José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, enero 01, 2024

«Barro tal vez», de Raúl Pérez Torres: amores, desencanto y sabiduría

(Foto: R. Vallejo, 2024)

Él es un maestro del cuento que tiene narraciones memorables como «Cuando me gustaba el fútbol», «Ana, la pelota humana», «Era martes, digo, acaso que me olvido» (de En la noche y en la niebla, premio Casa de las Américas, 1980) «Solo cenizas hallarás» (Premio Juan Rulfo 1995), o «Micaela». Ahora nos entrega cinco relatos que condensan las virtudes de su cuentística y su capacidad para conmovernos con la intimidad de su voz narrativa y la precisión del bisturí con el que disecciona el alma de sus personajes y el mundo de sus andanzas. Barro tal vez, de Raúl Pérez Torres (Quito, 1941) es un cuentario que nos confronta con la triste constatación sobre la brevedad del amor, que nos envuelve en la atmósfera de la nostalgia y el desencanto tanto en lo vital como en lo político, y que, con la sutileza de la poesía, va desgranando la plácida sabiduría de la vejez en unas historias cuya narrativa se abre continuamente al diálogo intertextual.

«Peguche» es el primer cuento: en él se conjugan las constantes del amor, entendido como un instante placentero de la piel y el alma y, al mismo tiempo, como una nostalgia que prolonga su brevedad; el proceso creativo que se alimenta del amor y de la juventud a quienes devora para su sobrevivencia; y una visión idílica, new age, de la relación del espíritu, la naturaleza y los ritos ancestrales de los pueblos originarios. «Tenía la sensación de que no era ella la que me acompañaba entre los árboles, sino el fantasma de mi conciencia artística»[1], dice el escritor que camina junto a su joven pareja para una limpia en la cascada de Peguche.

«Tengo una necesidad casi fisiológica de imaginar algo bello» (28), dice la voz narrativa de «El caballero y la noche» que contempla a su joven amante dormida y siente que la vida se acaba y se vuelve evocación permanente. La nostalgia es como una oración atravesada por la muerte en «Cordero de Cristo», cuento en el que el deseo como ilusión es evocado como si fuera una fotografía que va borrándose con el tiempo. Esa nostalgia se concentra en «Funky blues», cuento en el que Julia, un inolvidable personaje, se enfrenta al mundo como una imposibilidad para un alma joven, desolada y depresiva, que «a sus veinte años venía de vuelta del paraíso y del infierno» (39) y que funde la experiencia erótica y la experiencia mística.

«Barro tal vez», que da nombre al libro, es una novelina, en tono de un diario íntimo, en la que un escritor en su vejez, durante el encierro por la pandemia, hace un recuento de su vida, no tanto como acontecimiento cuanto como estado del espíritu. Sus relaciones amorosas, marcadas por la asimetría de las edades, se sintetizan en la idealización de sus parejas y su búsqueda de una intensidad literaria y vital, imposible en la cotidianidad: «Una es la mujer que amamos y otra es la que es […] La mujer que se va a su casa y la mujer que se queda en mi imaginación, la mujer real y la mujer de la literatura» (156). En la novelina, el personaje, que es un escritor en su otoño vital, da cuenta de su desencanto político tanto por su propia práctica como por la realidad de una izquierda burocrática y corrupta, incapaz de encontrar nuevas formas de hacer política para las nuevas realidades que incluyen a los pueblos originarios y la naturaleza. Ese desencanto lleva a que el personaje narrador se encierre en sí mismo, en un pequeño jardín como espacio que permite evadir el mundo real: «Ese jardín siempre fue un espacio de poesía, no para la poesía. La poesía es la respiración de las cosas, lo he dicho siempre, y allí, las cosas, las flores, la hierba, el agua, el viento, la lluvia, la tierra, respiran poesía. La belleza habitando por sí sola» (146). La novelina es un monólogo con reflexiones estéticas, éticas, políticas, vitales, hechas por el narrador protagonista en el tiempo de la pandemia. El narrador personaje está marcado por una tristeza otoñal que encierra las alegrías momentáneas, la intensidad de vida que ya no experimenta, y el olvido que empieza a instalarse en el lugar de la memoria: «Poco a poco, pero inexorablemente, ha ido desapareciendo lo bello. Tengo la sensación de que de un momento a otro voy a desintegrarme» (166).

