José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, febrero 25, 2018

Vida en el teatro y teatro en la vida



           

            Dicen que en los estrenos los actores están más que nerviosos, “hiperventilando” como consecuencia de un escondido pánico escénico; que el director se las pasa de un lado al otro, con una copa de vino blanco en la mano, dándole la bienvenida a cada asistente; y que, en general, desde la boletería hasta los camerinos, pasando por la cabina de luces y sonido, se respira con ansiedad. Dicen que los estrenos son un desastre y que, al final de la noche, solo queda emborracharse para evaluar la función con algo de sagacidad.
            No sé cuánto de esta suerte de leyenda urbana se repitió el jueves 22 de febrero, al interior del equipo teatral, durante el estreno de Una vida en el teatro (A Life in the Theatre), la obra de David Mamet, presentada en el Estudio Paulsen, de Guayaquil, dirigida por Carlos Icaza, y protagonizada por Lucho Mueckay y Marlon Pantaleón. Lo que sí puedo decir es que, contrariamente a lo que dicen, esta primera función fue impecable en su puesta en escena, precisa en su desarrollo, y sus actores, cargados de vida, llegaron con su drama al corazón del público. Una maravillosa noche de estreno, y, como dicen los artistas, ¡con mucha mierda!

Dos actores viviendo el teatro, teatralizando la vida.
             La obra de Mamet confronta a dos personajes: Robert (Lucho Mueckay), un viejo actor que ha pasado su vida en el teatro y que se encuentra al borde del retiro, y John (Marlon Pantaleón), un joven actor que comienza a descubrir ese mundo y esa vida del teatro. La relación que se desarrolla entre ambos está signada por un vínculo paternal no resuelto y, al mismo tiempo, por una incipiente rivalidad que se avizora como un relevo generacional. Pero la obra tiene sentidos paródicos e irónicos sobre el misticismo del actor: después de todo, los personajes son actores mediocres que representan obras intrascendentes, en salas de teatro que apestan.
            Lucho Mueckay consigue hacer de Robert un personaje inolvidable: neurótico, obsesivo, un poco decadente, un viejo actor que, a pesar de aconsejar al joven para que tenga una vida fuera del teatro, lleva la vida como un teatro y asume el teatro como una vida. Sus gestos, su tono de voz, y, sobre todo, el manejo de la expresión de su rostro dan cuerpo a una actuación convincente, cargada de verdad artística y vital. La experiencia actoral de Mueckay se siente a lo largo de la obra: él sabe que su personaje debe sobreactuar cuando está representando la cotidianidad fuera del teatro; y también sabe que está “robando escena”, en las escenas de teatro dentro de la obra teatral. Tal vez le falta maquillaje para envejecer un poco más.

La escena del quirófano: el humor del error.
            Marlon Pantaleón es el joven John que empieza la carrera actoral. Pantaleón caracteriza su personaje con una sincera admiración hacia el viejo actor y, al mismo tiempo, con el tácito deseo de superarlo. Esta tensión la consigue a través de un manejo medido de su voz durante los diálogos; y mediante su desplazamiento en escena logra la compleja complementariedad con el viejo actor: el uno le dedicó su vida, el otro se la dedicará. Ambos saben que la sala teatral seguirá apestando y que, al final de la función, la noche se extiende en soledad. Si se afeitara —“afeitado como un actor”, como dice el viejo— se vería más joven y así, la distancia en edad entre ambos actores estaría mucho más clara.
            La obra de Mamet trabaja el teatro dentro del teatro. Las representaciones paródicas de una obra bélica de segundo orden, la escena de los dos socios en su oficina, la de la barricada revolucionaria, la de los náufragos, la del ensayo teatral o la de la humorística confusión en el quirófano, están muy bien logradas y el espectador se introduce en el oficio artístico de los actores. Pero, al mismo tiempo, la obra trabaja la vida de los actores dentro de la obra pero fuera del teatro representado: Mueckay y Pantaleón consiguen entregarnos, con enorme fuerza vital, a dos actores volcados apasionadamente a su arte, aunque su condición artística —la de los personajes, no la de los actores— sea mediocre. Lo que importa es la entrega al arte.

