèvres?». Desde que doné la mitad de mis libros a la Biblioteca de la Artes, en 2022, estoy en un momento de mi vida en el que creo que, siguiendo la metáfora de France, es mucho mejor almorzar todos los días en la vajilla que consideramos más bonita —no la de Sèvres, que nunca tendré; pero sí la de Carmen del Viboral, que compré en Colombia—, antes que mantenerla guardada para contemplación de nadie. Puedo decir, sin ninguna pretensión, que he compartido mis libros con alegría; en parte, porque sé que ya no tendré tiempo ni siquiera para hojearlos; en parte, también, porque soy consciente de que muchos de ellos están mejor en un estante al servicio de otros y, además, porque considero que ya es tiempo de andar con un equipaje algo más ligero.

            Una biblioteca que se va formando a lo largo de la vida es la acumulación de memorias de situaciones personales, de gente que uno conoce, de nuestra condición de transeúntes. Como todos aquellos que vivimos entre libros, tengo ejemplares que me han obsequiados autores, que son amigos queridos, o colegas que uno conoce en los encuentros del gremio. Tengo otros, la mayoría, que he comprado en las gangas de las ferias, en puestos de libros usados y, por supuesto, en librerías en donde he pasado muchas horas de mi vida hojeando libros que, finalmente, no voy a leer. ¿Qué voy a leer en el futuro? ¿Qué releeré? No lo sé todavía con exactitud, pero sí sé que El Quijote y García Márquez me acompañarán por motivos afectivos y académicos. Sé también que quiero revisitar la tradición de la literatura ecuatoriana y, al mismo tiempo, estar atento a nuestras nuevas palabras y también a las de la patria de la lengua castellana. Tal vez, tendré menos tiempo y ganas de abrirme a literaturas en otras lenguas, salvo lo indispensable, pero ¿qué es lo indispensable? Si alguna certeza tengo es que escogeré mis libros más por el placer de su lectura antes que por obligaciones de la profesión.

            Seleccionar los libros que donaría fue un continuo preguntarme sobre la necesidad de tenerlos conmigo. Los bellos libros de arte de gran formato, esos que uno disfruta con solo contemplar la portada y pasar sus páginas sin más motivo que el placer de mirar: son libros que dan elegancia a la biblioteca, pero que sirven más y mejor a quienes estudian arte. Enciclopedias en pasta dura, diccionarios en varios tomos, libros en gran formato; en definitiva, fetiches para nuestro regocijo intelectual, pero, también, objetos culturales para quienes investigan y estudian el espíritu del mundo. Escoger qué libros se irían fue, al comienzo, un proceso desgarrador; igual que arrancarse partes de uno e ir guardándolas en cajas que viajarán con pedazos de nosotros a otros lugares. Yo recordaba cómo llegó el libro al estante, qué sentido tuvo su adquisición, qué memoria lo mantenía hasta el momento en que mi mano lo sacaba de su sitio y lo depositaba en una caja de cartón. Ahora que escribo ya no duele, pero queda el vacío que se instala en un costado con toda pérdida. Este duelo, como todo duelo, también pasa y saber que el libro que una vez fue parte de mí está disponible, con una vida multiplicada en otras, en una biblioteca pública a la que yo también puedo acudir es un consuelo real.

            No puedo cargar a mis hijos y nietos con el peso de mis libros. En mis viajes, suelo visitar librerías y he encontrado libros que nunca llegarán a nuestro paisito. Antes, me enorgullecía de regresar con la maleta llena de libros como si imaginase que un apocalipsis estuviera por venir y que solo mi biblioteca quedaría en pie. Contra la noción optimista del progreso, estamos condenados a vivir en este mundo que se está destruyendo a sí mismo y va camino a una sociedad distópica esencialmente autoritaria, sin la ética espartana y con el fanatismo nazi, pero los libros no van a desaparecer, al menos, en el tiempo que aún espero ser parte de la vida. Por eso, la levedad, en una sociedad de exigencias cada vez más pesadas, y la lentitud, en una cultura que ha glorificado la comida rápida, se convierten en formas de resistencia; así, compartir los libros en el espacio de una biblioteca pública es también compartir la gravedad del peso y del tiempo con un prójimo que se hace preguntas y aún busca respuestas en los libros.

