José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, agosto 14, 2023

Un Estado fallido, un país de luto prolongado


La noche del 4 de febrero de 2023, un día antes de que fuera electo como alcalde de Puerto López, el candidato de Revolución Ciudadana, Omar Menéndez, fue asesinado. Una semana antes, el 21 de enero, el candidato a alcalde de Salinas, Julio César Farachio, de una alianza entre Unidad Popular, Sociedad Patriótica y Movimiento Mover, también fue asesinado. Un mes atrás, el 20 de diciembre de 2022, el candidato a alcalde de Portoviejo, Javier Pincay, de Avanza, recibió ocho balazos que casi acabaron con su vida; un mes más tarde, el 25 de enero, en una sede de su campaña, personas no identificadas ocasionaron una explosión que hirió a cuatro personas. El 15 de mayo, mientras se dirigía a posesionarse, el alcalde de Durán, Luis Chonillo, del Movimiento Ciudadano, fue víctima de un atentado del que salió ileso, aunque fallecieron dos policías y un civil que lo acompañaban. Agustín Intriago, alcalde de Manta, del movimiento Mejor Ciudad, fue asesinado el 23 de julio; en el atentado también falleció la deportista Ariana Estefanía Chancay, quien se había acercado al alcalde para solicitar apoyo al fútbol femenino. El 9 de agosto, Fernando Villavicencio, candidato a la presidencia por el movimiento Construye, fue asesinado al término de un mitin en Quito. No están todos los atentados ni son todas las víctimas. El crimen de autoridades electas y candidatos, incluido el asesinato de un candidato a la Presidencia de la República, es el resultado de un Estado fallido infiltrado por el crimen organizado que es incapaz de proteger a la ciudadanía y a las autoridades, en donde la institucionalidad ha sido debilitada y el tejido social están roto.

            Los recientes asesinatos del alcalde Manta, Agustín Intriago, y del candidato a la presidencia, Fernando Villavicencio, son la dolorosa comprobación de que la policía nacional no tiene ni la formación ni la capacidad técnica en materia de seguridad. Tanto el alcalde de Manta como el candidato a la presidencia habían recibido amenazas y tenían un alto nivel de riesgo de sufrir un atentado criminal de parte del crimen organizado. Los expertos en seguridad han analizado de sobra las falencias de la seguridad el día del asesinato de Villavicencio; con el homicidio de Intriago lo han hecho menos, en la medida en que no hubo filmación del suceso. Pero, en ambos casos, los sicarios actuaron por encima de un equipo de protección —conformado por elementos de la Policía Nacional— que no defendió a su protegido. Frente al crimen organizado, es indispensable que la Policía Nacional se prepare mejor en seguridad de autoridades y que fortalezca los aparatos de inteligencia para la prevención del delito. En el caso particular. del asesinato del candidato presidencial es, imprescindible, una investigación de la Fiscalía que determine, más allá de toda duda, el grado de responsabilidad ya sea por negligencia, ya sea por complicidad con los asesinos del equipo responsable de la seguridad del candidato.

            Lo que está sucediendo en Ecuador es el resultado del debilitamiento institucional como producto de la aplicación de políticas económicas neoliberales que han hecho de la cantaleta de “reducción del tamaño del Estado” una práctica gubernamental. Esta política económica ha traído como consecuencia la desinversión en el sistema del 911, en la cobertura de seguridad por cuadrantes de las UPC, en el equipamiento de la policía. Además, la eliminación del ministerio de Justicia y otras instancias gubernamentales que articulaban la política de seguridad del país, así como el relajamiento de los controles de ingreso a la policía han debilitado al Estado. Las masacres carcelarias —la última del 22 de julio dejó un saldo de 31 muertos— y la incapacidad gubernamental —más allá de las fotos que imitan a Bukele— para controlar las cárceles también dan cuenta de cómo el narcotráfico ha permeado al Estado. Recordemos que, en 2015, la tasa de muertes violentas bajó, luego de un proceso sostenido de inversión en políticas sociales y de seguridad, a 6 por cada cien mil habitantes y que, con la desinversión, en 2022 cerró con una tasa de 25 muertes violentas por cada cien mil habitantes; según proyecciones, 2023 cerraría con una tasa de aproximadamente 34 casos por cada cien mil habitantes.[1] Y, para concluir, la colaboración con instituciones policiales de otros países es algo normal y necesario en el combate al crimen organizado transnacional, solo que, en esta coyuntura, la presencia del FBI para la investigación del homicidio de Villavicencio, que es acertada y necesaria, resulta una confirmación de nuestra debilidad institucional.

