A propósito de la presentación de El sacrilegio de Maruja Hernández, de Alfonso Oramas Velasco
Parque Histórico de Guayaquil, Samborondón, 9 de junio de 2010; Libri Mundi, Quito, 6 de agosto de 2010.
Parecería que las palabras de la crítica literaria están condenadas a ser un galimatías en sí mismas. No aparecen cuando el proceso de escritura de la obra se desarrolla que es, tal vez, el momento cuando el autor más las necesita, aunque las mayor parte de las veces los escritores estamos, por deformación del genio creativo, poco dispuestos a escucharlas. Y, sin embargo, aparecen cuando la obra está publicada y ya no le sirven al autor sino para saber si su creación se inscribe en corrientes de moda, se ancla en el pasado o propone alguna novedad, si lo escrito merece la pena de ser leído.
Parque Histórico de Guayaquil, Samborondón, 9 de junio de 2010; Libri Mundi, Quito, 6 de agosto de 2010.
Parecería que las palabras de la crítica literaria están condenadas a ser un galimatías en sí mismas. No aparecen cuando el proceso de escritura de la obra se desarrolla que es, tal vez, el momento cuando el autor más las necesita, aunque las mayor parte de las veces los escritores estamos, por deformación del genio creativo, poco dispuestos a escucharlas. Y, sin embargo, aparecen cuando la obra está publicada y ya no le sirven al autor sino para saber si su creación se inscribe en corrientes de moda, se ancla en el pasado o propone alguna novedad, si lo escrito merece la pena de ser leído.
¿Es inútil, entonces, la crítica? Hasta donde me cobijan mi práctica de escritura y mi tarea académica, la crítica literaria puede llegar a ser una visión iluminada e iluminadora sobre una obra o conjunto de obras que dialogan entre sí, y con ello construir una lectura inteligente y sensible que despierte nuevas lecturas en otras inteligencias y sensibilidades. Pero la crítica sirve muy poco a la hora de la creación, ese tiempo sagrado en el que un autor o autora se enfrenta a su intimidad en plena batalla con sus propios modos expresivos en la necesidad de decirle algo a alguien. En mi experiencia de escritor he comprobado que poco ayuda la crítica a resolver la íntima confrontación con las palabras a la que se ve abocado todo escritor, toda escritora.
Así que no voy a abordar con las palabras de la crítica literaria esta primera novela de Alfonso Oramas Velasco, El sacrilegio de Maruja Hernández pues cualquier expresión, justamente por lo solemne, me parecería ligeramente banal frente a un hecho escriturario que es una fiesta, y como toda fiesta, manifestación lúdica de la libertad. Quiero, más bien, celebrar junto a ustedes la aparición de esta, literariamente hablando, esperanzadora opera prima con una especie de sesión abierta de taller literario a propósito del libro que en esta noche presentamos.
Por lo dicho acerca de la crítica es que, a lo mejor, el espacio del taller tiene una razón de existir. Igual que en el Medioevo los aprendices se reunían alrededor de un Maestro para aprender artes y oficios mediante la pedagogía colectiva del hacer y deshacer, del producir y corregir, del mostrar y ver, en el taller literario, los aprendices de brujo se reúnen con el ánimo de convertir las palabras de la lectura crítica del texto en proceso en palabras que influyan en su escritura. Para que este milagro suceda el aprendiz tiene que despojarse de la soberbia del creador y asumir la dolencia que implica la intervención ajena en la obra propia.
Es cierto que la proliferación de talleres ha traído consigo la proliferación de escribidores que confunden un proyecto estético de escritura con el cumplimiento de textos-tareas y creen que todo lo que se lee y trabaja en el taller debe ser publicado de inmediato. Pero no es menos cierto que el taller, como espacio de aprendizaje comunitario, permite confrontar los textos de un proyecto de escritura con lectores atentos, privilegiados, y, al mismo tiempo, asumir las herramientas básicas de la literatura a partir de la observación mutua y el diálogo franco.
Dije que estamos ante una esperanzadora primera novela entre otras cosas porque se siente en ella la pasión por dar testimonio del ser humano y de la necesidad de justicia y compasión. Maruja Hernández y su hijo Jackson son personajes salidos de la realidad de nuestra gente, seres en quienes la felicidad y los sueños viven intactos. El capítulo XXII, en el que Maruja cuenta sus “momentos felices” es de una sencillez y una veracidad conmovedoras: en él está sintetizado el cariño del autor por sus personajes y, en términos de composición, la condensación de esa vida que va a ser confrontada con la dureza indecible del stabat mater.