Barro tal vez, de Raúl Pérez Torres, es un cuentario sobre la persistencia de la literatura, sobre el diálogo de los libros que nos hablan de la condición humana, sobre la vida que permanece porque se transforma en literatura con la sabiduría de la existencia: «Me acosa la muerte y el fuego. Quizá mi cuerpo piense que la muerte es una fogata prendida a sus pies. Y esa fogata me lleva a otras hogueras encendidas en el tiempo» (124).



[1] Raúl Pérez Torres, Barro tal vez (Quito: El Ángel Editor, 2023), 17. El número junto a la cita indica la página en esta edición.


lunes, diciembre 25, 2023

Noticia de un secuestro a través de X-Tuiter

           

Colin Armstrong y su pareja Katherine Paola Santos fueron secuestrados la madrugada del 16 de diciembre de 2023. (Captura de pantalla de la cuenta de Tik Tok @kathpaosant)

El 16 de diciembre, a las dos y cuarenta y cinco de la madrugada, Colin Armstrong fue secuestrado junto a su pareja sentimental Katherine Paola Santos mientras ambos pernoctaban en la hacienda Rodeo Grande del empresario, ubicada en el cantón Baba, en la provincia de Los Ríos. Según informaciones de prensa, los secuestrados fueron embarcados en el BMW negro de Armstrong, de 78 años, que es socio fundador de Agripac, una de las más grandes empresas de suministros agrícolas del país, y que fue cónsul honorario del Reino Unido. Como era de esperarse, la noticia del secuestro se volvió tendencia en X-Tuiter y, al comienzo, los comentarios de los usuarios expresaron su solidaridad con el secuestrado y su familia, culpando de lo sucedido a la violencia del crimen organizado que se vive en el país y a la poca eficacia de la acción gubernamental contra esta.

            En la tarde del ese día, Katherine Santos llegó a la casa del hijo del empresario, en la urbanización Castelago, en el cantón Samborondón, en la provincia del Guayas, con un cinturón de explosivos que, luego de la intervención de la policía, se determinó que era falso. Ese mismo día, empezó a circular la información de que Katherine Santos era una mujer trans de origen colombiano. Un usuario, identificado solo con alias, posteó una foto de la pareja en pantalón de baño y escribió con pésima redacción: «Dicen que la novia de Colin Armstrong la tienes grande que él [sic], alguien puede confirmar si viene con palanca al piso ...???». En general, la cascada de comentarios transfóbicos y homofóbicos se desbordó. Un medio digital, sensacionalista y populachero, decidió masculinizar a Katherine Santos con su nombre de antes de su transición y señalar que «Alberto» —con quien Armstrong compartía desde meses atrás «la vida loca», según el mismo medio— era «investigado» bajo la sospecha de ser cómplice del secuestro.

            La noticia del secuestro se transformó en una pesquisa insana sobre la vida sexual del secuestrado. Por supuesto, hay una regla matemática entre anonimato y radicalidad del comentario: de las cuentas anónimas salieron los comentarios más vulgares, crueles y homofóbicos sobre el secuestrado y su pareja. De pronto, Colin Armstrong ya no era una víctima de secuestro sino un viejo pervertido que tenía bien merecido lo que le estaba pasando. Otro usuario, también identificado con alias, como sucede con las cuentas que distribuyen mensajes de odio, escribió lo que resume la tendencia en este sentido: «¡Qué vaina! Tener tanta plata para gastarla con una mujer con antena es una estupidez. Tenía pena con Colin Armstrong, pero con esta noticia, ya no me importa como lo encuentren».

            Línea por línea, el comentario es revelador de los prejuicios machistas y el odio transfóbico. En primer lugar, hay un alto componente de machismo en la formulación inicial pues el mensaje tácito es que la plata se ha hecho para «gastar en mujeres». En segundo, a partir de una cosificación de una mujer trans, a la que se le dice «mujer con antena», se concluye que una relación de pareja entre un hombre heterosexual y una mujer trans «es una estupidez». Una vez que la pareja ha sido cosificada y que el odio transfóbico ha catalogado la relación de pareja como algo estúpido, entonces, la conclusión es que ya no importa la vida de la víctima del secuestro, por lo tanto, el usuario concluye: «ya no me importa como lo encuentren». Vivo, muerto o malherido: ya no importa qué le suceda pues se trata de un tipo con plata que comete una estupidez al andar con una mujer trans. Un tuit antológico de la transfobia social.

