José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, marzo 24, 2013

La transgresión del lenguaje erótico


El artículo apareció hoy en cartóNPiedra, suplemento cultural de El Telégrafo, con la ilustración de arriba. Esta es la primera de una serie de tres reflexiones sobre literatura y erotismo, a propósito de la presentación de mi libro de cuentos Pubis equinoccial, el sábado 20 de abril a las 6 pm en el salón Porfirio Barba Jacob, de Corferias, en la Feria del Libro de Bogotá 2013.

Recientemente releí Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, premio La Sonrisa Vertical, 1989. Lo que me seduce de aquella novela es la dureza de su lenguaje directo en medio del conflicto espiritual del personaje; obsceno, en el sentido transgresor que tiene el término; un lenguaje, a veces brutal, que utilizando los códigos de la pornografía, consigue resignificarlos; en definitiva, un lenguaje sin las concesiones al pudor que suele utilizar el porno blando de esa paraliteratura hedonista que hoy está de moda.
Lulú es la joven vitalmente seducida por la presencia adulta de Pablo, amigo de la familia. Cuando se convierten en pareja, ella se entrega a la tutela erótica de su hombre. El equilibrio entre la aventura erótica y el sosiego cotidiano de la aprendiz estaba garantizado con su maestro: “Pablo tenía muy clara la frontera entre la luz y las sombras, y jamás mezclaba una cosa, solamente una dosis de cada cosa, con la otra, la serena placidez de nuestra vida cotidiana. Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí, sosteniéndome. Luego, lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos. Él se encargaba de todo lo demás.”


Pero, como sucede con las historias del aprendiz y el maestro, Lulú se independiza del tutelaje de Pablo y emprende un camino por sí sola, que la conduce a los más abyectos abismos de la exploración del deseo. Al final de ese viaje, se da cuenta de que la realización plena del eros requiere de un ingrediente espiritual, que ella había extraviado, para alcanzar la plenitud.
Almudena Grandes desarrolló en esta, su primera novela que en 1990 fue llevada al cine por Bigas Luna, el proceso de educación sentimental de una mujer adolescente que crece, en términos eróticos, hasta volverse una adulta capaz de entregar su cuerpo al deseo, en el límite de la resistencia física y espiritual. Un texto narrativo escrito con un lenguaje profundamente representativo del conflicto íntimo de los personajes y que combina ciertos códigos de la pornografía con los del suspenso y el drama sentimental, para lograr una paradigmática novela erótica.
Elogio a la madrastra, de ese intelectual políticamente esquizofrénico que es Mario Vargas Llosa, es una novela corta, de 1988, cuya intriga desarrolla el proceso de corrupción de doña Lucrecia, esposa de don Rigoberto, por parte de Fonchito, el niño púber que es su hijastro. Al mismo tiempo, la novela es una profunda y estéticamente hermosa reflexión, entretejida en la trama de los juegos eróticos de los personajes, sobre seis pinturas: Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges, 1648, de Jacob Jordaens; Diana después de su baño, 1742, de François Boucher; Venus con el Amor y la Música, c. 1555, de Tiziano Vecellio; Cabeza I, 1848, de Francis Bacon; Camino a Mendieta 10, 1977, de Fernando de Szyszlo; y La Anunciación, c.  1437, de Fra Angélico.
En Elogio a la madrastra la perversión está concebida de manera inversa a los límites establecidos por la permisividad sexual dominante: no es la madrastra quien corrompe al niño, lo que sería censurable pero, finalmente, admitido por el porno blando liberal, sino que es el niño quien, carente de culpa en una magistral construcción literaria del perverso polimorfo, termina por corromper a la mujer adulta.
Así, Vargas Llosa ha transgredido la moral convencional y, tal vez por ser un intelectual orgánico de la derecha mundial, es que la crítica mediática ha preferido no leer en esta novela el inmenso poder de destrucción que el texto tiene de lo políticamente correcto; ese formulismo consolidado por la estrategia del poder mediático para imponer una moral pacata en el mundo político, tener a los políticos siempre en la mira y al borde del chantaje mediático, y erigirse en Torquemada de la posmodernidad. Vargas Llosa pone al descubierto la inconfesable perversión del ser humano y de qué manera la búsqueda amoral del placer se estrella contra sí misma.
Pero la transgresión va más allá. Tres de los cuadros insertados en la novela son desnudos. Los otros son dos abstractos y uno es religioso. Vargas Llosa, por la fuerza del lenguaje literario, los ha erotizado a todos, incluido La Anunciación. Con este último cuadro, Vargas Llosa ha logrado, en el intercambio de sentidos de la trama, la transgresión mayor pues convirtió en mujer a una virgen que se muestra turbada ante la visita del ángel. María ve al ángel como un joven hermoso y no puede sostener su mirada: “¿Eso será magnificado a todo el cuerpo, lo que sienten las muchachas cuando se enamoran? ¿Esa calor que no viene de afuera, sino de adentro del cuerpo, del fondo del corazón?”. Esa turbación de María es paralela a la de Lucrecia cuando, seducida por Fonchito, se entrega a su deseo.
El mérito estético de estas dos novelas eróticas es que ambas construyen un lenguaje literario que transgrede, de manera radical, el hedonismo políticamente correcto de la cultura dominante.