            Termino este texto celebratorio del Día del Libro con una reflexión sobre la duda entre donar o vender mi modesta biblioteca. Me parece indispensable que las bibliotecas, públicas o privadas, tengan un presupuesto, establecido anualmente, para adquirir fondos bibliográficos particulares, pero son muy pocas la que disponen de ese dinero para invertir, paradójicamente, en la razón por la que existen: es decir, en libros. No obstante, he preferido donar mis libros, no porque crea que carecen de valor, sino porque, justamente, los considero una posesión invaluable, un bien que no tiene precio. Benjamin, en el escrito ya citado, dijo: «[…] el fenómeno de la colección, al perder al sujeto que es su artífice, pierdo su sentido». Para cuando muera, y espero que aquello no suceda mañana, los libros que aún conserve gozarán de la alegría de ser donados a la misma Biblioteca de las Artes, como lo hemos decidido con mi familia, y albergarán el desafío feliz de que sus lectores futuros descifren la memoria de tanta vida en las vidas diversas que uno vive en el mundo de la lectura.


lunes, abril 15, 2024

«Carrie», de Stephen King: el terror de la sangre cumple cincuenta años


            La sangre menstrual inunda el primer encuentro con Carietta White, la muchacha acosada por sus compañeras de colegio, de quien lee las primeras páginas de la novela. La lluvia de tampones que cae sobre el cuerpo desnudo de Carrie, cuya madre, Margaret White, es una fanática religiosa que considera que el sexo es pecado, se combina con la humillación, el llanto y la sangre que chorrea por sus piernas. La sangre menstrual de aquella escena en las duchas del colegio es premonitoria de la sangre de cerdo que bañará a Carrie durante su coronación, junto a Tommy Ross, en el baile de promoción. La sangre que desatará el reguero de sangre en el tranquilo pueblo de Chamberlain, la noche del 27 al 28 de mayo de 1979. Carrie, la primera novela de Stephen King, ha cumplido cincuenta años desde su aparición el 5 de abril de 1974, y continúa conmocionando a sus lectores por la caracterización de su protagonista, su tratamiento de la marginalidad y la multiplicidad de voces narrativas que cuentan, como en un acto de expiación colectiva, el horror bañado en sangre. Carrie tiene poderes telequinéticos y la relación con su madre está marcada por la violencia materna y el rencor. Carrie quiere liberarse del mundo opresivo en el que la madre la tiene prisionera y busca integrarse, a pesar de las burlas, al mundo de sus compañeros de colegio; pero ella es rara, es la extraña, es el objeto de las burlas y el acoso. El ejercicio poético que su profesor de Literatura conserva es un testimonio de su desesperación: «Cristo mira desde el muro / con su rostro impenetrable / y si me ama en su bondad / como ella me asegura, / ¿por qué estoy tan sola?». Carrie es una chica sencilla y siente, aunque con la sospecha de que todo sea una burla más, que la felicidad la ha tocado cuando acude con Tommy Ross al baile de promoción. Pero Carrie es también un símbolo de la pobreza y la ignorancia de esa clase media norteamericana que vive anodinamente, aunque, en su caso, el fanatismo religioso es enfermizo y muy singular de Margaret White, la madre con quien Carrie saldará cuentas: «Vine a matarte, mamá. Y tú estaban aquí esperándome para matarme a mí, mamá, yo… no está bien, mamá. No está…». Carrie es un personaje marginal de quien todos se burlan hasta que, finalmente, ella estalla y su venganza causa 440 víctimas y la destrucción de Chamberlain: «La impresión general hace pensar en un pueblo que espera la muerte». Su encuentro final con Susan es dramático y estremece por el dolor que encierra más allá del terror: «Y Carrie, con un lejano y mudo reproche: (se burlaron de mí todos se burlaron de mí) […] Sangre. Tristeza. Temor. La última de las bromas de una larga serie […] (mira las sucias bromas mira toda mi vida una larga sucia broma)». La historia de la novela se cuenta desde diversas voces narrativas: noticias de periódicos, el informe de la Comisión White con las entrevistas a testigos, textos de libros y artículos académicos que investigan los sucesos trágicos de Chamberlain y buscan una interpretación científica de la conducta y los poderes de Carrie, el libro testimonial que escribe Susan Snell, la compañera compasiva y arrepentida del matrato al que, con sus compañeras, sometían a Carrie. Esa multiplicidad de voces, sumada a las frases-monólogos interiores que irrumpen como contrapunto en cada suceso climático, hacen de la novela una narración cuya intriga y problemática está enriquecida con los matices que generan los diversos puntos de vista y el sentido social del terror. Como dice Margaret Atwood en la introducción a la edición por el cincuentario de Carrie, que fue lanzada a finales del mes pasado: «Pero debajo del “terror”, en King, siempre está el verdadero horror: la pobreza, la negligencia, el hambre y el abuso que existen en América hoy». La sangre encima de Carrie, la sangre que se mezcla con la sangre de un Cristo esperpéntico, el cuerpo de una mujer, empapado de sangre, convertido en el portador de un instrumento mortal. Y, al final, la nueva semilla del terror que, en las novelas de King, nunca termina en la última página del libro porque todo terror tiene su continuidad en nuestros propios miedos.