            Además, no faltaron los comentarios que auguraban una invasión del Reino Unido para rescatar a su diplomático secuestrado ni tampoco el manido «la culpa es del correísmo». Obviamente, hubo comentarios solidarios de personas, esas sí, plenamente identificadas en la red, que recordaban, en todo momento, la calidad humana del secuestrado. Pero, la lectura de los comentarios transfóbicos, me recuerda que Umberto Eco se quedó corto al señalar que las redes sociales le han dado voz al idiota del barrio. Un medio como X-Tuiter, que permite el anonimato del emisor del mensaje, es decir, su irresponsabilidad ética y legal, ha posibilitado el posicionamiento de los discursos de odio, la normalización del lenguaje violento y, en términos políticos, ha permitido el ascenso de fascismo ideológico en nombre de la libertad.

            Gracias al trabajo de la Unidad anti-secuestro y extorsión, UNASE, de la Policía Nacional, Colin Armstrong fue rescatado en la vía a Rocafuerte, en la provincia de Manabí, el pasado 20 de diciembre. La policía capturó a nueve miembros de la banda de secuestradores y, hasta el momento, no se sabe si Katherine Paola Santos, la pareja de Armstrong es cómplice o víctima del secuestro. Aún falta por verse la sanción social que caerá en el círculo familiar y de amistad del secuestrado. Por lo pronto, los mensajes transfóbicos en X-Tuiter quedan como un testimonio más de lo peor que anida en el alma del ser humano.

lunes, diciembre 18, 2023

«Fiebre de carnaval», de Yuliana Ortiz: novela del gozo y la sensualidad

«El carnaval es la puerta abierta hacia el desvarío, la locura y la joda eterna. Como si alguien abriera una llave de farra que no solo nunca se cierra, sino que se rebosa, se sale de los baldes»[1], dice la voz narrativa de Fiebre de carnaval, la ópera prima de Yuliana Ortiz Ruano (Limones, Esmeraldas, 1992), que es una fascinante y conmovedora novela de escritura gozosa y sensual atravesada por la fiesta, la violencia patriarcal y el duelo. Justamente, en la presentación de la novela en la librería Tolstoi, de Quito, el 29 de octubre de 2022, Yuliana Ortiz, en diálogo con la crítica Alicia Ortega, habló de la energía cultural que subyace en el carnaval de Esmeraldas: «El carnaval es una fiesta en donde se puede ser plenamente negro».

Fiebre de carnaval se inscribe en una tradición que la hermana con Juyungo (1943), de Adalberto Ortiz (Esmeraldas, 1914-Guayaquil, 2003). Fiebre comparte con Juyungo el vitalismo que tienen la poesía, la música y el baile en la cultura del pueblo afroecuatoriano. Cada capítulo de Juyungo comienza con un texto de prosa poética titulado «Ojo y oído de la selva» y, por ejemplo, «La marimba de Cangá», el XIV, es uno que tiene el mismo sentido festivo que la novela de Yuliana Ortiz: «Tambor y más tambor, resonando con tanto afán. Bamboleo tras bamboleo. Mi sombrero grande, mi verejú. Que ya viene el diablo, mi verejú»[2]. En Fiebre, la música es intrínseca a la escritura y el baile es una vivencia del cuerpo en estado de liberación. En el espacio celebratorio de una cultura, Fiebre de carnaval es una novela que desde ya ha encontrado su espacio en la tradición literaria ecuatoriana y es un testimonio estético que impide el borramiento del pueblo negro en un país racista como el nuestro. Como dijo la autora en aquella presentación en la librería Tolstoi: «Para mí, lo primero es la consciencia de raza; el género viene después. Los cuerpos negros son públicos, fácilmente exotizables, erotizables».  