            Finalmente, la reacción de diversos actores sociales —sobre todo, luego del asesinato de Villavicencio— genera una violencia simbólica sin precedentes a través de comentarios incendiarios y contribuye a la destrucción del tejido social. Hay opiniones gástricas, pues carecen de pruebas fácticas y se basan en teorías de la conspiración, de lo más descabelladas, que criminalizan a las organizaciones políticas y que contaminan y politizan la investigación de los entes estatales. Y, además, se despliegan las opiniones que surgen, a cada atentado, revictimizando al asesinado: por algo será, ¿en qué habrá andado? Hay, en conjunto, una celebración inhumana —o, tal vez es más preciso decir, una celebración tristemente muy humana dada la condición primitiva del miedo que existe de base en las tribus que se siente desprotegidas— en redes sociales por los linchamientos y la muerte del delincuente linchado —muertes que, por lo demás, también son crímenes que, seguramente, quedarán impunes—. Y, lo más preocupante de todo, es que existe una lamentable incapacidad política para llegar a acuerdos mínimos en la agenda nacional sobre los temas básicos de la convivencia ciudadana. 

«La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y, por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti», escribió John Donne en su “Meditación XVII”, en 1694. Hoy la patria está viviendo en un luto que se prolonga todos los días. El asesinato de un alcalde o de un candidato a cualquier dignidad de elección popular, más aún si es la presidencial, es una herida grave a nuestra democracia. Es urgente que el gobierno y las candidaturas presidenciales lleguen a un Acuerdo Nacional para enfrentar la filtración del narcotráfico en la institucionalidad del Estado. Sin importar la persona que gane la elección, quien gobierne el país debería comprometerse a llevar adelante todos los esfuerzos posibles para que estos crímenes no queden impunes y que exista una política de Estado para combatir a la delincuencia organizada.

 


[1] «Zapata: 35 nuevas UPC deberían estar listas a finales de junio de 2023», Primicias, 23 de marzo de 2023, https://www.primicias.ec/noticias/en-exclusiva/policia-incremento-muertes-violencia-juanzapata/

  



lunes, agosto 07, 2023

«Oppenheimer»: estremecedor filme épico de hondas resonancias éticas


            ¿Es Oppenheimer una gigantesca obra maestra del cine de este siglo? ¿Estamos ante una película fallida en su propuesta filosófica pero extraordinaria en su lenguaje cinematográfico? ¿Se propuso Christopher Nolan hacer un lavado de rostro del padre de la bomba atómica reduciéndolo a la condición de genio atormentado? ¿Qué tan reveladora es la película sobre la intriga política que rodea a Oppenheimer durante el macartismo? ¿Por qué no se ven los efectos de la bomba en Hiroshima y Nagasaki en el filme? Oppenheimer (2023), dirigida por Christopher Nolan, es una estremecedora película biográfica que nos sumerge en los claroscuros del científico que dirigió el Proyecto Manhattan y realiza una fina disección del enjambre político norteamericano durante la Guerra fría y las intrigas del macartismo, pero carece del atrevimiento del arte para romper con la narrativa oficial de los EE. UU. sobre la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Al ver la película, volvemos a preguntarnos: ¿qué se le exige a un filme para que sea éticamente consecuente?

