José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

martes, julio 12, 2011

Cuando la escritura confronta a la muerte


Se trata de un escritor llamado Manuel de Narváez que a sus 64 años se enfrenta a la muerte, solo, enfermo y pobre en su buhardilla de Barcelona, lejos de su país, Colombia, en la noche de un viernes sin premoniciones. El inquilino, opera prima de Guido Tamayo, Premio Nacional de Novela Breve organizado por la Universidad Javeriana, en el 2010, es la historia de una agonía en la que cabe la escritura como derrota personal pero al mismo tiempo como confrontación vitalista a la muerte. De Manuel cuenta el narrador: “Escribe porque escribir y vivir son lo mismo dentro de su invadido organismo. Escribe porque el cáncer no podrá desalojar toda la literatura que él ha inoculado en su delgado cuerpo. Escribe porque morirá escribiendo y será polvo, pero polvo literario.” (105)

En la novela breve de Tamayo, la escritura como opción de vida de su personaje es un camino de derrotas: el éxito literario está reñido con la autenticidad del ser, el sosiego personal no es posible mientras exista la necesidad casi biológica de la escritura, el mundo carece de piedad frente a los derrotados por la exigencia del arte. Manuel de Narváez está atrapado en el desgarramiento que le provoca su propia imposibilidad de realización escrituraria: “Manuel no escribe con la serena disposición de un santo sino con la compulsión de un hombre endemoniado. Ataca las teclas con el vértigo de un poseído.” (86)

Manuel ha viajado a una Barcelona cruel como toda ciudad que se resiste a los extraños que intentan encontrar la realización de su ser en ella. Él también llegó cargando con el fardo de los ilusos: “la mayor y mejor consigna de su generación después, claro está, de la de ser guerrillero: ser escritor en Europa.” (32) Pero esa Barcelona en la que agoniza no es el fingido paraíso de un escritor sino el infierno cotidiano al que hay que sobrevivir haciendo lo único que Manuel puede y quiere hacer, o sea, escribiendo. Esa Barcelona donde vive Manuel es una ciudad cruel, violenta, una ciudad agazapada en el mal que se aparece con su monstruo de adentro al iluso que se creyó el sueño de deambular inspirado por las ramblas, el museo Picasso, la Sagrada Familia y el parque Güell. Finalmente, el único espacio en el que es libre es en la habitación amarilla en donde vive, una habitación que puede estar en cualquier parte del mundo: “A veces se encierra en su habitación como en un cofre. Se sumerge en ella y echa llave. Puede pasar allí varios días sin salir a la calle, sin ver ni tan siquiera la sala, y mucho, el balcón. Allí escribe la novela, la corrige, la reescribe.” (63)

En ese infierno cotidiano, la aparición de Encarna es apenas un remanso bizarro pues la relación que Manuel entabla con ella está basada en el desamor como suplencia del afecto, en la necesidad que tienen uno del otro: ella de su dinero para comprar droga, él de su cuerpo para tener sexo. Encarna es otra derrotada a la que Manuel somete a un fantasioso procedimiento pues le exige que cada vez que se encuentren siempre deba ser la primera vez. “Él le contará que es colombiano, que escribe, que vive solo y que desesperadamente a una francesa muerta. Ella le dirá, a su vez, que es de Gerona, que vino a Barcelona a estudiar cine pero que terminó de puta porque le fascina la heroína.” (31) Encarna ya no tiene ganas de amar, de pensar siquiera en un proyecto de vida por simple y pequeño que sea; ella es un desamor sin remordimiento.

La otra mujer en la vida de Manuel, esa Laura a quien nunca llegó a conocer y que estaba traduciendo sus novelas, representa esa esperanza fugaz, ese respiro ante la derrota que implica el reconocimiento de su escritura en otra latitud. Está en las antípodas de Encarna. “De inmediato conectó con esa prosa desordenada, llena de imágenes inéditas en su memoria de lectora curtida y con un lenguaje desconcertante por lo audaz y mestizo.” (41) Pero en la vida de quien vive en la derrota no hay respiro: Laura muere sin que se hubiesen visto personalmente y con ella también muere la breve ilusión de Manuel.

Manuel de Narváez, olvidado por su familia, sin posibilidades de construir una relación amorosa, es un personaje que lleva en sí la tristeza del solitario. Es la misma tristeza de aquel que sabe que a su entierro únicamente asistirán sus “cuatro gatos del alma” y, tal vez, Encarna, y que nadie llorará. “Cada uno de los cuatro gatos leerá un poema, un fragmento, una frase. Así lo festejarán en su más hondo. Por su parte Encarna, en un arranque de sensibilidad irreconocible, dejará caer una lágrima sobre su tumba y de esa manera abonará de sentimiento su eternidad.” (109) Es un personaje que carga con el germen de la destrucción de sí mismo, atrapado en la condición de la derrota y en la incapacidad de amar y que, al mismo tiempo, despierta en el lector toda la solidaridad necesaria para buscar una salvación que no llegará jamás pues su condición intrínseca es la de un derrotado para el mundo aunque su escritura, esa que construye en soledad vivencial, es el triunfo de la autenticidad del ser sobre la muerte que, sin embargo, no puede ser celebrado.

