Recital poético en el 26 Festival Internacional de Poesía de Medellín, el 19 de junio de 2016 |
No me alcanzan los
versos para el inventario
de tanta muerte en
la memoria
viva; no me
alcanza el aliento poético
y me asfixio, ya
sin cielo,
pero aspiro una
bocanada de aire
en los campos
enverdecidos por la vida.
Y habrá reconciliación y justicia y sanarán las heridas.
Patricia
Ariza, del grupo de fundadores del Teatro La Candelaria, conoce, debido a su
propia práctica artística alternativa y su militancia política desde los
sectores populares, aquello que significa ser una sobreviviente de la violencia
instalada en su patria como espectro de una historia de muertos y desaparecidos.
La noche del lunes 14 de marzo, ella dijo que anhelaba que Guadalupe, años sin cuenta, la icónica obra del grupo, fuera una
obra cuyo tema, muy pronto en estos tiempos, perdiera finalmente vigencia.
Patricia, que fue parte del equipo que investigó y montó la obra en 1975, bajo
la dirección de Santiago García, expresó también que tiene la esperanza de que
la violencia por motivos políticos, de que la persecución y los crímenes de
Estado sean, más temprano que tarde, episodios de un pasado que ya no habrá de
repetirse.
Pero
todos sabemos que la voluntad de los espíritus no es suficiente para sanar a los
cuerpos heridos. Las condiciones sociales, atravesadas por la inequidad y la
sed de justicia, son las semillas para que germine la violencia y sus flores de
luto sin tregua. La realidad de los pueblos olvidados, aquellos que habitan en
la marginalidad y luchan por el pan de cada día, aquellos que crecen sin
participar de la renta de la nación, es la más antipoética de las líneas que el
poder de los grupos hegemónicos cincela en la infame piedra de la injusticia.
Esa injusticia que Miguel Hernández, retrató así en “Vientos del pueblo me
llevan”: “Empieza a vivir, y empieza / a morir de punta a punta / levantando la
corteza / de su madre con la yunta. // Empieza a sentir, y siente / la vida
como una guerra, / y a dar fatigosamente / en los huesos de la tierra”.
La
violencia tiene su origen en un fallido pacto nacional incluyente, en la exclusión social,
en un sistema económico que ha privilegiado la voracidad de la acumulación
capitalista antes que el buen vivir de las personas y una sociedad para la que
los pobres son un obstáculo para el progreso y no la consecuencia de la
inequidad. Los trabajadores nos recuerdan, cada Primero de Mayo, que lo único
que añade valor en cualquier modo de producción es el trabajo del ser humano.
El pan recién horneado, cuya fragancia solidaria invade la mesa, es el alimento
que fortalece las bases para erigir la vida de una comunidad en paz. Sin el pan
compartido, difícilmente alcanzaremos la cena de la paz.
No me alcanzan los
versos para tanta violencia
pero sí para la
alegría de tu gente
buena, la de la
arepa fresca
en la mesa del
ajiaco y de la rumba;
tus negros del
Chocó, tus indios de la Guajira,
tus ruanas de
Nariño, tu pueblo.
Y habrá reconciliación y justicia y sanarán las heridas.
La poesía se ha
vuelto tantas cosas que cualquier cosa que sea posible es poesía. Hay poesía
para los gustos clásicos y para aquellos que desgranan el lenguaje mediante la
dolorosa experimentación de las palabras rotas; hay poesía para la íntima
deconstrucción y recomposición del sujeto posmoderno escindido para siempre en
la historia, y para aquellos que todavía tiene fe en el poder seductor del
poema. Hay poesía para el pan, para los tiempos de la guerra y para el momento
de la paz. O, como escribió Neruda en su “Oda a la poesía”: “Yo te pedí que fueras / utilitaria y útil, / como metal o harina, /
dispuesta a ser / arado, / herramienta, / pan y vino, / dispuesta, Poesía, / a
luchar cuerpo a cuerpo / y a caer desangrándote”.
