José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, octubre 20, 2025

Oficiantes de la poesía en Salamanca

En Salamanca, del 12 al 15 de octubre, con el lema Bajo la sombra de los vencejos, se desarrolló el XXVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, coordinado por el tan generoso como infatigable poeta Alfredo Pérez Alencart. El encuentro rindió homenaje a Carmen Martín Gaite (1925-2000) en su centenario; a Gabriel Chávez Casazola, de Bolivia, y Carlos Aganzo, de España. Asimismo, Salvador Madrid, de Honduras, y Juan Carlos Mestre, de España, fueron reconocidos como Huéspedes Distinguidos de Salamanca, y yo recibí la Medalla Fray Luis de León de Poesía Hispanoamericana.

El ciego y el lazarillo, a orillas del río Tormes, en el puente romano, Salamanca. (Foto: R. Vallejo, 2025)

Con el ciego y el lazarillo, a orillas del río Tormes

 

Cuenta Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, que a su madre que estaba en el molino, situado en el cauce del río, le tocó el parto una noche: «Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre».[1] Lázaro, ya de ocho años, es entregado al ciego, su primer amo. Antes de salir de Salamanca, se detienen frente al animal de piedra parecido a un toro, a la entrada del puente romano, y el ciego le dice al niño que pegue su oreja al animal para que oiga un gran ruido dentro. «Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabaza en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome: —Necio, aprende: que el mozo de un ciego un punto ha de saber más que el diablo. Y rio mucho de la burla». (28)

Nada más mirar la escultura de bronce del ciego y el lazarillo, a orillas del río Tormes, junto a la escultura del animal de piedra, que toda mi adolescencia lectora apareció ante mí: entonces, recordé que mi ñaño Tito me regalaba semanalmente los Clásicos Ariel de la Literatura Ecuatoriana, la Biblioteca Básica Salvat y otros libros. Mientras contemplaba la escultura, el monumento y el río, la emoción bullía en mi adentro por esa posibilidad de vivir con mis sentidos, lo que imaginé con mi lectura adolescente. Mi ñaño ya no está en este mundo, pero permanece conmigo en el ejemplar del Lazarillo que aún conservo subrayado y anotado con la manía del solitario que empieza a descubrir el mundo que palpita en la literatura. Intuía la poesía en el mundo y la poesía se develaba ante mí en los libros.

 

Cátedra de Fray Luis de León en la Universidad de Salamanca (Foto: R.Vallejo, 2025)
 
 En la cátedra de Fray Luis de León

 

            Los malquerientes de Fray Luis de León lograron que la Inquisición lo encarcelara por casi cinco años por su trabajo intelectual. La traducción del Cantar de Cantares del hebreo directamente al castellano y su afán hermenéutico sobre los textos bíblicos desde la lengua original antes que desde la Vulgata de San Jerónimo fueron consideradas posiciones heréticas. Ese mismo Cantar que, siglos más tarde, resuena en los versos de Paola Valverde Alier, de Costa Rica, cuando canta al amado en alas de murciélagos: «Dame tu miel embravecida. / Tu miel de rapadura; / dulce y punzante. / Tu miel agreste. / Tu miel blanca. // Quiero el néctar, / la corola, / bajar al cáliz de la flor. / Frotar mi cara en el polen. / Pincharme con tus espinas».[2]

El domingo 12, visitamos el aula en donde Fray Luis impartía cátedra. La soledad del aula, que olía a siglos de saber, estaba poblada de seres invisibles que, a través del tiempo, permanecen atentos a lo que el fraile decía ayer y que nos ha legado hasta nuestro presente. Así lo cree Alfredo Pérez Alencart: «Pasa que pernocto Salamanca solo para que Fray Luis / se me descuelgue desde el recuerdo carnoso de sus liras, / desde su cuaderno de deberes que va cayendo —siemprevivo— / esta noche arrugada en que le planto conversa».[3]

Sucede, además, que el artista Miguel Elías ha plasmado en el lienzo a un Fray Luis en púrpura luminoso de trazos expresionistas y yo lo recibo como parte de un inmenso e inesperado honor por causa del modesto quehacer literario que me define como persona. Y pienso en Fray Luis y su amigo Francisco Salinas, el músico ciego, que, al decir poético de Carlos Aganzo: «Toca el órgano / cual si tocara nubes en un cielo / de ardiente oscuridad. // Luz no usada, decía / Fray Luis cuando escuchaba / en la memoria el gozo de Salinas». (35)

 

El espíritu de Unamuno

 

            Miguel de Unamuno es parte de la historia no solo de la Universidad de Salamanca, sino de la esperanza del ser humano y su resistencia contra al fascismo. El 12 de octubre de 1936, pronunció sus célebres palabras antes la arremetida brutal del general Millán-Astray que al grito de «¡Mueran los intelectuales! y «¡Viva la muerte!» interrumpió su discurso de orden como rector. Enfrentando al tumulto que ocasionó la virulencia de los gritos fascistas, Unamuno concluyó: 

 

Acabo de oír el grito de ¡viva la muerte! Esto suena lo mismo que ¡muera la vida! Y yo, que me he pasado toda mi vida creando paradojas que enojaban a los que no las comprendían, he de deciros como autoridad en la materia que esa paradoja me parece ridícula y repelente […] Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha: razón y derecho.