Daniela Vallejo, primera en la fila.
 El director ha aprovechado cada elemento de la obra. La música incidental saca partido de la particularísima interpretación jazzeada, de Uri Caine sobre “Las variaciones de Goldberg” de J. S. Bach. Los cambios de escenas, con la participación de los “ángeles negros con antifaces”, incorporan al libreto de la obra, el proceso mismo de los actores preparándose para salir a escena. A propósito, los “ángeles negros” estuvieron impecables en sus tareas auxiliares. Otro logro es el despliegue de vestuario que aprovecha de manera brillante los diseños originales, sobrios, adecuados a las escenas, y hermosos, de Gustavo Moscoso. La iluminación consigue un efecto onírico al mostrar a contraluz a los actores, tras el velo traslúcido de una pantalla, en el momento de cambio de vestuario. Ese camerino, espacio íntimo del teatro, queda fijado como parte esencial de la vida actoral.
Una vida en el teatro, la obra de David Mamet, producida por el Estudio Paulsen, nos reconcilia con el teatro como espectáculo, con la gente que dedica su vida a las tablas, y, con humor, amor y lucidez, nos sumerge en las vicisitudes vitales del mundo teatral. En la última escena, confrontado con la soledad vital, la frase “buenas noches” dicha en diferentes tonos por el viejo actor, resuena con el amor de toda una vida dedicada al teatro. Tal vez no haya necesidad de emborracharse al final de la función, pero vale la pena celebrarla.

Carlos Icaza, el director, (al centro). A su derecha Henry Silva, asistente de dirección. A ambos lados, los actores: Marlon Pantaleón y Lucho Mueckay. Y en los extremos, los "ángeles negros": Mary Pacheco, Leonardo Duque, Samuel Jara y María Belén Rodríguez.



domingo, enero 14, 2018

El turno de los inquisidores de San Borondón



            Como todos los niños judíos, Jesús fue circuncidado al octavo día de nacido (Lc. 2.21); el destino de su prepucio fue objeto de múltiples disputas y, a pesar de que su culto fue derogado por la Iglesia en 1900, en el pueblo italiano de Calcata dicho culto continuó, con procesiones el primer día de cada año, hasta 1983. En el penúltimo capítulo de Ulises, de James Joyce, al describir los caminos que siguieron Leopold Bloom y Stephen Dedalus, se habla directamente acerca del tema del divino prepucio y, de paso, se plantea de manera concisa el espíritu de las discusiones bizantinas sobre las reliquias relacionadas con los restos de Jesús:

A Stephen: el problema de la integridad sacerdotal de Jesús circunciso (1 de enero, fiesta de guardar, oír misa y abstenerse de trabajo servil innecesario) y el problema de si el divino prepucio, el carnal anillo nupcial de la santa iglesia católica apostólica romana, conservado en Calcata, sería merecedor de simple hiperdulia o del cuarto grado de latría acordado a la abscisión de tales excrecencias divinas como el cabello y las uñas de los pies.
           
            El jueves 11, el Pop Up Teatro Café, donde se exhibía la obra de microteatro El Santo Prepucio, protagonizada por Belén Idrobo y Prisca Bustamante, fue clausurado por el Comisario Segundo de Samborondón, Víctor Hugo Solano. Mientras este colocaba los sellos de clausura, un pequeño grupo de feligreses católicos, al grito de “A Cristo no se ofende”, clamaba por la suspensión de la obra. Según diario El Comercio[1], el arzobispo de Guayaquil, Luis Cabrera Herrera, agradeció la movilización de los fieles: “Con seguridad, las reacciones de protesta por la clausura no se harán esperar. Sin embargo hay que mantener una posición clara y firme en defensa de los valores éticos y espirituales”.