Pero
la paz, al igual que la poesía, requiere de la palabra que fluye espontánea mas
también de que la se instala precisa en el verso. La paz requiere que
desarmemos el lenguaje cotidiano de la política doméstica. Requiere, no solo que
los dirigentes cambien ese tipo de adjetivación en sus discursos que, como
decía Huidobro, “cuando no da vida, mata”, sino que las personas desarmen sus
espíritus y los abran hacia el reconocimiento de la Otredad. Hay que desarmar
el lenguaje para que desaparezcan los oportunistas de la guerra: aquellos que,
con una mezcla de Tartufo y Torquemada, se aprovechan de la violencia del mundo
y, así, echan lodo sobre la mesa en donde se trabaja para que desaparezca la
violencia de la aldea.
En términos humanos,
todos somos LGBTI y es bajo la luminosidad variopinta del arcoíris que la
poesía nos entrega su palabra para que seamos un poco más nosotros mismos; para
que dejemos de ser aquel ente que procrea la maquinaria procesadora de la
cultura del entretenimiento. Como reza Ernesto Cardenal en su “Oración por
Marilyn Monroe”: “Ella no hizo sino actuar según el script que le dimos, / el
de nuestras propias vidas, y era un script absurdo. / Perdónala, Señor, y
perdónanos a nosotros / por nuestra 20th Century / por esa Colosal
Super-Producción en la que todos hemos trabajado. / Ella tenía hambre de amor y
le ofrecimos tranquilizantes”.
La poesía habita
entre nosotros para que la libertad nazca desde el profundo cuestionamiento al
yo, el que se esconde tras la máscara que somos y el que se muestra en el
antifaz que vestimos cada día; para que, en medio de la violencia cotidiana,
nos enfrentemos reconciliados a la verdad de nuestra insoslayable finitud. Y,
sin bien existe la libertad para escribir y leer todo tipo de poesía, sigo
cantando como Gabriel Celaya: “Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural
por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. /
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse”.
El cadáver de
Sucre quedó en un camino de Berruecos, el 4 de junio de 1830; Rafael Uribe
Uribe, amigo de Eloy Alfaro, cayó bajo el hachuela enloquecida el 15 de octubre
de 1914. Pero no hubo culpables, solo
sicarios. El 9 de abril de 1948, Bogotá se pobló de cadáveres durante la
tarde y existe un luto que perdura en el asfalto de sangre; el 17 del mes
navideño del 86, la palabra de Guillermo Cano fue acribillada pero se mantiene
encendida; en un avión, a treinta mil pies de altura, el 26 de abril de 1990,
Carlos Pizarro voló por última vez, y su vida se marchitó en plena primavera. Pero no hubo culpables, solo sicarios. Fueron
más de cinco mil pero nadie lo cree, más de cinco mil en la bananera del olvido
y Bernardo Jaramillo uno de ellos, el cuerpo del 22 de marzo de 1990, un nombre
que encierra a todos los nombres; el viernes 13 de agosto de 1999, Jaime Garzón
fue desdibujado de seis balazos. Pero no
hubo culpables, solo sicarios.
Quiero
seguir pero no puedo; puedo continuar pero no quiero. ¿Para qué más sangre? Y,
sin embargo, más allá de la cobardía y la mala conciencia del poeta, está la
urgencia de la memoria, la verdad que requieren los deudos, la justicia que
aplaca el ansia, la reparación que consuela al doliente, la promesa de no
repetición que tranquiliza. La memoria es persistencia de la vida y solo con
ella habremos de derrotar al olvido, para ya no temer a la muerte.
