El director de Que viva la música, Carlos Moreno, ha hablado de ‘desadaptación’,
de ser ‘irrespetuoso’ en la medida en que la novela es ‘irrespetuosa’, y
también de que la película no está ‘basada’ sino ‘inspirada’ en la novela
homónima de Andrés Caicedo. Por tanto, uno espera que el filme, en sí mismo,
sea un hito cinematográfico que nos haga olvidar la novela. Pero la película
está demasiado anclada a la novela y ni rompe con ella, ni se defiende por sí
sola.
En
la traslación de sentidos intertextuales, que son las artes y la literatura
contemporáneas, diversos diálogos son posibles, pero no todo lo que es posible
termina convertido en un nuevo producto artístico. Y, cuando se trata de la
versión cinematográfica de una novela, la presencia del referente literario
siempre será determinante por más personal que sea la lectura del director del
filme. Así que no basta con decir que la obra no está “basada” sino “inspirada”
en el texto literario: la sola apropiación del título de la novela por parte de
la película ya convierte a esta última en subsidiaria de la primera y, por
tanto, se ancla en la polisemia del texto literario.
Lo primero que decepciona es Paulina
Dávila quien, pese a su frescura y desinhibición, no encarna ni de lejos a
María del Carmen Huerta, la protagonista de la novela. Su actuación de maniquí
es inexpresiva y sin matices: mirada sin profundidad de sentimientos, sonrisa
talla única, voz monótona, y, por si fuera poco, baila mal la salsa. Lo peor es
la lectura de los textos de la novela: si bien puede ser asumida como una
lectura muy personal, la ausencia de la furia que tiene el personaje de la
novela contra el mundo, convierte a párrafos muy poderosos de la novela en
monólogos aburridos. La actriz no tomó en cuenta que María del Carmen está
rompiendo ética, estética y socialmente con su propio mundo; que no es una muchacha
que anda de rumba en rumba, sino un ser atormentado que huye de la muerte; que
al comienzo es una niña bien y al final se convierte en una mujer transgresora.
Y para interpretar a un personaje así se requieren fuerza en la mirada,
convicción en la voz, y la libertad que tiene el cuerpo cuando ya no quiere ser
bello sino auténtico.
La segunda gran decepción en Que viva la música, es, justamente, la
música, que en la película cumple una función apenas decorativa. Ni la
confrontación de clase que deriva de la música, ni la presencia de la salsa
como expresión vitalista de una ciudad y su papel en la transformación del
personaje, ni la irrupción de aquella como expresión cultural auténtica y
novedosa: nada de eso existe en la película. Es más, bastaba con recrear aquel
listado que Rosario Wurlitzer detalla al final de la novela para entender
culturalmente el papel de la música en una época, que no perteneció solo de
Cali sino a Latinoamérica. Una película que lleva ese título tenía que haber
hecho de la música un elemento protagónico por sí solo y no únicamente un
pretexto para el hedonismo facilón de los rumberos.
La indefinición de la época más
parece un fallo de la película antes que una propuesta de anacronismo
libérrimo. El tiempo es siempre tiempo social e histórico, por tanto, mezclar
los tiempos de una ciudad es banalizar el conflicto de los personajes que la
habitan. Ni los setentas ni las primeras décadas del siglo veintiuno significan
lo mismo: esa indefinición hace de la propuesta una mentira sobre la
atemporalidad de los conflictos personales y culturales de una sociedad.
Incluso, la ausencia de radicalidad en la propuesta de anacronismo hace de la representación
iconográfica de Cali, una confusa superposición de imaginerías de la ciudad.
Estamos, en síntesis, ante una
película que no pudo convertirse en homenaje ni ser irreverente ante la novela
en la que se “inspira”: la actriz protagónica tiene una actuación plana y
carece de la fuerza transgresora que tiene el personaje principal de la novela;
la música está muy lejos de lo que debió ser su función simbólica; el guion se
quedó anclado en la reiteración facilona de la trilogía ‘sexo, drogas y
violencia’; el retrato de la ciudad Cali es anacrónico y vaciado de conflicto
histórico; y los textos de la novela, al ser recitados con una débil
interpretación, aparecen impostados en la narrativa del filme. Que viva la música es una fallida “desadaptación”,
no solo porque desdibuja la novela de Andrés Caicedo, sino porque, en sí misma,
es una película desangelada.