Esta novela breve de Guido Tamayo está escrita con la economía de lenguaje que demanda el género, cuidando cada aparición del personaje construido con la precisión requerida para confrontarnos con el dolor humano; está desarrollada con la profundidad existencial que demanda la historia que cuenta y con la piedad necesaria para entender a un personaje que se nos presenta desnudo de alma. Tamayo maneja el tempo de la narración que, pese a que su momento narrado se sostiene en tres pasos que van de la cama a la cocina, encierra toda una vida hecha de girones altamente significativos. Tamayo hace de la frase corta, sustantiva, directa, una forma de narrar que envuelve la tristeza de los sucesos y convierte a su relato en una historia de la que el lector no querrá desprenderse.

El inquilino, de Guido Tamayo, es una novela breve escrita con lenguaje sustantivo, apretado y de honda resonancia espiritual, que encierra la confrontación del individuo, desde su soledad existencial y su ser auténtico, con la crueldad del mundo y la derrota del artista, desde la inutilidad de la escritura, frente a la dolorosa constatación de la muerte.

Guido Tamayo, El inquilino. Bogotá, Mondadori / Pontificia Universidad Javeriana, 2011.

domingo, mayo 29, 2011

Tercera edición de El alma en los labios


Acaba de salir la tercera edición, corregida y definitiva, de El alma en los labios, en la colección Cochasquí, auspiciada por el Gobierno de la Provincia de Pichincha. La primera fue publicada por editorial Planeta (2003) y la segunda por el M.I. Municipio de Guayaquil (2007). En esta edición he corregido un anacronismo importante que había pasado por alto y que una amiga querida me hizo ver, modifiqué alguna puntuación defectuosa y limpié de basurilla al texto. Mi gratitud a Raúl Pérez Torres por acoger la novela en dicha colección y a Antonio Correa por el cuidado editorial.

Para los seguidores y visitantes del blog, reproduzco el “Epílogo” de la novela, que está narrado por Jean d’Agreve, seudónimo utilizado por Medardo Ángel Silva, y que en la novela convertí en uno de los personajes de la misma. Jean d’Agreve, que estaba visitando a la prostituta Gardenia Guerra en el momento en que Silva se suicidó, quedó como un fantasma vagabundo ya que no tuvo cuerpo a donde regresar. Por esa razón sobrevive hasta los sucesos que él narra en el epílogo. Avril d’Agreve es la hija que se rumora tuvo Silva y que en la novela aparece como hija de Medardo Ángel Silva / Jean d’Agreve y Gardenia Guerra, personaje de la ficción.


EPÍLOGO

Es cerca de la medianoche del jueves 9 de febrero de 1978. La voz del más popular de los locutores guayaquileños, Carlos Armando Romero Rodas, había anunciado a las nueve y doce minutos, a través de la frecuencia de Radio Cristal que, en la clínica Domínguez, acababa de fallecer Julio Jaramillo.

En el “Rincón de los Justos”, emblemática cantina de Matavilela, barrio de rameras y cachineros donde cualquier día en sus calles es día de ocio, una cofradía de escritores jóvenes ha sembrado, sobre la mesa que comparten cada noche, un tupido bosque de vidrio, botellas vacías del oro líquido ofrendado en memoria del cantante. Los cofrades, que han estado bebiendo desde que escucharon el anuncio mortuorio, están agrupados alrededor de Sicoseo, una más del infinito número de torres de marfil que se desmoronan luego de la publicación del número único de su revista literaria.

Junto a ellos, en una mesa solitaria, una anciana de aproximadamente ochenta años bebe en silencio el aguardiente de caña manabita que le sirve Narcisa Martillo, renacida flor voluptuosa del dulce pecado. Narcisa es la mesera del salón, la hembra diligente a la que el poeta mayor, Fernando Nieto Cadena, invoca como esa mujer que busco, encuentro y pierdo a cada rato... qué me podrá decir de los agravios... qué del amor... qué del adiós en todos mis fracasos.

