José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, febrero 06, 2011

El último tango en París y la mantequilla

No lo podía creer pero el cable de la AFP anunciando, desde París, el fallecimiento de María Schneider, decía: “La imagen de Schneider estará seguramente siempre vinculada con la mantequilla, por una de las escenas más cargadas de erotismo de El último tango en París, que fue rodada en un apartamento vacío en un barrio burgués de París.” ¿Quedará reducido para la historia del arte cinematográfico a la imagen de la mantequilla este filme de Bertolucci o simplemente se trata de la superficialidad con la que la difusión mediática trata los temas que no entiende?

Revisé la película y me topé con una conmovedora escena inicial. Marlon Brando, en el papel de Paul, un boxeador norteamericano retirado que acaba de enviudar debido al suicidio de su mujer, camina por París y grita: “Maldito Dios” ("Fucking God", según observación de Marcelo Báez). Su rostro se va transformado hasta que aparece en él toda la angustia que carga adentro. Después, a los 15 minutos, se da ese primer encuentro sexual entre Paul y Jeanne (María Schneider), la novia jovencita que vivirá una truculenta historia vital con el americano: encuentro primitivo, brutal, sin palabras que lo adornen. El apartamento en el que han coincidido Paul y Jeanne se convierte en el espacio de realización del deseo sin más ropaje que el deseo mismo como expresión de libertad de cada uno frente al drama íntimo de cada uno que entre ellos desconocen.

Después está la escena de la tina cuando deciden hablar en un idioma inventado por ambos —escena que me recuerda el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar: “Apenas él le amalaba el noema…”— en donde el tiempo y el espacio de la historia personal no tiene cabida. Conocerse desde el presente de los cuerpos sin historias que los humanicen es el desafío que enfrentan los personajes y que, inexorablemente, los conducirá a la tragedia final. El planteamiento de Bertolucci en la película es que, después de todo, resulta imposible construir una relación, por muy de piel que sea, sin que intervenga la historia personal que los protagonistas llevan encima.

Por supuesto, también está la famosa escena de la mantequilla. Aquella en la Paul sodomiza a Jeanne como símbolo de esa enfermiza posesión total que busca él respecto de ella. Mucho se ha hablado de esta escena por las propias declaraciones de María Schneider, que dice no haber sabido de la existencia de ella y que sus lágrimas fueron reales. La relación anal es todavía causa de escándalo treinta y nueve años después tal vez porque aún existe la hipocresía social respecto de la realización plena de la sexualidad humana.

El que se siga mencionando esa escena para referirse a la película es una prueba de lo que digo: lo que se busca, con mucha mojigatería, es escandalizar escandalizándose, y ocultar la fuerza del filme que reside en otros aspectos mucho más subversivos referente a la hipocresía de la sociedad: Dios como su ausencia del espíritu humano; la soledad como razón existencial del ser contemporáneo; el desamor como el estado permanente del espíritu.

Está, por supuesto, la esperpéntica escena del baile en el salón en donde se desarrolla un certamen de tango. La escena es la expresión de la libertad de la pareja en su mayor plenitud: frente al acartonamiento de los concursantes, la irrupción de Paul y Jeanne, un tanto ebrios, es una muestra de su ruptura con el mundo de las convenciones. El gesto final de Paul, que enseña la nalga a una de las organizadoras, es la metáfora de la ruptura del espíritu libre con la estrechez de la organización social que ordena y domestica incluso un baile tan libre como lo es el tango.

Y está la escena final: aquella en la que Jeanne le dispara a Paul y este camina hasta el balcón, mira Paris por última vez, se saca el chicle de la boca, lo pega bajo la baranda del balcón y muere. “No lo conocía, ni siquiera sabía su nombre”, alcanza a murmurar Jeanne que imagina la denuncia que tendrá que hacer a la policía para justificar el disparo sobre aquel desconocido que, sin embargo, ha modificado radicalmente su propia vida.

El último tango en París (1972) es una película esencial del arte cinematográfico. Reducirla a la “escena de la mantequilla” —que, dicho de paso, desarrolla un diálogo de crítica y rechazo a la institución familiar mientras sucede la sodomización— es sacrificar el espíritu crítico dando paso a un moralismo reaccionario incomprensible en el siglo veintiuno. Afortunadamente podemos seguir viendo la película como esa indagación dolorosa en la siempre sorprendente condición humana.

domingo, enero 30, 2011

Dos tazas de café sobre una mesa

Un café siempre es un pretexto para otro café

entre uno y otro la vida despierta

en las palabras medidas para cada taza.