 

Lo recuerdo ante el aula que lleva su nombre, pero quiero recordarlo más en un poema de Gabriel Chávez Casazola que evoca a Miguel de Unamuno así: «Por si no hay otra vida después de esta / haz de modo que sea una injusticia / nuestra aniquilación; de la avaricia / de Dios sea tu vida una protesta». (75) Y esa fuerza del lenguaje, esa verdad paradojal de la poesía, esa persistencia del martillo sobre el herraje apoyado en el yunque cuando se convierte en el sonido azul de las campanas es, asimismo, celebración del intelecto al que apela el magisterio de Unamuno y que encuentro en estos versos de María Ángeles Pérez López: «Las palabras también piden ser viento / que arrase los paisajes de la usura, / también piden ser fuego y tolvanera, / respingo que celebra en su osadía / la roja ceremonia de vivir».[4]  

 

Biblioteca,, U de Salamanca (Foto: R-Vallejo) 
Hai excomunión reservada a su Santidad…

 

            El martes 14, temprano en la mañana, visitamos la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca. Se encuentran ahí los famosos incunables del siglo XV al igual que más de sesenta mil ejemplares salvados de la carcoma del tiempo, y se respira ese polvillo invisible que se desprende de las páginas del saber acumulado de los siglos. Manuscritos, documentos, mapas, libros, la palabra en el papel iluminado como memoria de un mundo que le ha legado un saber antiguo al mundo de hoy. Y, nosotros, herederos de tanto pensamiento, de tantos sentires, de tanto asombro, marcados por la persistencia de la escritura.

            El hondureño José Antonio Funes contempla los estantes y su mirada se enciende porque sabe de la complicidad y los afectos que los libros encierran en el lugar preciso: «La casa se hacía cada vez más pequeña. / Mis libros, los advenedizos, / iban incomodando, / ganaban espacio a los muebles, desplazaban a los objetos […]  Tuve que huir con ellos, / asilarnos en casa de amigos donde a los tres días apestábamos […] Hoy me defienden de esta soledad donde la casa es grande, / cierran filas, centinelas de mis sueños».[5]

            En las esquinas de la biblioteca, la severidad del claustro anuncia, no sin que nos llegue el mensaje con cierta ironía contemporánea, pues hoy se dice que nadie roba libros, sino que los expropia: hai excomunion / reservada a su santidad / contra qualesquiera personas, / que quitaren, distraxeren, o de otro cualquier modo / enagenaren algun libro, / pergamino, o papel / de esta bibliotheca, / sin que puedan ser absueltas / hasta que esta esté perfectamente reintegrada. 

 

Una diversidad de versos que aún resuenan en mí

 

 

Retrato de familia, XXVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, frente a la entrada principal de la Universidad de Salamanca, (Foto: Luis Aguiar, 2025)

            Un encuentro de poetas es una celebración de la poesía y sus diversas formas expresivas: que la variedad del mundo sea posible en cada verso y que los más distintos tipos de poemas sean una posibilidad para la existencia de la poesía es una fiesta sin fin de la palabra y las más disímiles formas de su belleza.

            La incertidumbre es una arista de la poética del colombiano Alejandro Cortés González, que con La luz de la vida detenida, ganó el XII Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador: «La poesía que leo me ha quemado los ojos / La poesía que rayo me ha quemado los huesos / Cuerpo que dibuja en el piso las fronteras de su propio cadáver // Ahora que soy ceguera de vísceras frente al precipicio / Ahora que me abismo ante espejos negros // ¿De dónde me sostengo».[6] Y esa incertidumbre lo lleva a indagar en la poesía de varios de quienes lo antecedieron —Dylan Thomas, María Luisa Bombal, Ernesto Cardenal, Sylvia Plath, etc.— hasta alcanzar a su coterránea María Mercedes Carranza, que regresa a su casa después de morir: «La cortina tiene el peso de las moscas / lentas / gordas / perezosas / No hay corriente que las espante / Moscas a contraluz de los velos […] No hace falta hablar para construir a alguien / En esta casa de moscas ya se dijo la última palabra» (83-84).

