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Annie Ernaux durante la lectura de su discurso de aceptación del Premio Nobel 2022:
«Escribiré
para vengar a mi raza».
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Cuando publiqué Pubis equinoccial (2013), que es un libro de
relatos eróticos, me preguntaban, con cierta picardía, en casi todas las
presentaciones que hice del libro, si yo había vivido las situaciones sexuales
que narraba en mis cuentos. En términos teóricos, puedo decir que experimenté en
carne propia todas las situaciones de mis textos literarios porque las he
vivido en la escritura. En las obras de ficción, a veces, hay guiños que quien
escribe se hace a sí mismo, a la persona con la que quiere dialogar en clave o
a la cofradía. Lo que no puede hacer quien lee, me parece, es trasladar
mecánicamente las cosas y asumir que, por ciertos datos, quien escribe está confesando
un episodio sobre sí, pues la literatura no es un reflejo mecánico del
mundo real (tanta tinta ha corrido alrededor de la teoría del reflejo de la realidad
en el arte) sino una construcción formal del lenguaje y la imaginación: a veces,
uno fabula sobre su propia vida y juega a «y qué hubiera sucedido si...»
asumiendo, en el texto, el papel de héroe o villano o una mezcla de ambos. Si
bien existe el texto propositivamente confesional, el yo de la literatura de
ficción, más que una confesión autobiográfica, es, por lo general, una categoría
de la estructura del relato: una voz narrativa que quien escribe ha escogido
para contar una historia.
Semanas atrás, escribí en este blog sobre Vargas Llosa y su
entrampamiento como figurante en la civilización del espectáculo que él mismo
criticó. En
lo personal, me importa poco el chismerío alrededor de la ruptura sentimental
de Vargas Llosa e Isabel Presley: el tratamiento mediático que le han dado al
asunto es tan vulgar como los sueños de riqueza y vida social que tenía madame
Bovary. De hecho, la lectura del cuento por parte de la prensa del corazón es
equivocada porque cree que los episodios de la vida del autor se trasladan
mecánicamente al texto literario. El tema de «Los vientos» no es la ruptura
amorosa, aunque la menciona. «Los vientos» —cuento de tono ensayístico, a ratos
aburrido y panfletario; afortunadamente, salvado del tedio por el humor—
desarrolla otros temas: la soledad, la vejez y el cambio del paradigma cultural.
El narrador en primera persona es un personaje, no la persona de Vargas Llosa,
aunque las ideas de aquel sean similares a las del autor. Deducir, por una reflexión
del personaje del cuento, que Vargas Llosa está hablando de sí mismo es una
mezcla de ignorancia y sensacionalismo: típico de la superficialidad y el facilismo
de la prensa rosa.
Ariana Harwicz escribió, días atrás,
en su cuenta de Twitter: «La escritura nunca es autobiográfica aunque todos los
hechos hayan existido, aunque la literatura es una forma de memoria, incluso
más que la vida. Kertész dice que su composición es abstracta, hecha de signos.
Su lengua es atonal, Shönberg, es tan verdad como su deportación». Concuerdo
con esta reflexión por cuanto el problema de la literatura del yo como
exposición de la autobiografía y su verdad es un callejón sin salida, pues, al narrar
un suceso, desde el mismo momento de la selección de los hechos narrables es ya
un recorte artificial de la realidad, según la narrativa que optamos por construir
en el texto. Además, al definir una voz narrativa también estamos manipulando un
acontecimiento, ya que la selección de la voz la hacemos según el punto de
vista desde donde queremos contar los hechos escogidos de nuestra historia
personal y del énfasis que queremos darle a un suceso. A fin de cuentas, toda
historia narrada en un texto es verdadera en tanto es escritura y toda
escritura es composición de estructuras, desarrollo de formas narrativas y traslados
de sentido.