Guadalupe, años sin cuenta, es
la obra paradigmática de un teatro que cultiva la memoria histórica, una
propuesta teatral marcada por la confrontación ética con las prácticas
políticas de los sectores hegemónicos. La obra es una crítica a los círculos oligárquicos,
al poder arbitral de los militares en la sociedad, a la alienante influencia de
la Iglesia en el cuerpo social y al abismo que separa el espíritu del
campesinado y el de las élites de la capital. Una obra que se ubica en unos años
concretos pero cuyo drama se extiende hasta los días presentes: es como si la
violencia política fuera un malestar continuo de la sociedad.
Es por lo que nos enseña esta obra
emblemática del teatro latinoamericano que, como en “Masa” de César Vallejo, se
requiere de la solidaridad de todos los seres frente al muerte, para que aunque
sea uno solo de la especie recupere la celebración de la vida: “Entonces, todos los hombres de la tierra / le rodearon; les vio el
cadáver triste, emocionado; / incorporóse lentamente, / abrazó al primer
hombre; echóse a andar”.
Aquella violencia de tantos años
debe dar paso al perdón, a la reparación, a la reconciliación. En el espacio en
donde habremos de compartir el pan, sentir la plenitud de la poesía en
nosotros, y construir la paz y la justicia para la convivencia nos
reconoceremos diversos, distintos, otros, pero, al mismo tiempo, nos sabremos
una especie signada por la capacidad de resistir en nombre de la vida y del
amor. O, como escribe José Luis Díaz-Granados en “El futuro era hoy”: “Entonces
el futuro es este instante / en que volvemos a nacer / un peldaño más arriba de
todo, / más arriba de todas las edades, / de los destierros y de los despojos”.
Así es como nos reconoceremos sobrevivientes y podremos entender la alegría de
la paz en los llamados territorios que no son otra cosa que las tierras de los
campesinos; esos pobladores que viven lejanos al entendimiento de los centros de
poder, aquellos que requieren tanto de los créditos y el arado como de la
semilla de la esperanza.
Recordemos que, en 1959, Roberto
Fernández Retamar celebraba la dignidad recuperada de su patria mediante el
sacrificio de esos otros que no conocemos, haciendo uso de una palabra que es
un homenaje a los que murieron, en otros ámbitos, para que nosotros estemos
vivos: “¿sobre qué muertos estoy yo vivo, / sus huesos quedando en los míos, /
los ojos que le arrancaron, viendo / por la mirada de mi cara, / y la mano que
no es su mano, / que no es ya tampoco la mía, / escribiendo palabras rotas /
donde él no está en la sobrevida?”. Y es que siempre resultará más fácil hablar
de continuar la guerra cuando a ella van los hijos de los otros, y cuando esta
sucede lejos, muy lejos de los clubes exclusivos en donde se habla de aquella frente
a un whiskey en las rocas.
En el contexto de estos tiempos, las palabras de Patricia Ariza, aquella
noche de inauguración del Festival de Teatro Alternativo, cobran relevancia. Dicen los que cantan nuestras penas: Guadalupe Salcedo es el viento del
llano que silba desde la eternidad. Una memoria de fuego y flores. Él es un espectro que sobrevive en estos años sin cuenta pero que debería quedar
anclado en el pasado de los años cincuenta, para que el cese de la violencia se
instale al fin en la misma sociedad que produjo la guerra y comience una nueva
cuenta de años para construir la paz.
No me alcanzan los
versos pero me envuelve
la visión de tus
parques florecidos,
tus campos regados
con semillas de paz;
Colombia, la
tierra
de la memoria, del
bambuco y las mariposas
amarillas; la
tierra del café, la del cacique Sopó.
Y habrá reconciliación y justicia y sanarán las heridas.
Con el poeta Freddy Ñáñez, ministro de Cultura de Venezuela; sentados: los poetas Gustavo Pereira (Ven) y Juan Manuel Roca (Col) |
PS: Este texto fue leído en el XVI Festival Internacional de Poesía, de Medellín, el 20 de junio de 2016, en mesa sobre "Poesía, paz y reconciliación".
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