viernes, marzo 08, 2013

8 de Marzo


En 1910, durante el Congreso Internacional de Mujeres Socialistas, la alemana Clara Zektin propuso que se declarara el 8 de Marzo como el Día Internacional de la Mujer.



La mujer del caramanchel tiene ese aire de vida triste, que no sé;
la del anuncio de Louis Vuitton no existe sobre las calles que transito.
La voluptuosa que se me acerca en el bar, perfuma la seducción,
la oficinista entre papeles moldea el día fluorescente con su trabajo.
La artista, a quien le dicen loca, transforma la vida con su instrumento;
la que amamanta al fruto de su vientre, perpetúa la especie y el amor.
La que lucha, la que sufre, la que reza en clausura para el mundo,
la que canta, la que inventa, la que brilla con su inteligencia.  
La mujer, a cuyo lado soy en la vida, me hace humano en el oficio de cada día.

domingo, febrero 17, 2013

Pescador, o el aprendizaje vital de un alma pura



El guayaquileño Andrés Crespo es Blanquito y la colombiana María Cecilia Sánchez es Lorna, en Pescador, de Sebastián Cordero, estrenada el 8 de febrero de este año en el circuito cinematográfico de Colombia

Al final de la película, el pescador Carlos Adrián Solórzano, alias Blanquito, está en Quito, sentado frente al mostrador de una cevichería. Al leer el nombre del negocio, Mariscos del mar, su rostro se transforma de tal manera que pasa, en cuestión de segundos, de la risa a la nostalgia, de la nostalgia a una suerte de llanto contenido y de este a la risa otra vez. El espectador se acuerda de que el dueño de la tienda del recinto El Matal, que se quedó en ese pueblo de la Costa norte del Ecuador, le contó a su amigo Blanquito (Andrés Crespo), al comienzo del filme, su sueño de instalar una cadena de cevicherías con ese nombre. Blanquito lo había embromado diciéndole: “¿Y de dónde más van a ser los mariscos?”. Blanquito, que deambula en Quito, ya no quiere regresar a El Matal; y el dueño de la tienda, no ha salido del recinto. En los extremos de los sueños del que se va y del que se queda, la vida continúa como un camino de lecciones permanente.
Pescador (2011), la película más reciente de Sebastián Cordero, es un filme en el que Blanquito, un personaje que encarna un alma pura, realiza un viaje de aprendizaje vital desde una población costera hasta la capital del país. El viaje de Blanquito pasa por la búsqueda del padre, la persecución del amor y la lucha por la independencia personal. En este viaje, Blanquito se mantiene como un espíritu noble a pesar de introducirse en mundillos al margen de la ley, de confrontar la maldad cotidiana y de sufrir el desencanto de sus ilusiones sentimentales.
La historia de la película parte de un hecho noticioso acaecido en un pueblo de la Costa ecuatoriana. Una mañana, al iniciar las tareas de pesca, los pescadores se encuentran con cajas cargadas de paquetes de cocaína que el mar ha depositado en la playa. Los pescadores recogen y se reparten los paquetes. Blanquito, a quien a sus treinta años no le interesa la pesca y anhela irse del pueblo, también recoge una decena de paquetes y los esconde. Cuando llegan los narcotraficantes al pueblo para reclamar la mercancía, Blanquito decide quedarse con los paquetes pues intuye que estos le permitirán salir del pueblo y vivir en la ciudad; es decir, salir a la vida.
La película, sin embargo, no es otro filme violento de narcotraficantes que persiguen a un individuo para arrebatarle la droga que este les ha quitado. La película es un filme sobre la vida de un individuo y su proceso de crecimiento al momento de abrirse al mundo. Este, tal vez, es uno de los grandes aciertos de la historia. Sebastián Cordero no quiso encerrarse en el clisé del narcocine y logró explorar la historia personal de un hombre sencillo y bueno en medio de un mundo corrompido y corruptor.
Blanquito, ya con los paquetes de droga en su poder y a punto de irse de El Matal, conoce a Lorna (María Cecilia Sánchez, de Colombia), una colombiana que quiere regresar a su país para reencontrarse con su pequeña hija y que ha sido abandonada por su amante, dueño de una casa de playa en el pueblo. Ambos emprenderán un viaje con finalidades contradictorias: él, que quiere irse de su pueblo, y ella, que quiere regresar al suyo. Blanquito, que acaba de sufrir una decepción amorosa, se ilusiona con Lorna y emprende el viaje: una travesía en donde siempre estará rondando un amor ilusorio y no correspondido que, sin embargo, se mantiene durante todo el viaje en la línea del deseo contenido y expresado de forma discreta y graciosa por su parte.