            Josefina Aguilar Recuenco nos leyó algunos pasajes de Leonora dentro, XLII Premio Leonor de Poesía 2023. Se trata de un poemario que tiene la cualidad de estremecer de manera sostenida y profunda a través de un texto poético que es un extenso alegato desde el interior de la lúcida locura de la pintora Leonora Carrington, que fue internada en un sanatorio psiquiátrico, en Santander, en 1940. Uno se encuentra en cada página con versos tan conmovedores como este: «Llamo a todas las coníferas a mi cama  Una orgía de bosque puede arder de blanco  Ellos dejan que pasen la noche conmigo  Mi cama se hunde de bosque  /  Ellos creen que mi bosque está sujeto por sus débiles camisas de fuerza».[7] La insania de la creación artística, el fluir alucinado de la mente brillante, el dolor de estar atrapado en la prisión de la mente a donde todo confluye y en donde todo se mezcla: «Leonora con cinco clavos al costado del mar  Cinco clavos en la muñeca para que pinte monstruos, los monstruos de la nana mexicana  Cinco es el número donde resucito después de Cristo» (55). Y en el poemario, todo se precipita sin sosiego hacia la sima de aquel abismo en donde se estrella la lucidez enajenada, la paradoja trágica de ser consciente de la locura. Lo sabemos, pero vale la pena recordarlo: eran los tiempos del fascismo y Leonora sufrió una violación grupal de los requetés y la separación de Max Ernst, cuando este fue enviado al campo de concentración de Les Milles por los nazis que ocuparon Francia. Leonora necesita sanar, pero para sanar debe volver de aquel inframundo del sanatorio: «Leonora al fondo del vaso. Leonora al fondo del bosque aúlla con piedra de lobo Aúlla con agua de nube  Tiene dientes para el ratón y diente para el hombrecito que sale de casa y cierra la ventana  Para que todo el universo entre por ella» (74-75). Y ella escapará del sanatorio, regresará de aquella nada con el poder de una sacerdotisa que ha dejado atrás el abismo de la locura y vuela: «Mi habitación de alquimista tiene fiebre de pájaros  Soy ese pájaro de plomo que vuela en oro» (107).

            Versos piadosos y apasionados, versos limpios y luminosos que dan cuenta de una tradición y sus rupturas: «Cada isla es escala, / cada marea viaje, / cada colina ancla, / cada almendro amarre, / cada puerto la posibilidad / de una nueva travesía. // Odiseo fue el primero, / tras él embarcamos todos».[8] El arte de Maru Bernal no solo reside en la manera como su cuerpo interpreta su poesía, sino en la reescritura de la mitología griega. No todos volvimos de Troya, XXV Premio de Poesía Ciudad de Salamanca, es una particular teogonía de viajeros que perennizan los mitos. Ellos nos interrogan desde la antigüedad porque las preguntas continúan siendo las mismas y, a su vez, distintas: somos viajeros extraviados, sedientos de verdad y necesitados de expiar nuestras culpas, igual hoy que ayer. ¿Es posible que Jasón vuelva al lecho de Medea? ¿Es posible evitar la tragedia del abandono y el crimen? ¿Habrán transcurrido los siglos en vano? «Pero Medea había ensanchado de caderas / y la preciada túnica se apolillaba en el arcón. / Quizá la culpa fuera de sus pechos caídos, / de la piel agrietada, / de ese rictus amargo, / de una sonrisa siempre crispada. / “¡Cuesta ser extranjera en tierra bárbara!”» (49).

           

Teatro Liceo de Salamanca. Escenario de la ceremonia inaugural del XXVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos y de los recitales del 12 y 13 de octubre de 2025. (Foto: Josefina Aguilar Recuenco)

Verónica Delgadillo (Bolivia) sabe del verso preciso imbricado en la imagen de una «Mujer inmóvil en la ventana»: «A veces basta un solo verso / para coser lo que / la noche desgarró».[9] Jorge Hurtado (Perú) da cuenta de la dureza de la vida y la poesía: «…un mundo donde la enajenación / es deslumbrante / y mi cadáver, bajo un árbol pétreo: / un chorro de palabras» (204). Marta Eloy Cichoka (Polonia), nos descubre lo que sucede tras una anomalía de la virtualidad y nos propone otra forma de confrontar al mundo: «hay que tener los ojos muy abiertos / para ver las cosas como son // pero hay que tener los ojos bien cerrados / para ver lo que se esconde detrás» (166). Alejandro Banda (Chile), que conoce el arte de juglares, expone y disecciona las huellas transeúntes en su patria: «Los ecos son difíciles de asir en Valparaíso / de repetir como únicos / de tomarlos en el aire / y regresarlos a la arboleda […] Del recuerdo se desgajan / los ecos militantes / los ecos que meditan / que intentan, que crecen: / son tomados por el viento» (156).

Dennis Ávila (Honduras), migrante por amor, se internó en la montaña para ofrecernos la revelación que le entregó comunicación íntima con la naturaleza en Los excesos milenarios, VII Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador: «Hay un epicentro en el felino que creo que lo desiertos. // Cámara lenta el alud, / cuarto de máquinas un volcán […] Las deidades olviden lamerse / como jaguares / en su instante sabático. // El planeta resiente cada paso. / Hay un felino en el epicentro de sus días».[10]  Leocádia Regalado (Portugal) habla de la nostalgia y los recuerdos que se anclan a lo cotidiano: «Desde lejos / me acerco a esos aires / que se impregnan cada día más / en esta espera del ansiado regreso / a las cosas sencillas / y sinceras / de la isla» (37). Clara Schoenborn (Colombia) indaga la condición de mujer en sus versos y también los dolores de su país, con una palabra que fluye sencilla y profunda: «Nunca pensamos en los buitres / hasta la mañana en que nos masacraron. // Nadie nos dijo que hablarían en nuestra lengua, / que nos bailarían majestuosos la danza del adiós […] A qué hora terminará su ceremonia, / tal vez cuando nuestros ojos / se sumen a la redondez del cielo» (178).