La voz narrativa de la novela se ubica a la altura de una niña de ocho años y así, mediante el artificio de la literatura, Yuliana Ortiz nos muestra el mundo afro-esmeraldeño a partir de esa perspectiva. A medida que avanza la novela, en una línea de tiempo que tiene como hecho histórico central el feriado bancario de 1999, asistimos al crecimiento de Ainhoa, la niña-narradora, y su toma de conciencia sobre aquel mundo: «Yo entiendo lo que pasa mi alrededor, pero aún no tengo todas las palabras en mi lengua, por eso hablo en voz alta […]» (109). El tono memorioso de  la niña que narra construye y muestra una comunidad familiar signada por la sororidad: las mamis y las ñañas expresan ese ser-mujer-afro confrontado desde lo cotidiano con la violencia de la estructura patriarcal cuya más cercana expresión es el ritual del enamoramiento que busca la posesión, según el consejo de la ñaña Rita: «[…] hay que cuidarse siempre del amor de los hombres, mija, un hombre enamorado es capaz de hacer cualquier cosa, desde escribir desvaríos cojudos, gritar, amenazar, vigilar… Dios no quiera, mija, Dios no quiera que un hombre se enamore de usted» (39).

Ainhoa nos cuenta la historia de una familia patriarcal con episodios de cruda violencia y represión de la sensualidad de las mujeres de la casa. Ainhoa está explorando siempre lo que no entiende, tentando el límite de lo prohibido y, desde el árbol de guayaba, que es un lugar seguro, ella contempla con lucidez el mundo extraño de los adultos: «Los árboles son los únicos en esta casa que entienden mi desvarío». (111). «Vasenilla», así nombrado con privilegio del habla popular, es un capítulo estremecedor: Ainhoa cuenta, mediante un relato sugerente y doloroso, que es violada por su abuelo Chelo: la lengua literaria habla de lo indecible: «[…] un viejo borracho que sostiene un fierro oxidado, y unos ojos pequeños buscando sin saber para dónde correr. Un viejo borracho que se despapisa para convertirse en una sombra que te hace temblar de manera involuntaria» (103).

La envolvente narración del capítulo “Fiebre” es una suerte de introspección-fluir-de-conciencia que nos permite entender la fuerza irracional de la sexualidad que va apareciendo en Ainhoa y, al mismo tiempo, su entrar y salir del agua de la piscina es un indicio premonitorio de la manera como Ainhoa entiende su liberación: «Recupero el aire pronto, subo hasta el trampolín y me sumerjo otra vez en el vientre clorado que me regresa a la vida» (124). «Sabrosura», que sigue a continuación, habla de un personaje del mismo nombre que ha bautizado a Esmeraldas como «la república independiente del sabor» (128) y en él, Ainhoa nos descubre también la erotización del cuerpo en el carnaval: «La gente del barrio se moja en las veredas bailando durísimo, meneando culos y caderas como si ellos dominaran el camino de la vida, como si los culos y caderas sostuvieran al mundo. ¿O es que las caderas y los culos sostienen ese mundo esmeraldeño de salsa, locura y desvarío carnavalero?» (127). Lo que le toca ver a Ainhoa, en medio del desenfreno carnavalesco, se muestra de manera cruda y se prolonga hasta el siguiente capítulo en el que la niña encuentra refugio, protección y ternura en el abrazo de sus padres ebrios: «Terminaba de latir al fin el carnaval» (146).

Fiebre de carnaval, de Yuliana Ortiz Ruano, es una novela que tiene un lugar propio en la tradición de Juyungo, su lenguaje se expresa con una crudeza sin concesiones y, al mismo tiempo, con una estremecedora belleza poética; una escritura vertiginosa como la música que rompe el silencio de la dominación y una lectura que nos sumerge tanto en el dolor de una niña agobiada por la crueldad de un mundo patriarcal y violento como en el gozo y la sensualidad del carnaval esmeraldeño.



[1] Yuliana Ortiz Ruano, Fiebre de carnaval (Madrid: La Navaja Suiza Editores, 2022), 133. El número junto a la cita indica la página en esta edición. En enero de este año, Yuliana Ortiz recibió, por Fiebre de carnaval, el Premio IESS para la primera novela de latinoamericanos menores de 35 años, otorgado por la IILA, Organización Internacional Italo-Latina Americana, Energheia – Associazione Culturale Matera, Edizioni SUR y Scuola del Libro. Asimismo, en diciembre, le fue otorgado el Premio Joaquín Gallegos Lara a la mejor novela publicada en el año.

[2] Adalberto Ortiz, Juyungo [1943] (La Habana: Casa de las Américas, 1987), 267.