 Oppenheimer está basada en American Prometheus (2006), de Kai Bird y Martin J. Sherwin, la biografía de Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy), el físico que lideró el equipo de científicos que fabricó la primera bomba atómica. El retrato de la encrucijada en la que vive el físico nuclear está logrado en el rostro adusto de Murphy, que aparenta impasibilidad pero que contiene la tormenta interior del personaje. El ascenso y la caída del padre de la bomba atómica son las líneas dramáticas que construyen la tensión de la película: la reinterpretación del mito de Prometeo encarnado en Oppenheimer es tejido con maestría por Nolan: arrebató a los dioses el fuego de la muerte y la destrucción y se lo dio al gobierno; más tarde y sin posibilidad de retorno, ese fuego era inextinguible. El propio sistema lo devoró e hizo pública las entrañas del Prometo americano: su ambición y genialidad, sus debilidades y sus miedos. La película dibuja un personaje cuya vida está construida por una serie de eventos contradictorios en su sentido moral: un hombre con conciencia social, sentimentalmente egoísta, inventor de un arma mortífera y única que, después, lucha por el control de las armas nucleares y se gana el odio de los guerreristas. Encumbrado y vilipendiado; al final, es reivindicado, como le pronosticó Einstein, sobre todo para la redención de quienes lo abandonaron en su caída. Y Cilian Murphy logra encarnar esta tragedia con verdad actoral.  

            Lewis Strauss, interpretado con brillantez por Robert Downey Jr., es el jefe de la Comisión de Energía Atómica que, por envidia, afán de venganza y un cierto moralismo, enreda a Oppenheimer en los hilos de la burocracia política de Washington. Strauss es el villano en la película y pasa por varios estadios emocionales que desnudan la maquinaria del poder político norteamericano y su hipocresía puritana. Negarle a Oppenheimer la credencial de seguridad fue un mensaje para toda la sociedad sobre el límite de la libertad de pensamiento en los tiempos de la Guerra fría: el macartismo no solo fue una política de Estado sino un instrumento de cohesión del complejo militar industrial frente a cualquier veleidad izquierdista. Según los biógrafos Bird y Sherwin, el regreso de los republicanos al poder en 1953, colocó en posiciones de poder a los defensores de represalias nucleares masivas, como Strauss. Este y sus aliados en el aparato estatal necesitaban condenar al ostracismo a Oppenheimer con sus dudas y remordimientos. Nolan ha trabajado estos contrapuntos con viajes narrativos hacia adelante y hacia atrás en el desarrollo de la historia y un guion de conflicto apretado, sin frases de relleno.

            El 6 de agosto de 1945, EE. UU. lanzó la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima. El 9 de agosto lo hizo sobre Nagasaki. Las estimaciones sobre el número de muertos de ambos bombardeos van de 110 mil a 210 mil personas de las que el 95 % eran civiles, según un reportaje de la BBC, que cita el testimonio de Sumiteru Taniguchi, sobreviviente de Nagasaki: «El lugar se convirtió en un mar de fuego. Era el infierno. Cuerpos quemados, voces pidiendo ayuda desde edificios derrumbados, personas a quienes se le caían las entrañas…». Las atroces consecuencias del bombardeo son ignoradas por Nolan en su película, ya que él ha preferido situar la prueba Trinity, el 16 de julio de 1945, en Nuevo México, en vez del bombardeo, como un momento climático del filme. Así, la película Oppenheimer carece atrevimiento político al dar por válida la narrativa de los EE. UU. que justifica hasta hoy como legítimo acto de guerra la utilización de dos bombas atómicas contra blancos civiles. El bombardeo, por el que ningún gobierno de los EE. UU. ha pedido perdón, hoy sería considerado un crimen de lesa humanidad, cuya crueldad es mostrada, por ejemplo, por el ánime Hadashi No Gen (Barefoot Gen, 1983). En este sentido, Nolan en su filme es mucho menos consecuente que el propio Oppenheimer en su vida.