            Podría seguir ejemplificando la variedad expresiva de los oficiantes de la poesía que participaron del encuentro. Esta crónica se ha vuelto excesiva, a lo mejor porque la poesía es un torrente de agua fresca que fluye inagotable sobre el desierto de un mundo hostil con la palabra poética. Una hostilidad que atraviesa los tiempos, tal vez porque la poesía confronta al ser humano con la única certeza posible que es su finitud. Y termino esta crónica con la plegaria que eleva Mar Russo (Argentina) a una línea familiar de mujeres que están presentes en ella, igual que la poesía está presente en nuestros espíritus: «Tu acento respira en el mío, / las olas deshacen campanas en su garganta, / y un murmullo inesperado se abre detrás de la puerta: / allí estás, madre, / constelación que aún arde en mi signo. // Abuela Estela abrió la orilla, / vos resguardaste su marea, / y yo, Marisa, me alzo / en corrientes que avivan fuegos antiguos» (129).

 

Colegio y Hospedería Arzobispo Fonseca, lugar de alojamiento del Encuentro (Foto: Josefina Aguilar Recuenco, 2025)
 


[1] Anónimo, Lazarillo de Tormes, y Luis Vélez de Guevara, El diablo cojuelo, edición y notas de Inmaculada Ferrer, prólogo de Francisco Rico, Biblioteca Básica Salvat # 59 (Estela: Salvat Editores, 1971), 25.

[2] Paola Valverde Alier, «Murciélago en el jardín de los agaves», Bajo la sombra de los vencejos, XXVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, antólogo y director del Encuentro Alfredo Pérez Alencart (Salamanca, EDIFSA, 2025), 217. En las siguientes referencias, lo números entre paréntesis indican la página de esta edición.

[3] Alfredo Pérez Alencart, «Fray Luis aconseja que guarde mi destierro y Álvaro Mutis confirma el final de las sorpresas», Alumbrado público (Ibagué: Caza de Libros, 2023), 7.

[4] María Ángeles Pérez López, Cuerpo y color de la flecha (New York: Nueva York Poetry Press, 2025), 104.

[5] José Antonio Funes, «Un lugar para mis libros», Estación permanente (Pamplona: Editorial Graviola, 2023), 48.

[6] Alejandro Cortés González, La luz de la vida detenida (Salamanca: Ediciones Diputación de Salamanca, 2025), 29.

[7] Josefina Aguilar Recuenco, Leonora dentro (Soria: Diputación de Soria, 2024), 35.

[8] Maru Bernal, No todos volvimos de Troya, 2da ed. (Salamanca: Los versos de Cordelia, 2024), 108.

[9][9] Vero Delgadillo, Honeypot (Santa Cruz de la Sierra: Fruit Salda Shaker / Osvaldo Editorial, 2025), 29.

[10] Dennis Ávila Vargas, Los excesos milenarios (Salamanca: Diputación de Salamanca, 2020), 27.

lunes, octubre 13, 2025

Tambores para una poesía perdida

Marcelo Báez Meza que, además de ser un escritor de indispensable lectura es un aplicado y generoso editor, llevó adelante el minucioso y amoroso trabajo de compilación y estudio de la poesía de Velasco Mackenzie, que, bajo el título No tanto como todos los poemasse presentó en la FIL de Guayaquil, el pasado 19 de septiembre. El libro está publicado bajo el sello de Báez Editores y la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Compartí el trabajo de edición con Marcelo y escribí el posfacio que ustedes pueden leer a continuación.

Jorge Arteaga, Sueño erótico, óleo sobre tela, 180,5 x 140 cm, Premio Salón de Julio 1980.



            Existe un poema de Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 16 de enero de 1948 – 24 de septiembre de 2021) que vive extraviado entre los vericuetos del laberinto municipal y húmedo de la ciudad de la ría y los manglares. Él, que transitó las aulas de la Escuela Municipal de Bellas Artes, puso a dialogar un texto poético con una pintura que, hasta donde han llegado mis pesquisas, no se sabe en qué lugar de la reserva del Museo Municipal de Guayaquil se encuentra, ya sea porque anda perdida en algún recoveco edilicio o ya sea porque, durante uno de los períodos caóticos que vivió el municipio, la obra desapareció de la peor manera.

            En la nota bio-bibliográfica que consta en su primer cuentario, De vuelta al paraíso (1975), se dice que Jorge ganó «el Primer Premio en el Concurso Nacional de Poema Mural, del Patronato Municipal de Bellas Artes, en 1975». Dos años después, en la sección «sicoseadores del mate», del único número de la revista Sicoseo (abril de 1977), con el desparpajo y la irreverencia de aquellos sicoseadores, se decía de Velasco: «pasó por la pintura y por la poesía y no le gustó; creyó que el cuento era más fácil y no quiere salirse de esa patineta». Pero no se trata de que no le hayan gustado ni la pintura ni la poesía; todo lo contrario: Velasco escribió durante años reseñas sobre exposiciones en sus columnas «El ojo chícharo» en diario Expreso, y «Paredes y paredones», en el suplemento Meridiano cultural,[1] y fue un lector voraz e inteligente de poesía, así como un poeta impenitente según lo demuestra este libro.