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Se acepta, generalmente, que Adiós a las armas, de Ernest
Hemingway, es una novela autobiográfica por las similitudes del personaje y del
autor; no obstante, si nos despojamos del prejuicio biografista, nos daremos
cuenta de que lo que hace Hemingway es aprovechar una experiencia vital para
novelar un episodio bélico, de un realismo crudo, atravesado por una historia
de amor, como también lo hará en Por quién doblan las campanas, con
menos elementos personales. ¿Nos atrae la novela por lo que podría contar sobre
la vida de su autor o, esa misma novela, nos cautiva por la escritura que
disecciona una vida en la plenitud de su contradictoria existencia, como lo
hace la buena literatura? Hemingway es un tipo de escritor del que se dice que
convirtió su vida aventurera en literatura. Cuando le preguntaron si había
descrito alguna situación de la que no tuviera un conocimiento personal, respondió:
«Esa es una pregunta extraña. Al decir conocimento personal, ¿quiere usted
decir conocimiento carnal? En ese caso la respuesta es afirmativa. Un escritor,
si es bueno, no describe. Inventa o hace a partir del conocimiento personal
o impersonal, y algunas veces parece poseer un conocimiento inexplicado que
podría venirle de la experiencia racial o familiar olvidada».
No me llama la atención El acontecimiento, de Annie Ernaux, tanto
porque sea verdad que ella vivió la experiencia clandestina del aborto que
narra en su libro, cuanto porque es una escritura conmovedora, capaz de
transformar una experiencia personal —dolorosa, peligrosa, atravesada por el
origen de clase social— en una novela que, trabajada desde las convenciones de
la literatura, es un texto capaz de convertir la experiencia de quien la escribió
en una experiencia de quien la lee. La propia Ernaux dijo en su discurso de
aceptación del Premio Nobel: «No
pretendo contar la historia de mi vida ni desvelar sus secretos, sino descifrar
una situación vivida, un acontecimiento, una relación amorosa, y revelar así
algo que solo la escritura puede hacer existir y transmitir, quizá, a otras
conciencias y otras memorias». No quiero ser
malinterpretado: es muy importante la confesión en tanto posicionamiento de una
reivindicación política —el aborto, en este caso, como derecho a decidir—, pero
si esa confesión no se hubiera convertido en escritura, entonces, su verdad
testimonial carecería de valor literario, aunque tendría otro valor —tal vez más
importante para sus efectos prácticos— en el terreno del activismo político.
Me interesa un texto literario, sea basado o no en la vida de quien
escribe, en cuanto sea escritura capaz de hacerme sentir lo que leo como una
transmutación de la vida y sus intersticios en literatura, tal como sucede en El
Quijote, de Cervantes, o en En la mano izquierda de la oscuridad, de
Ursula K. Le Guin, aunque la una sea una novela realista y la otra una novela
de ciencia ficción. Como dijo Annie Ernaux en el discurso ya citado: «Pero como
todas las cosas se viven, inexorablemente, de forma individual — “me sucede a
mí”—, no pueden leerse de la misma manera salvo si el “yo” del libro se vuelve,
en cierta forma, transparente, de suerte que el del lector o el de la lectora
ocupen su lugar. Si ese Yo es, en suma, transpersonal». El yo, en la
literatura, es una entidad discursiva, por tanto, una voz del texto, lírico o
narrativo, que debe ser asumido como escritura.
A quienes leemos literatura nos apasiona el lenguaje del texto, al
periodismo de las revistas del corazón, en cambio, le subyuga el chismerío
sobre la vida de quienes escriben. Yo escribí Pubis equinoccial para realizar
una exploración literaria sobre la sexualidad humana en diferentes situaciones
vitales; en
este cuentario, hay un trabajo extenuante de lenguaje: me propuse nominar lo
sexual —explotado sin límites por la pornografía— con palabra diferente y
diferenciadora.
Siempre es liberador desmontar un tabú. Por eso, cuando me preguntaban si había
descrito vivencias personales en los cuentos de dicho libro respondía, como suelo
decir desde hace años: mi escritura es mentirosamente autobiográfica.
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Un poco de humor siempre viene bien: este meme lo hice en 2018.
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