En la borra del café primero leo enterrados

tantos lechos en los que soy olvido

despertares con el alma cercenada

cuerpos felices, yertos en la memoria.

Las tazas vacías sobre la mesa albergan

tanta piel desgarrada en cada derrota

confesiones paridas en primaveras dolientes.

Las tazas del segundo café aguardan

nuestras palabras ancladas en el fondo

de esa turbulencia secreta que nos asfixia.

Emergerán sabias, añejadas en tanta renuncia

dispuestas a la vida de otro café.

domingo, enero 23, 2011

De Rosario Wurlitzer a Rosario Tijeras


En las últimas páginas de ¡Que viva la música! (1977), de Andrés Caicedo (1951 – 1977), al revisar la “Discografía” que María del Carmen Huerta, personaje y narradora de la novela, ha necesitado para su escritura, encontramos una firma en cursiva: Rosario Wurlitzer. La novela de Caicedo, además de ser una apología a la salsa como la representación de una modernidad que pugnaba por dejar en el pasado a la cumbia, es también un baile romántico sobre el consumo de todo tipo de droga: marihuana, hongos, cocaína, etc. La droga como un ejercicio de vitalidad, de viaje hacia la libertad sin alambradas de ningún tipo.

Veintidós años después, Jorge Franco (1962) publicó Rosario Tijeras (1999). La noche salsera de Cali y de Medellín había sido invadida por los carteles y su secuela de violencia. Medellín / Metrallo había pasado de la romántica bohemia de los consumidores de droga al hiperrealismo de la muerte como un escenario de tragedias personales sin repeticiones posibles. La droga ya no era parte de la bohemia sino del crimen organizado y el poeta maldito cedió su sitio al mafioso. La protagonista de la novela de Franco es el símbolo de la vida sin futuro que ofrece el negocio del tráfico a todos los que participan de sus migajas.

Ciertamente, tanto María del Carmen Huerta como Rosario Tijeras son personajes de los que un lector masculino puede enamorarse gracias a ese espíritu de aventurero sedentario que habita en quienes vivimos las vidas de otros en los libros que leemos. Pero ambos son personajes sin futuro porque la vida que viven —rebelde, auténtica, a contracorriente de la pacatería—, es una aventura de auténtica sin ventura: están condenadas a la muerte física (Rosario Tijeras) o la muerte social (María del Carmen Huerta).

La mona María del Carmen nos aconseja: “Adelántate a la muerte, precísale una cita. Nadie quiere a los niños envejecidos.” La niña bien de Cali cayó en la sima del abismo embadurnada de sangre. El cuerpo de Rosario Tijeras jamás pudo envejecer tanto: “Mientras le daban un beso, confundió el sabor del amor con el de la muerte.” Y Rosario murió en la práctica de muerte que llevaba en sí. María del Carmen se puso un nombre: “Siempreviva” pero ella y Rosario caminan “siempremuertas”. “Tú enrúmbate y después derrúmbate,” dice la mona. La muertevida de Rosario es la realización plena del derrumbe porque, como dice el narrador de la novela: “Nunca supimos en qué momento descartamos el sueño y nos volvimos parte de la pesadilla.”

Para María del Carmen la música es todavía una tabla de salvación: la música como reemplazo de la vida misma: “Música que se alimenta de carne viva, música que no dejas sino llagas, música recién estrenada, me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba con mis fuerzas si sos capaz, confunde mis valores, húndeme de frente, abandóname en la criminalidad…” Para Rosario Tijeras ya no hay música posible: “…a ella la vida le pesa lo que le pesa a este país. Sus genes arrastran una raza de hidalgos e hijos de puta que a punta de machete le abrieron camino a la vida […]. Hoy, el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no el uso.”

María del Carmen vive alucinada por la música y la droga y Rosario Tijeras vive inevitablemente en cada beso una muerte, drogada pero sin música. Son heroínas trágicas, marcadas desde un comienzo por el oráculo contemporáneo de un tiempo violento. Literatura dura para tiempos más duros todavía. Escrituras sin concesiones para un tiempo en que la traición a sí mismo muchas veces salva el pellejo. Las dos novelas festejan la rumba como el espacio y el tiempo de la liberación de un espíritu consumido por una vida cuya cotidianidad carece de sentido para las almas indomables, inquebrantables sino es con la muerte. Dos novelas para sentir la violencia de la vida en la intensidad de la literatura.