Hay casualidades en la vida que son inverosímiles en la literatura, por lo que, mi encuentro con una foto de nuestro escritor cuando asistía a Bellas Artes y una nota manuscrita en un libro, resulta una de esas coincidencias que convierten la búsqueda en hallazgos tan fortuitos como preciosos. La foto de un jovencísimo Jorge frente a un caballete, en blanco y negro, de 6 x 9 cm, cuyo origen podríamos situar en el primer lustro de la década del 70, estaba esperando por mí entre las páginas de un ejemplar de Terra Nostra, de Carlos Fuentes, que Jorge me regaló cuando se fue a España, becado por el Círculo de Lectores, en 1979.

Jorge Velasco Mackenzie, en sus años de estudiante de la Escuela Municipal de Bellas Artes, c.1970-1975.

            En este tiempo de la posverdad, la foto es un testimonio de que, efectivamente, a Jorge lo tentó la pintura en el comienzo de sus búsquedas. En 2009, escribió: «Las artes visuales, o más certeramente, la visualidad artística y sus contenidos semánticos han ejercido en mí una gran atracción. En las dos dimensiones de la pintura, en la tridimensionalidad de la escultura he podido hallar registros que me han servido para “escribir mirando”»[2]. Diez años más tarde, dirá en una entrevista que su paso por la pintura fue decisivo porque «gracias a las artes visuales logré situarme como autor»[3].

En el año en que ganó la beca, Velasco ya estaba preparando Colectivo, la antología que reunió veinte años de poesía y que apareció en 1980. El prólogo que escribió está reproducido en este libro, pero me interesa mostrarles el apunte que encontré en la última hoja de Terra Nostra. Se trata de un borrador de la dedicatoria que Jorge finalmente estampó en Colectivo: «En el colectivo viaja también Hugo Mayo, por eso este libro está dedicado a él». Aquí, la letra nerviosa de Velasco Mackenzie con una poética tinta verde, como aquella con la que solía escribir Neruda, ensayaba una dedicatoria en la que el nombre de la mítica revista literaria Motocicleta contribuía al juego de sentidos frente al título de la antología que nombra un tipo de transporte público popular.


             La lectura crítica que Velasco desarrolla en «Terceto para Hugo Mayo» es visionaria, iluminada e iluminadora y da cuenta de su calidad de gran lector de poesía al señalar que «lo que pretendía [Hugo Mayo] era otra fundación poética y nacional, sus “rasgos verbales” nunca olvidan la topografía local, pero eso sí, dentro de la misma poesía vanguardista […] como una entrada a lo desconocido con imágenes violentas»[4]. Con Hugo Mayo, Velasco desarrolló una relación de discípulo y amigo e hizo cuanto estuvo a su alcance para rescatar y publicar la obra de nuestro poeta vanguardista que, desde su condición de burócrata de la Gobernación del Guayas, se autodefinía como un «empleado público del verso». Velasco lo acompañó hasta su muerte y Hugo Mayo (1895-1988) le dejó en un cartón de jabones sus textos, que el hijo del poeta debía entregarle a Velasco: «Ahí están desordenados los dos libros inéditos de los que te hablé: Osadía de la pupila rebelde y A un kilómetro otro horizonte, encárgate de ellos, no dejes que se vuelvan pura chamarasca»[5]. Gastón Egas nunca le entregó la caja de jabones a Velasco y esos poemas también se perdieron o se convirtieron en aire igual que pompas de jabón.

En Algunos tambores que suenen así, Velasco rinde homenaje a tres de sus poetas preferidos, no solo con los tres exergos del poemario sino con sendos poemas atravesados por un registro de las particulares poéticas y la actitud vital de cada uno: Ezra Pound (1885-1972), «Estaba equivocado / estaba realmente equivocado […] pese a todo, fue siempre el mejor artesano / Lo que escribió y leyó / nadie lo olvidará después»; Hart Crane (1899-1932), «Cada noche alcoholizándose en los muelles de Brooklyn / entregado a las atroces fieras del vino, / escribiendo a ratos para superar la perfección de la muerte»; y José Lezama Lima (1910-1976), «Yo no lo he visto pero lo imagino […] Como una araña su escritura / y en la araña atrapado en el tiempo de la infancia».

            El tono de su poesía, tanto en Algunos tambores… como en Manual de acción imaginaria tiene reminiscencias del Archibald MacLeish (1892-1982) de Conquistador —que Velasco conoció, seguramente, en la traducción de Francisco Alexander—, antes que de poetas de nuestra tradición: «¿Qué significan los muertos para nosotros en nuestra mejor fortuna? / Nos han dejado los caminos hechos y los muros en pie: / Nos han dejado las sillas en las habitaciones: / otras cosas que hay de ellos»[6]. Su poesía también se emparienta con los versos conversacionales de Malcolm Lowry (1909-1957) y el desparpajo expresivo de sus loas alcohólicas: «La idea de libertad está ligada al trago. / Nuestra vida ideal contiene una taberna / donde un hombre puede sentarse y hablar o pensar nada más, / sin miedo al dragón nocturno […] donde podemos beber por siempre sin deber / con la puerta abierta, y el viento soplando»[7].