La primera estación del viaje es Manta. Lo que sucede ahí sirve para que el espectador conozca la ética de los personajes. Mientras Blanquito se muestra respetuoso con Lorna, ella intenta volarse con la droga —que, obviamente, Blanquito no carga consigo— y abandonar al pescador a su suerte. Así, queda sentado ante el espectador que Blanquito es un hombre bueno pero no un tonto y que tiene la astucia suficiente como para enfrentarse a un mundo poblado de de seres tramposos.
El viaje cinematográfico continúa hacia Guayaquil pero en este tramo del trayecto el director Sebastián Cordero ha sacrificado la verdad geográfica en nombre del sentido argumental del filme. Quien conoce la carretera desde Manta a Guayaquil sabe que en esa ruta no se cruza la gabarra que prestaba sus servicios entre San Vicente y Bahía, antes de que se construyera el puente Los Caras, el más largo del Ecuador, inaugurado el 3 de noviembre de 2010. ¿Cuánta importancia tiene este asunto en el filme? Los puristas tal vez encontrarán en esta distorsión geográfica un elemento negativo pero en la película está concebido como un espacio abierto para mostrar al personaje en un momento de meditación.  
Blanquito llega a Guayaquil, la segunda estación del viaje, en busca de su padre, un político que ocupa el cargo de Prefecto de la provincia. “Ese es de los peores”, le dice a Fabricio (Carlos Valencia) el conductor del carro en el que se desplazan. El padre no lo reconoce y la ilusión de Blanquito se desmorona. También visitan la tumba de Julio Jaramillo y, como en la primera película de Cordero, Rata, rateros, ratones, (1999), el Cementerio de Guayaquil vuelve a mostrarse como un espacio simbólico de la memoria de la ciudad. Frente a la tumba de Julio Jaramillo están Blanquito y Fabricio, ambos unidos en ese instante desde la orfandad de los hombres abandonados por sus padres. La caminata nocturna de Blanquito, acompañada musicalmente de un dueto de acordeón y saxofón, es una de las secuencias más intensas de la película: ahí está el pescador en la ciudad, atragantado de mundo, como en el cuento de Demetrio Aguilera Malta, de los años 30, “El cholo que se fue pa’ Guayaquil”.
Al final llegan a Quito donde se supone que tienen como compradores de la droga a Elías (Marcelo Aguirre), el amante de Lorna, y a dos de sus amigos. Aquí, la historia de la película toma un giro inesperado: cuando Blanquito ve, a través de los ventanales de la casa de Elías, a éste y a Lorna copulando, algo se transforma en él. Al final, decide avanzar solo en la vida y le deja a Lorna la parte convenida por la venta de un paquete de la droga. Al día siguiente, cuando Lorna acude al hotel y sale a la calle, mira para ambos lados tratando de encontrar rastros de Blanquito: la mirada de Lorna, ya subida al carro, junto a Elías, es la mirada de quien también se ha transformado. Entonces vemos a Blanquito en la cevichería, sonriendo, a punto de llanto, lleno de nostalgia por El Matal pero convencido de que no regresará al pueblo, y dispuesto a la vida.
Pescador es una película realizada con mano maestra en su narrativa cinematográfica: un ritmo intenso, una trama envolvente, una fotografía que saca provecho del paisaje para el viaje y de los primeros planos para describir a los personajes; el guión está cargado de un humor inteligente que aprovecha los giros populares, y la canción de amor del filme, reelaborada por la banda mexicana Los Shajatos, a partir de una vieja cumbia de Rodolfo Aicardi, contribuye al sentido de la pérdida que sutilmente propone la película. Pescador, de Sebastián Cordero, es la película de un director que sabe cómo contar historias que atrapan al espectador, con profundidad vital y calidad estética.

 

Trailer de Pescador (2011), la película más reciente de Sebastián Cordero, que es un filme en el que Blanquito, un personaje que encarna un alma pura, realiza un viaje de aprendizaje vital desde una población costera hasta la capital del país.