            Oppenheimer, de Christopher Nolan, es, al final de cuentas, un filme éticamente consecuente a pesar de sus propias limitaciones; en primer lugar, porque es una extraordinaria película biográfica, con caracterizaciones actorales memorables de sus protagonistas, aunque sus personajes femeninos son débiles; en segundo, porque revela los mecanismos totalitarios del poder que se escuda tras la democracia formal y la manera cómo ese poder es capaz de devorar a los mismos ciudadanos que lo han servido; y, finalmente, porque, a pesar de escamotear el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, la prueba de Trinity plantea el horror del arma que han inventado. Al comprobar el alcance destructor de la bomba, Oppenheimer cita un verso del Bhagavad-Gita, texto sagrado del hinduismo, que lo ubica en su paradoja existencial y ética: «Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos».

lunes, julio 31, 2023

El machismo demagógico y la crítica literaria

De mi archivo: En abril y mayo de 1991, escribí, en mi columna Los monos enloquecidos, sendos comentarios que respondían a dos artículos, el uno firmado por Fernando Artieda y, el otro, por “El mono Alevoso”, aparecidos en el suplemento cultural de Meridiano, que dirigía el mismo Artieda. Los artículos fueron parte de un debate sobre dos maneras distintas de entender el comentario de textos, asimilado como un tipo de crítica literaria. El debate se dio a propósito de la aparición de los libros de Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, cuyos comentarios he reproducido en las dos últimas entregas. Sigo creyendo que ese tipo de comentario que usa el texto como pretexto para hablar de cualquier otra cosa menos del texto como tal no contribuye a la crítica literaria. Esto, por supuesto, no quiere decir que esté en desacuerdo con las diferentes maneras que hoy existen para aproximarse a los textos literarios en tanto objetos culturales. Estos artículos de treinta y dos años atrás dan cuenta del estado del arte sobre la crítica y cómo se leían los textos escritos por mujeres en ese entonces.  

 

 


Los monos enloquecidos

Los criterios del machismo demagógico

Hoy, 01 de abril de 1991

 

            El domingo 10 de marzo en el diario Meridiano, de Guayaquil, apareció el artículo «Palabra de mujer», de Fernando Artieda, acerca de cuatro escritoras: Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, sobre cuyos libros publiqué sendos comentarios.

            Artieda comienza su artículo así: «Es difícil escribir sobre literatura femenina porque los hombres no podemos pisar ese territorio de la creación artística sin pensar que violamos una máquina de pudor como entelequia» (el subrayado es mío). Note el lector la expresión: «violamos». La mujer, «una máquina de pudor», es objeto de violencia ¿sexual? (al parecer sí, por lo del «pudor» que sigue) hasta por el hecho de sus textos sean leídos. Se trata, obviamente, de una metáfora sexista.

            El párrafo continúa: [es difícil escribir sobre literatura femenina] «sin sentir una mano tibiamente tomada de la nuestra, sin darle humanidad a la culpa, por el derramamiento de una lágrima». Aparte de lo cursi que resulta la frase, nuevamente estamos antes una formulación sexista: solo porque se trata de una mujer, el lector tendría que «sentir su acercamiento».

            Pero el problema principal es la personificación de lo escrito en el texto como si fuera la vida de la autora. Señala que «penetramos el barroco que borda Liliana Miraglia para revelar el leve perfil de sus emociones en duerme vela»; que los textos de Marcela Vintimilla son extraños «como extraviándose entre las verdades secretas de la autora»; y que Livina Santos no puede escapar a «un mundo que se cuece entre desayunos, bohemia, conversaciones telefónicas y cigarrillos compartidos, y camas compartidas, por qué no». (Los subrayados son míos).

            En todos los casos, estamos ante un problema teórico: ya sabemos que nunca el autor debe ser confundido con el narrador de la historia. ¿Por qué, entonces, al tratarse de una mujer, se afirma que unos cuentos son extraños porque se extravían entre los secretos de la vida de la autora?

            ¿Y por qué al escribir sobre la actividad artística de una mujer se tiene, necesariamente, que hacer referencia —velada o frontalmente— a lo sexual? El tercer caso es un típico ejemplo de criterio sexista y perdonavidas (nótese la formulación «por qué no»). Y lo peor es que termina afirmado: «literatura de mujer valiente». Es como si al comentar un libro escrito por un hombre, se asimilara las vivencias sexuales de los personajes a la vida del autor y se finalizara diciendo: «literatura de hombre valiente».