Con el poeta peruano Antonio Cisneros (1942-2012) desarrollaron una amistad a distancia y mantenían una mutua admiración. Compartían su gusto por los poetas que recorren este posfacio y también el alcoholismo con el que ambos embriagaban su poesía y sus vidas. Y, por supuesto, la irreverencia contra los poetas tradicionales de sus respectivos países que Velasco Mackenzie convierte en un manifiesto poético en «Sobre los poetas y la poesía», uno de los textos de su Manual de acción imaginaria: «Pobres hombres los poetas sin cabeza […] Si hubieran estado con nosotros […] no aparecerían tan serios / en las estatuas de los parques / y en las calles que llevan sus nombres / no se cometerían tantas fechorías»[8]. Irreverente, siempre, y practicante de formas nuevas de apropiación del habla popular para el lenguaje de la literatura, como lo fue la actitud vital y estética de Sicoseo y que se encarnó, básicamente, en la obra del propio Velasco, Fernando Artieda (1945-2010) y Fernando Nieto Cadena (1947-2017).

Robert Burns (1759-1796), pionero del romanticismo, es el poeta escocés más amado en su tierra y es conocido en el mundo por su poema Aud Lang Syne («Por los viejos tiempos») que se canta para despedir el año. También es famoso su poema Scotch Drink («Bebida escocesa»)[9], en el que celebra el papel del whisky en la vida cotidiana del ser humano y en las celebraciones de su comunidad.


O Whisky! soul o’ plays and pranks!

Accept a bardie’s gratfu’ thanks!

When wanting thee, what tuneless cranks

Are my poor verses!

Thou comes - they rattle in their ranks,

At ither´s arses!

 

¡Oh, Whisky! ¡Alma de juegos y bromas!

¡Acepta la gratitud de un bardillo!

Cuando te necesito, ¡qué crujidos desafinados

son mis pobres versos!

Tú vienes y ellos se superan en su rango.

¡A tomar por el culo!


           

En la tradición poética que le canta a las bebidas alcohólicas se inscribe uno de los poemas más estremecedores de nuestra literatura a partir de la ebriedad iluminada: «Confesiones del ebrio inmortal». Burns tiene en su honor un cóctel llamado «Bobby Burns» del que existe una variedad de recetas, según el bar y la época, y yo quiero, en esta ocasión, homenajear al poeta que es Jorge Velasco Mackenzie con un cóctel al que he llamado «Tatuaje Mackenzie». El nombre del cóctel hace alusión al motivo del tatuaje en la obra literaria última de Jorge[10] y al origen escocés de su apellido materno, cuyo antepasado llegó a nuestra América y se internó en los cañaverales de Jamaica para recalar en Ecuador en los años del tendido de la vía de ferrocarril, obra en la que trabajaron aproximadamente 4.000 jamaiquinos.


Al cierre de este posfacio, encontré la noticia de que el pintor Jorge Arteaga González (Guayaquil, 1950), graduado de la Escuela Municipal de Bellas Artes, en 1971, participó en la exposición colectiva «Cinco Pintores de Hoy», junto a Edgar Chalco, Víctor Franco, Bolívar Peñafiel y Mario Vásquez, organizada por la Sociedad Española de Beneficencia, en 1989. Al revisar el catálogo me topé con el dato de que entre los galardones de Arteaga consta el primer premio del Concurso del Poema Mural, convocado por el Centro Municipal de Cultura (Patronato Municipal de Bellas Artes), de Guayaquil, en 1975. ¡El mismo año en que Velasco Mackenzie ganó el mismo premio! ¿Velasco escribió el poema y el cuadro lo pintó Arteaga? No pude averiguarlo enseguida porque en la reserva del Museo Municipal únicamente está Sueño erótico, óleo sobre tela, 180,5 x 140 cm, con el que Arteaga ganó el Salón de Julio en 1980.

Sin embargo, días después del hallazgo, Marcelo Báez Meza, que es el editor de esta compilación, logró contactar con Jorge Arteaga a través de la magia que se le atribuye a la distópica vigilancia de nuestra cotidianidad que llevan a cabo las redes sociales. El artista, de 75 años, le confirmó que él y Velasco Mackenzie, que en aquellos años eran amigos cercanos, participaron en colaboración de poeta y pintor, y ganaron el premio. En serio y en broma, Artega le dijo que como a Velasco la poesía no le alcanzaba para mentir, se pasó al cuento. Aquellas mentiras que se convierten en la verdad de la ficción. Lamentablemente, Arteaga no tiene foto de la obra premiada, aunque recuerda que cuadro y poema eran de tema erótico. El cuadro del poema mural que escribió Velasco y pintó Arteaga, en 1975, se extravió para siempre en el laberinto edilicio.

 

             Desde el cautiverio del poeta junto al dragón nocturno, en ese doloroso tránsito para desintoxicarse del que aquel hizo literatura en La casa del fabulante (2014), ya es tiempo de decir ¡salud!: «He bebido junto al cuervo de Poe / en el barco ebrio de Hart Crane / todas esas antologías inglesas llenas de ginebra y poesía». Más allá de los tatuajes matafóricos de su escritura, Jorge Velasco Mackenzie llevaba tatuada la poesía en su clandestina condición de poeta. Despellejados los versos del poema, resecados al sol y convertidos en cuero, resuenan, en ritual de tabernas, los tambores para una poesía perdida.



