Jhonatan M, adolescente de 17 años, fue quemado vivo por robar aguacates en la provincia de Carchi.
En ciertos vecindarios del país hay
un letrero que, pese a su amenaza de muerte, permanece colgado en algún poste
del barrio sin que ninguna autoridad intervenga: Ladrón agarrado, ladrón
quemado. La noche del 24 del abril, un grupo de cuatro personas ingresó a
una hacienda de San Francisco de Caldera para robar aguacates. Los ladrones, al
ser descubiertos, escaparon, pero Jhonatan M., un adolescente de 17 años que
pertenecía a la banda, fue capturado, linchado y quemado vivo por los iracundos
perjudicados. Sucedió en la parroquia San Rafael del cantón Bolívar, en el
límite entre las provincias de Carchi e Imbabura: un adolescente de 17 años fue
asesinado por una turba de pobladores que le prendieron fuego por robar aguacates.
Las víctimas del robo de aguacates se convirtieron, en cuestión de minutos, en
los victimarios de un adolescente, asesinado con sevicia. Y todo esto sucede,
en parte, porque la debilidad del Estado para garantizar la seguridad del país
ha desembocado en un espíritu vengativo de la ciudadanía que justifica la
crueldad del castigo de los delitos sin que importe su nivel de gravedad. El
resultado de la Consulta Popular del 21 de abril evidencia que la gente cree que
la militarización del país y el populismo penal son soluciones, casi mágicas, a
la violenta descomposición de una sociedad inequitativa y excluyente. Esa
militarización de la conciencia ciudadana aprueba con felicidad los tratos
denigrantes a las PPL (¡Que se pudran en la cárcel!) y, sin detenerse a pensar
en el quebrantamiento de la ley, justifica que cada uno se tome la justicia por
su propia mano (¡A todos esos malandrines hay que pegarles un tiro!). Parecería
que la ciudadanía ya no exige políticas públicas destinadas a la justicia
social ni el fortalecimiento de las instituciones del Estado que garantizan la
seguridad ciudadana, sino el endurecimiento de la represión y el castigo.
Quienes nos detenemos a meditar en estos asuntos y, aún más, los activistas
defensores de los derechos humanos, somos señalados, por efectos de un discurso
violento y neofascista, como defensores de los delincuentes. Hay que perseguir
a los delincuentes, por supuesto; hay que castigar el cometimiento de los
delitos, por supuesto; hay que desplegar todo el poder del Estado para
enfrentar al narcotráfico, por supuesto. Nadie defiende a los delincuentes,
sino el cumplimiento de la ley, que es lo que diferencia al criminal del agente
del orden. Pero nuestra sociedad se ha enfermado de miedo y sed de venganza, lo
que se traduce en un ansia de castigo inmediato, sumarísimo, bajo una pena aún
más severa que la ley del talión. El ojo por ojo, diente por diente del
Éxodo (21:24) nos ha quedado corto. Me dirán, no sin razón: ese adolescente que
el pueblo linchó era capaz de matarte, al igual que ese otro que asesinó a un
conductor de bus en Guayaquil en la tarde del martes 16 de abril. Si esto se
esgrime como razonamiento para ejercer justicia por mano propia es porque la
institucionalidad estatal ya no sirve, porque vivimos en un sistema de justicia
fallido. Nos hemos convertido en una sociedad en la que un adolescente es capaz
de robar y asesinar a sangre fría y un grupo de pobladores es capaz de asesinar
a un ladronzuelo con crueldad. ¿Presunción de inocencia? ¿Debido proceso?
¿Castigo proporcional? ¿Tratos digno de las PPL? La despiadada lógica del miedo
cultiva la semilla del neofascismo que se traduce en la idea de que si alguien
atenta con los derechos humanos de la sociedad pierde su propio derecho humano.
El miedo nos lleva a animalizar a ese lumpen que es resultado de la intrínseca
desigualdad social y económica del capitalismo y no a cuestionar las políticas
económicas que son el caldo de cultivo del crimen. Al despojar a cualquier
presunto delincuente de su condición humana, la sentencia del populacho se
sintetiza en una aplicación bizarra del derecho consuetudinario: pena de muerte
por robar aguacates.