En el centro, el collage "Catalino", de la exposición Difícil de leer, entre mi luto y mi fantasma, de Marco Alvarado. Foto de William Orellana, El Telégrafo.
             En agosto del año pasado, en Quito, la obra “Milagroso altar blasfemo” fue, literamente, borrada de la exhibición colectiva La intimidad es política [Ver en este blog: Arte, blasfemia y censura], por presión de la Curia y acción del Municipio del Distrito Metropolitano. A mediados de noviembre, también del año pasado, en el Museo de las Conceptas, en Cuenca, un joven agredió el collage “Catalino”, parte de la muestra Difícil de leer, entre mi luto y mi fantasma, de Marco Alvarado, y, por presiones de las autoridades eclesial y municipal, el museo procedió a desmontar la exposición. La autoridad municipal no sancionó al agresor. Como en tiempos de la Inquisición, el poder eclesial y su brazo ejecutor, el poder civil, han actuado de forma sincronizada en estos tres casos de censura al arte, cobijados bajo leguleyadas municipales.
            La Ley Orgánica de Cultura, al definir los derechos culturales en su artículo cinco, literal “e”, define la “Libertad de creación” así: “Las personas, comunidades, comunas, pueblos y nacionalidades, colectivos y organizaciones artísticas y culturales tienen derecho a gozar de independencia y autonomía para ejercer los derechos culturales, crear, poner en circulación sus creaciones artísticas y manifestaciones culturales.” Asimismo, en su artículo cuatro, señala como uno de los principios rectores de la Ley, el de Pro-cultura: “En caso de duda en la aplicación de la presente Ley, se deberá interpretar en el sentido que más favorezca el ejercicio pleno de los derechos culturales y la libertad creativa de actores, gestores, pueblos y nacionalidades; y de la ciudadanía en general.”
No se debería argumentar desde las particulares creencias religiosas lo que está permitido o no en materia artística y literaria. Y menos utilizar, a través de la presión del poder institucional de la Iglesia, a la autoridad civil para que se convierta en el brazo ejecutor de la censura. El que sienta que una obra es ofensiva para sus creencias religiosas que no vaya a verla o que no la lea. Los colectivos religiosos, por supuesto, tienen la absoluta libertad para criticar, pública o privadamente, la obra artística y recomendar, llegado el caso, que los feligreses de su culto no la vean o no la lean. Lo que no pueden, porque va en contra la Ley y de los principios constitucionales, es impedir la libre circulación de las creaciones del arte y la literatura, aunque aquellas estén alejadas de sus gustos y, doctrinalmente, en contra de sus creencias religiosas.
El quinto tratado, “Como Lázaro se asentó con un buldero, y de las cosas que con él pasó”, de El lazarillo de Tormes, comienza con una definición clarividente frente a las estafas que llevan a cabo los mercaderes de bendiciones, reliquias y otras imaginerías religiosas que, abusando de las creencias religiosas de las personas, convierten la fe en un negocio de fetiches:

En el quinto por mi ventura di, que fue un buldero [clérigo que predicaba las bulas de la  Cruzada y recaudaba su producto], el más desenvuelto y desvergonzado y el mayor echador de ellas que jamás yo vi ni ver espero, ni pienso que nadie vio, porque tenía y buscaba modos y maneras y muy sutiles invenciones.

 El Lazarillo de Tormes también engrosó el Index (1564), de la Inquisición española, pero, afortunadamente, hoy se lee en el bachillerato como parte de nuestra tradición literaria. Al continuar aupando, desde los pronunciamientos de la autoridad eclesiástica, la mentalidad inquisitorial del siglo XVI, es como si el aggiornamento de la Iglesia Católica, promovido desde Vaticano II, que determinó la eliminación del Index por parte de Paulo VI, en 1966, no hubiese existido. La cuestión de la moral, la ética y la estética en arte y literatura ha sido y es un asunto de permanente debate, y no se resuelve a través de la censura promovida por beatos con mentalidad de inquisidores.


[1] “Arquidiócesis de Guayaquil agradeció movilización que provocó clausura de Pop Up Teatro Café”, El Comercio, edición digital, 12 de enero de 2018, 15h25.