[1] En Lecturas tatuadas. Letras, plástica, música (Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2009), les dedicó «las lecturas (los resultados) de un exégeta arbritrario que nunca para de fabular sobre lo que mira» (138-139), a Judith Gutiérrez, Estuardo Maldonado, Enrique Tábara y José Carreño.

[2] Lecturas tatuadas…, 135.

[3] Roberto Bayot Cevallos, «Jorge Velasco Mackenzie: “Creo que el hecho de la inmediatez, de leer solo lo que nos gusta, lastima», Aullido, marzo 6 de 2019, acceso 19 de julio de 2025, https://aullidolit.com/jorge-velasco-mackenzie-entrevista/

[4] Lecturas tatuadas…, 61.

[5] Lecturas tatuadas…, 64-65.

[6] Archibald MacLeish, Conquistador, versión española por Francisco Alexander (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1960), 15.

[7] Malcolm Lowry, «Sin el dragón nocturno», en Un trueno en el Popocatépetl. Poemas selectos, edición bilingüe, traducciones de Rafael Vargas, José Emilio Pachecho y Jaime García Terrés (México D.F.: Ediciones Era, 2000), 69.

[8] Jorge Velasco Mackenzie, Manual de acción imaginaria, El Telégrafo, suplemento cultural Tricolor, domingo 6 de agosto de 1978, 2. Con este conjunto de poemas, Velasco ganó el segundo premio en el Concurso Nacional de Poesía, convocado por el Centro Municipial de Cultura, de Guayaquil, en 1978. El seudónimo que utilizó fue: El Oso Hormiguero, en alusión al poemario de Antonio Cisneros Canto ceremonial contra un oso hormiguero, premio Casa de las Américas 1968. Como nota curiosa, consigno aquí que Velasco utilizó la ilustración de la portada de Como higuera en un campo de golf (1972), de Cisneros, para la portada de su cuentario Raymundo y la creación del mundo (1979), con la anuencia del peruano.

[9] Robert Burns, «Scotch Drink», National Trust for Scotland, 23 de diciembre de 2019, acceso 19 de julio de 2025, https://www.nts.org.uk/stories/scotch-drink Burns escribió este poema en el invierno de 1785 y lo publicó al año siguiente en su libro Poems, Chiefly in the Scottish Dialect.

[10] Recordemos Tatuaje de náufragos (novela, 2008), Lecturas tatuadas (ensayos, 2009), Tatuajes para el alma (teatro, 2011) y el poema inédito Manual de vidas tatuadas (2015) que aparece en este libro. Además, está su novela inédita Ciudad tatuada (2020).

lunes, octubre 06, 2025

Centenario del natalicio de Rafael Díaz Icaza

           

Ángel Emilio Hidalgo y Bertha Díaz
            El Registro Civil lo tiene asentado como Ycaza; sin embargo, para el homenaje por el centenario de su natalicio, su hija Bertha Díaz Martínez recuperó el apellido Icaza, originalmente con I latina, que, por motivos burocráticos, terminó con la Y griega que todos conocemos y que su padre usó durante toda su vida.[1] Conmemorar a Rafael Díaz Icaza (Guayaquil, 1925-2013) es celebrar la trayectoria de un intelectual que fue un generoso gestor cultural, un narrador de ruptura y un poeta de personalísima voz, a quien es necesario releer para profundizar y ampliar, con una mirada contemporánea, nuestra tradición literaria. Después de todo, este homo poeticus pertenece a una especie animal en extinción, como él lo dijo: «Somos, aunque nos pese, / animales extraños / alimentados de papel impreso».[2]

            Recuerdo que quienes conformamos Sicoseo hicimos de la irreverencia una actitud literaria y vital. Más que ser parricidas, que es una cíclica rebeldía generacional, decíamos que la oposición a la generación anterior era por razones ideológicas y políticas. Disquisiciones aparte, lo que quiero señalar es que, en medio de la confrontación, Rafael Díaz Icaza que, entonces era presidente del núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, no solo publicó en sus talleres editoriales el único número de la revista Sicoseo (abril 1977), sino que dio cabida en la colección Letras del Ecuador, a Fernando Nieto Cadena, Jorge Velasco Mackenzie y Fernando Artieda, entre otros. Así, mostró su espíritu generoso, amplio y tolerante y su vocación por la promoción de la literatura de los jóvenes.[3] Vale recalcar que la colección Letras del Ecuador, creada y dirigida por él, es uno de los más importantes programas editoriales de los 70 y 80.[4]

            Cuando a Rafael Díaz Icaza le concedieron el Premio Eugenio Espejo (2011), yo publiqué un estudio sobre su obra cuentística, así que en este párrafo únicamente diré que el encasillamiento que se hizo de su narrativa como epigonal del realismo social solo cabe para sus dos primeros libros. A partir de su novela Los prisioneros de la noche (1967) y su cuentario Tierna y violentamente (1970) estamos ante un narrador que abandona los temas del realismo social y ahonda en la problemática existencial de los individuos e incursiona en lo fantástico. Su cuentario Prometeo el joven y otras morisquetas (1986, Premio Aurelio Espinosa Pólit) es un libro antológico de nuestra narrativa corta: lenguaje sensual, desacralización atravesada por el humor, asunción de lo fantástico como elemento de la realidad, reflexión sobre el oficio de escribir. «Morisqueta IV (Prometo el Joven)» es una joya del ars narrandi, un metatexto sobre la dificultad de la escritura, el proceso creativo y la vocación literaria. El hombre que se enfrenta a la máquina de escribir y al lápiz como instrumentos que manipulan su escritura con la repetición, se da cuenta de su temor para introducirse en lo nuevo y persiste en su oficio: «Aunque pudiera durar muchos años, el hombre mantenía en su interior, cual secreta encomienda, la voluntad de volver a escribir».[5]

           

Rafael Díaz Icaza lee sus poemas
            Jorgenrique Adoum, en su prólogo a la antología poética Bestia pura del alba (2007), nombra una trilogía de grandes poetas ecuatorianos que emergieron de llamada Generación Madrugada: César Dávila Andrade, Efraín Jara Idrovo y Rafael Díaz Icaza.[6] Su poesía abarca los grandes temas del mundo: el horror de la guerra, la heroicidad de los vencidos, la soledad del individuo, la confrontación con la muerte, la búsqueda de la poesía en todo; y, en ella, la ternura siempre presente. Su «Credo», de Zona prohibida (1972) es una declaración de amor al ser humano y la naturaleza: «Creo en vosotros, animales y plantas / microorganismos y hombres / tranquilos elementos / dioses sin pectorales y sin mitras / ángeles errantes / sin varas de poder ni bastones de mando» (223). Adoum cita el pensamiento de Díaz Icaza sobre su quehacer poético: «En cada cosa, en cada retrato, en cada paso en que el ser humano va dejando algo de sí, queda la impronta de su sufrimiento o de su júbilo, y la Poesía no es otra cosa, para mí, que la más cara, más pura y más honrada suma de experiencias y tránsitos» (16 y 17). Díaz Icaza, entendió, desde la profundidad de su verdad poética, que somos seres de transición en medio de la crueldad del mundo, exploradores del amor, esencialmente solitarios, que estamos irremediablemente condenados a la muerte, pero que debemos resistir en nombre de la vida:

 

Tenías todos los ases y figuras

pero no era tu mesa. Tenías todos los dados

y estabas, sin embargo, condenado a perder.

[…]

Pero jamás dijiste estoy vencido.

Devuelvan a su sitio mis pupilas.

Quiten las ancas, porque quiero vivir.

Tú no sabías perder

a pesar de las trampas de la muerte. (32 y 33)

 

            En el homenaje por los cien años de su natalicio, Sonia Manzano planteó la necesidad de que se publiquen las obras completas de Rafael Díaz Icaza. Me parece que es una tarea pendiente del Municipio de Guayaquil y la Casa de la Cultura Ecuatoriana que tienen la obligación de honrar a quien sirvió a la institución y, en su literatura, retrató con pasión a su ciudad. En estas líneas, yo quiero recordarlo con la voz juvenil de su primer poemario Estatuas en el mar con el que, a los 21 años, ganó el premio de la Academia Literaria del Instituto Nacional de Santiago de Chile porque da cuenta del amor por el mundo que atraviesa su obra: «¡Yo soy, yo soy la Tierra! ¡Yo soy la eterna madre! / Soy el grito primero que lanzaron los hombres. / Yo sé que un día mis hijos romperán las cadenas / reclamando lo suyo. / ¡Porque yo soy la Tierra!».[7]   



[1] El homenaje a Rafael Díaz Icaza se llevó a cabo en el auditorio del Museo de Antropología y Arte Contemporáneo, MAAC, el jueves 2 de octubre de 2025 y participaron en él Sonia Manzano, Ángel Emilio Hidalgo y Bertha Díaz. En este artículo, me atendré a la propuesta de su hija y escribiré el Icaza con I latina, salvo en la citación de sus obras en la que, por razones de exigencia bibliográfica, mantendré la Y griega.

[2] Rafael Díaz Ycaza, Mareas altas. Canciones y elegías (Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, 1993), 17.

[3] Yo publiqué Daguerrotipo (1978), número 73 de la colección Letras del Ecuador, con el generoso auspicio de Rafael Díaz Icaza.

[4] El primer libro de Letras del Ecuador fue Crónica del hombre que aprendió a llorar, de Walter Bellolio (1930-1974) y apareció en octubre de 1975.

[5] Rafael Díaz Ycaza, Prometo el Joven y otras morisquetas (Quito: PUCE, 1986), 71.

[6] Rafael Díaz Ycaza, Bestia pura del alba. Antología poética (Quito: Ediciones Archipiélago, 2007), 8-9.

[7] Rafael Díaz Ycaza, “Soy la tierra”, de «Estatuas en el mar» (1946), en Señas y contrasueñas (Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, 1978), 232.