            En el artículo se habla de todo, excepto de la calidad literaria de los textos. Sin embargo, el final, el autor concluye, gratuitamente, que las cuatro autoras «integran este nuevo “grupo de Guayaquil” solo que en su versión joven, femenina y bella». Aparte de que el “juicio literario” no se sostiene en el desarrollo del artículo —jamás da razones literarias para afirmar esto último—, tal “alabanza” resulta también sexista y demagógica: siguiendo la lógica del discurso del autor, los escritores del 30 habrían formado el “grupo de Guayaquil” en su versión “vieja, masculina y fea”.

            Vista así la cosa, la frase que cierra el artículo: «Es palabra de mujer», resulta irónica. Hubiera escrito: «Es palabra de macho demagogo» y todo hubiera quedado entendido.

 

 

Los monos enloquecidos

Más sobre el machismo demagógico

Hoy, 14 de mayo de 1991

 

            Ante todo, dos definiciones: 1) jamás un/a escritor/a debería “contestar” al comentarista o al crítico; los/las escritores/as hemos dicho lo que hemos querido en el texto literario; el debate, sobre lo dicho en el texto, tendría que darse entre comentaristas y críticos; y 2) para sostener un debate hay que situar el objeto del debate; y situarlo bien.

            En mi artículo de abril uno, analicé el carácter machista-demagógico del comentario de Fernando Artieda «Palabra de mujer». De ninguna manera hice «una defensa de cuatro “damas ofendidas”», como equivocadamente señala, en el suplemento de Meridiano, que dirige Fernando Artieda, el pasado mayo cinco, “El mono Alevoso”, [sic], un personaje creado a imagen y semejanza del propio Artieda. Sobre la calidad de los libros de las cuatro escritoras, yo escribí sendos comentarios en esta misma columna; por lo mismo, no me interesa, ni creo que sea tarea del comentarista, hablar acerca de la vida privada de los/las escritores/as.

            “El mono Alevoso” dice que las cuatro están «en el centro de una polémica». Esta afirmación evidencia que “el mono alevoso” no sabe leer un artículo. El objeto del debate no son las escritoras, ni siquiera sus libros; ellas no son el centro de ninguna polémica porque nadie ha debatido sobre la calidad de sus obras. El objeto del debate es el discurso cargado de machismo y demagogia que utilizó Fernando Artieda en el artículo ya mencionado; ese es el centro de la polémica. Y lo que está detrás del objeto de este debate son dos maneras distintas de asumir el discurso literario.

            Tampoco existe nada personal. Por ejemplo, en mi artículo del martes pasado lamenté que el poeta Fernando Artieda, entre otros, no estuviese en Poesía viva del Ecuador, antología preparada por Jorgenrique Adoum.

            Lo del machismo demagógico ya lo analicé en el artículo del 1 de abril y a eso no ha respondido ni Artieda ni su alma gemela. Con “viveza criolla” han querido desviar el objeto del debate. Las escritoras guardan «prudente, reflexivo e inteligente silencio», sencillamente porque el debate no es sobre ellas y creo que, también, por lo señalado en la primera consideración de las dos con las que empecé este artículo.

            Las distintas maneras de asumir el discurso literario saltan a la vista. No basta escribir un artículo supuestamente “elogioso” para “quedar bien”. Eso es hacer demagogia; no es comentar literatura. Es necesario leer el texto y analizar lo que expresa dicho texto. Llenar el artículo de adjetivos y utilizar un lenguaje acaramelado que habla de todo menos del texto, tampoco es comentar literatura; y, sin embargo, esa es la práctica de Artieda. En cambio, en mi manera de entender el comentario, las afirmaciones gratuitas, “elogiosas” o “perversas”, son dañinas para el desarrollo de nuestro proceso de escritura.

            Afirmar, como lo hizo Artieda, que las cuatro escritoras integran el “nuevo grupo de Guayaquil solo que en su versión joven, femenina y bella”, sin que dé razones literarias para dicho “juicio literario”, aparte de que es adular a escritoras que aún están construyendo su propio proyecto de escritura y definiendo todavía aquellos que quieren decir a sus lectores, no es comentario de texto; repito; es demagogia machista. Esas son nuestras diferencias y ese el marco del debate.