Pero, en medio de la esperanza que provoca su obra inicial, debe saber Alfonso Oramas que la literatura es una pasión excluyente. En ella se vierten todas las pasiones humanas y por ella una vocación se convierte en necesidad vital. La literatura no es un pasatiempo para llenar los ratos libres; es el centro de la libertad del espíritu de quien la escoge para ser, para vivir. En este sentido, no basta con tener talento para escribir, como indudablemente lo tiene nuestro aprendiz de brujo —y, en esta novela, su escritura desenvuelta, clara a la hora de narrar, así lo demuestra—; hay que escribir con todo el talento posible para ser en la vida.
Tal vez alguien piense que estoy exagerando pues cómo se puede decir de manera tan definitiva que la escritura nos define el vivir cuando, en nuestro medio, ni siquiera permite sobrevivir. Pues, justamente en esa paradoja existencial, reside el sacrilegio de quienes opta(n)mos por la literatura. De alguna manera, quienes creemos en la literatura somos los Jackson Caicedo de la novela de Alfonso Oramas que soñamos con una España amable y acogedora como madre patria que se dice que es de nuestros pueblos, aunque nos topemos con la realidad de la intolerancia frente a lo que no se considera productivo, en el sentido económico del término, tal como los migrantes que esperan ser recibidos con los brazos abiertos se topan con los puños cerrados de la xenofobia.
Para escribir novelas se requiere vivir con intensidad no sólo aquello que nos toca, sino también aquello que buscamos vivir. Alfonso Oramas lo entenderá con el inevitable paso de los años y, seguramente, verá con mayor profundidad y criticidad, y, a lo mejor, con mayor desenfado y desengaño, al personaje de Juan José Torrenti porque la escritura es también una morosa (y, a veces, también amorosa) exploración de uno mismo. Su novela de hoy, asume retos vitales importantes y sale airosa la más de las veces: la narración en primera persona de Maruja Hernández podría ser un exceso al momento de adentrarse en la sicología profunda del personaje pero revela la audacia de un autor que no le teme a los retos: aunque a veces la expresión no corresponde al personaje, hay pasajes conmovedores que revelan el alma sencilla de Maruja. Pero, creo que es la experiencia vital lo que nos permite darle voz al alma de cada personaje: por eso es tan compleja y difícil la primera persona narrativa.
Seguramente, nuestro joven autor, pasó por la experiencia de sentir que la literatura es un combate perdido con el lenguaje. ¿Por qué digo perdido? Pues porque siempre nos queda resonando la frase en un punto de nosotros mismos donde sabemos que pudimos haber dicho de mejor manera lo que finalmente dijimos. ¿Cómo decir lo que queremos sin suene a lugar común, a superficial, a manido? En esta novela, el autor ha huido del lugar común como de la peste; se adentra en profundidades filosóficas en las que queda en evidencia su juventud pero también su búsqueda esencial de lo profundo.
No me gusta dar consejos porque no me gusta que me sermoneen. Y los profesores solemos caer frecuentemente en este vicio paternal. Recuerdo que Truman Capote, uno de mis escritores favoritos en alguna época de mi vida puesto que uno va cambiando de favoritos a medida que crece —aunque es necesario precisarlo: lo esencial para uno, permanece inamovible: en mi caso, Cervantes, Flaubert, Henrich Böll, García Márquez, Jorge Enrique Adoum, entre muchos otros— dijo que si tenía que dar un consejo a un escritor joven le diría que nunca, jamás, le hiciera caso a ningún maldito crítico.
No obstante, con la sospecha de que Alfonso Oramas no me hará caso, quiero hablarle sobre su segunda novela. No tengo la menor idea de cómo será. Sólo sé lo que he leído en la solapa de la edición de su primera novela: “Actualmente trabaja en su segunda novela.” Pues… me parece muy bien que siga trabajando en ella y que en cada jornada de trabajo recuerde que a la segunda novela los lectores críticos no la dejarán respirar siquiera: lo que en la primera es esperanza de buen escritor, en la segunda será esperanza frustrada; lo que en la primera es error de principiante, en la segunda será incapacidad para la escritura.
Sé, por experiencia propia, que lo más difícil para un escritor que empieza es aceptar que no es lo mismo querer publicar libros, que no poder vivir sin escribir literatura. Si Alfonso Oramas ya está trabajando en su segunda novela es porque la literatura le importa, es porque el talento para la escritura habrá de convertirse en él en escritura, así de simple; claro está que a condición de que se dé cuenta de que a la literatura la enmohece la domesticidad de los Cáncer puesto que nació bajo el signo de Piscis: siempre quiere ser el centro de la vida.
Confieso que leí El sacrilegio de Maruja Hernández, de Alfonso Oramas Velasco, con agrado, con alegría, con gusto, con esperanza. Tiene la frescura, la inocencia y los errores típicos de los primeros textos de un autor pero sobre todo tiene las ganas de narrar, el fluir de las lecturas del autor, y, algo que para mí es fundamental pero que ha sido olvidado con la amoralidad posmoderna, tiene pasión y compasión por la condición humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario