Revisé la película y me topé con una conmovedora escena inicial. Marlon Brando, en el papel de Paul, un boxeador norteamericano retirado que acaba de enviudar debido al suicidio de su mujer, camina por París y grita: “Maldito Dios” ("Fucking God", según observación de Marcelo Báez). Su rostro se va transformado hasta que aparece en él toda la angustia que carga adentro. Después, a los 15 minutos, se da ese primer encuentro sexual entre Paul y Jeanne (María Schneider), la novia jovencita que vivirá una truculenta historia vital con el americano: encuentro primitivo, brutal, sin palabras que lo adornen. El apartamento en el que han coincidido Paul y Jeanne se convierte en el espacio de realización del deseo sin más ropaje que el deseo mismo como expresión de libertad de cada uno frente al drama íntimo de cada uno que entre ellos desconocen.
Después está la escena de la tina cuando deciden hablar en un idioma inventado por ambos —escena que me recuerda el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar: “Apenas él le amalaba el noema…”— en donde el tiempo y el espacio de la historia personal no tiene cabida. Conocerse desde el presente de los cuerpos sin historias que los humanicen es el desafío que enfrentan los personajes y que, inexorablemente, los conducirá a la tragedia final. El planteamiento de Bertolucci en la película es que, después de todo, resulta imposible construir una relación, por muy de piel que sea, sin que intervenga la historia personal que los protagonistas llevan encima.
Por supuesto, también está la famosa escena de la mantequilla. Aquella en la Paul sodomiza a Jeanne como símbolo de esa enfermiza posesión total que busca él respecto de ella. Mucho se ha hablado de esta escena por las propias declaraciones de María Schneider, que dice no haber sabido de la existencia de ella y que sus lágrimas fueron reales. La relación anal es todavía causa de escándalo treinta y nueve años después tal vez porque aún existe la hipocresía social respecto de la realización plena de la sexualidad humana.
El que se siga mencionando esa escena para referirse a la película es una prueba de lo que digo: lo que se busca, con mucha mojigatería, es escandalizar escandalizándose, y ocultar la fuerza del filme que reside en otros aspectos mucho más subversivos referente a la hipocresía de la sociedad: Dios como su ausencia del espíritu humano; la soledad como razón existencial del ser contemporáneo; el desamor como el estado permanente del espíritu.
Está, por supuesto, la esperpéntica escena del baile en el salón en donde se desarrolla un certamen de tango. La escena es la expresión de la libertad de la pareja en su mayor plenitud: frente al acartonamiento de los concursantes, la irrupción de Paul y Jeanne, un tanto ebrios, es una muestra de su ruptura con el mundo de las convenciones. El gesto final de Paul, que enseña la nalga a una de las organizadoras, es la metáfora de la ruptura del espíritu libre con la estrechez de la organización social que ordena y domestica incluso un baile tan libre como lo es el tango.
Y está la escena final: aquella en la que Jeanne le dispara a Paul y este camina hasta el balcón, mira Paris por última vez, se saca el chicle de la boca, lo pega bajo la baranda del balcón y muere. “No lo conocía, ni siquiera sabía su nombre”, alcanza a murmurar Jeanne que imagina la denuncia que tendrá que hacer a la policía para justificar el disparo sobre aquel desconocido que, sin embargo, ha modificado radicalmente su propia vida.
El último tango en París (1972) es una película esencial del arte cinematográfico. Reducirla a la “escena de la mantequilla” —que, dicho de paso, desarrolla un diálogo de crítica y rechazo a la institución familiar mientras sucede la sodomización— es sacrificar el espíritu crítico dando paso a un moralismo reaccionario incomprensible en el siglo veintiuno. Afortunadamente podemos seguir viendo la película como esa indagación dolorosa en la siempre sorprendente condición humana.