A la anciana la recuerdo joven, en el Cementerio de Guayaquil durante el entierro del bardo Medardo. Es Gardenia Guerra buscándome en vano, indiferente a la mirada despectiva de alguna asistente que, sin reconocer la viga en el ojo propio, tuerce en lindo mohín la boca roja y exclama indignada: ¿Habráse visto? Ya no puede salir una dama a la calle que no tropiece con esta bazofia.... Yo agitaba mis brazos para que me viera pero, carente de cuerpo que me albergara, me había convertido en un soplo invisible y todos mis intentos por llamar su atención fueron inútil aleteo de albatros escarnecido por marineros de corazón vicioso.

Tampoco en esta noche me alcanza a ver Raúl Vallejo, aprendiz de flacos huesos en medio de aquella hermandad de sicoseadores de la palabra. Él implora al aire con voz de enamoradizo impenitente: “déjame yacer contigo paloma de blanco vuelo, déjame amar tu plumaje, paloma, tu misterio”. Y mientras eleva su plegaria, sostenido en un hálito de nostalgia, palpita el recuerdo de su adolescencia cautivada por los ojos felinamente aceitunados y la piel de sedosa miel de Susana Orellana Villegas, sobrina nieta de Rosa Amada.

En aquel crepúsculo, cuando enterramos a mi poeta, Gardenia Guerra ya cargaba en su vientre, aún sin saberlo, el germen de la que bautizaría con el nombre de Avril d’Agreve. Avril abandonó el claustro materno el 8 de marzo de 1920 y, para mi orgullo de padre, todavía trabaja como reportera cultural de France Press, en París. A pesar de los años transcurridos, ella continúa inocentemente ignorante de su origen pues fue dada en adopción el día 23 del mes siguiente a su nacimiento. Para Gardenia, Avril es un dolor en el vientre herido por donde se desangra sin tregua.

Con su sapiencia rocolera, el novelista Jorge Velasco Mackenzie se dirige a la trajinada Wurlitzer del salón y selecciona una serie de canciones interpretadas por J.J. Después de los acordes iniciales a cargo de los violines y el requinto de Rosalino Quintero, la voz del ídolo fallecido empieza a cantar cuando de nuestro amor, la llama apasionada... Julio Jaramillo utiliza el mismo tono melancólico que usara Francisco Paredes Herrera cuando cantó su pasillo por primera vez el 22 de junio de 1919.

El domingo anterior a esa fecha, Paredes había entrado a la peluquería “La Elegancia” cerca del mediodía. Al leer El Telégrafo, que dedicó la página 4 de la edición del día 15 a mi poeta, recién se enteró el joven músico de la muerte de Medardo. Leyó el poema que aparecía en el diario y, prendado por el sentido trágicamente premonitorio de los versos, se dedicó durante la semana siguiente a componer la canción que estrenó ante sus contertulios, Alfonso Estrella, Alberto Andrade y Víctor Sarmiento, esa noche dominical en la que andaban de copas.

El cuarteto deambulaba por la ciudad de Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca que ya dormía y cuyos vecinos reclamaban silencio a gritos detrás de las celosías de madera de sus conventuales casas. Se detuvieron en el parque, frente a la Catedral, y Paredes empezó a tocar su guitarra que rasgó la mística nocturnidad del cielo cuencano. Cuando terminó de cantar se abrieron las ventanas de las casas aledañas y los vecinos aplaudieron, olvidados de su desvelo, con los ojos enrojecidos e hinchados por causa de penas antiguas y secretas.

A esos chapoteos humanos para salvar la Vida del naufragio del Olvido también contribuye aquel monumento esculpido en bronce y piedra por Alfredo Palacio que fuera inaugurado a las once de la mañana del domingo 10 de junio de 1973 en la Plaza de San Agustín. Cuatro años más tarde, frente a la escultura en la que se ve al Poeta y a la Muerte intercambiando las miradas seductoras de su indómito idilio, Miguel Donoso Pareja maestro de vida y literatura que, interrumpiendo un exilio de 13 años, había llegado de México con Aralia López, su compañera de esa época, una rutilante freudiana ortodoxa leyó, en una tarde de banca de parque, ante una audiencia integrada por los sicoseadores de la existencia: Y en el aire se va la muerte cierta, la de vivir, que no es morir siquiera, y la piedra nos trae la vida muerta, sin ir al bosque aquel donde cortaron la cabeza dolida del ahorcado... porque la piedra está en el aire y vive en esta soledad en que morimos.

Mientras la canción, grabada por J.J. para el sello Ónix, suena en la rocola, Gardenia Guerra gime como un animal que se lame heridas de ausencia en una cueva abandonada. Avril es el recuerdo más cruel. Jean d’Agreve, una pena perenne. Cuando la voz de Julio Jaramillo está concluyendo la canción ...para expresar mi amor solamente me queda rasgarme el pecho, Amada, y en tus manos de seda dejar mi palpitante corazón que adora..., Gardenia revienta en llanto como si las lágrimas se le hubiesen acumulado durante el transcurso de sus grises años.

Los cofrades de Sicoseo la observan acongojados y el poeta Fernando Artieda se levanta de su silla y tiene un vaso de cerveza derritiéndose en su mano y declama con la musicalidad de su ronquera crónica y es un homenaje a la anciana ebria, para escribir un bolero no es necesario estar sentimental... para escribir un bolero no es necesario sentirse deprimido... no es necesario escribir... esta ciudad es un bolero en ciernes... es un bolero.

Ninguno de aquellos poetas, que repiten los ritos bohemios e iconoclastas de todas las cofradías de todos los tiempos como si fuesen actos fundacionales, alcanza a percibir el dolor de vida que se ha instalado en la mesa de la anciana. De golpe, Gardenia recuerda la tarde lluviosa de ese 30 de enero de 1919 cuando le llevé como regalo de cumpleaños una copia del poema “El alma en los labios” manuscrita por el propio Medardo. Inmediatamente después de que mi poeta me entregó la hoja con los versos, les añadí debajo del título, hacia el margen derecho de la página, con letra muy parecida a la de Medardo, la discreta dedicatoria que también mi poeta escribiría meses más tarde y que hasta hoy conserva el poema: Para mi Amada.

domingo, mayo 15, 2011

Una reflexión vital desde la literatura

Abdón Ubidia durante la ceremonia de inauguración de la Feria de Libro de Bogotá, el jueves 5 de mayo, en el momento en que ofrecía el discurso de orden. Tuve el honor de participar como comentarista y entrevistador en la presentación de su libro La aventura amorosa y sus personajes, el viernes 13, en el auditorio "Jorge Enrique Adoum". A continuación, mi comentario acerca del mismo.

En Ciudad de invierno, novela corta que es ya un clásico de la literatura ecuatoriana, Abdón Ubidia disecciona con maestría la angustia interior del personaje / narrador que experimenta su condición de amante abandonado para convertirse en esposo engañado e imaginar a su rival convertido en el Amante y, al final, a partir de la traición que lleva a cabo contra su amigo y rival, decide perderse para la vida: “Han pasado pocos años de esto. Ahora me dejo vivir en una ciudad sin paisaje. No se ven montañas. No se ve el sol, ni llueve nunca. Está como abandonada en el desierto. Hay un mar. Pero ese mar es un remedo. La bruma lo ahoga siempre. A veces le cuento esta historia a alguna prostituta del puerto. A veces, alguna finge creerme”.

Bruno, el pintor, y AleXandra, la burguesa aventurera, ambos personajes de La madriguera, novela finalista del Rómulo Gallegos del 2004, encarnan al Amante de la aventura amorosa: el primero, buscador empedernido de lo erótico; la segunda, descubridora de sus deseos en la joven madurez de sí misma. Y en esa novela, Armando, el escritor que “no estaba metido en ninguna aventura ni búsqueda existencial como no fuese la literaria” asume el papel del Confidente. La gente de la ciudad pasa a convertirse en el Coro de los demás, dispuesto a crear el rumor, a vivir de él y en él: rumor que de tanto repetirse pasa a convertirse en verdad irrefutable.

Ahora, Abdón Ubidia, nos trae La aventura amorosa y sus personajes, un libro escrito con la intensidad que emerge de la vida y se hace literatura, con la sabiduría que proporcionan los libros y la experiencia vital, con la fluidez que da el oficio de escritor y la agudeza para escarbar en la condición humana que da el oficio de lector. Un libro que conmueve por la sinceridad con la que toca el campo de la realización amorosa y por la manera cómo presenta la imbricación de literatura y vida en dicho campo. Un libro que estremece por las verdades del amor que hombres y mujeres a veces nos resistimos a aceptar por la preferencia hacia la institucionalidad por sobre la opción del riesgo. Una escritura que se sostiene en la idea de que “el arte y, en especial, la literatura son las únicas formas eficaces para testimoniar, completa y complejamente, el amor humano. Que vida y literatura son equivalentes. Que la literatura es el significante mayor del significado más profundo de la vida humana.” (23)

En La aventura amorosa y sus personajes, Abdón Ubidia reflexiona sobre el estado más hermoso de tal aventura que es la fase heroica (no hay nada más bello que un amor que empieza) y señala que “los grandes ensayos dedicados al amor, escritos en el siglo XX y lo que va del XXI, son libros tristes porque ponen énfasis especial en la fase trágica de la Aventura amorosa” (19). Y la reflexión que realiza está poblada de ejemplos literarios, lo que hace del libro no sólo un camino de reflexión sobre la aventura amorosa sino una peregrinación festiva a través de las grandes obras de la literatura: El Quijote, Madame Bovary, Lolita, Bella del señor, El amante, El cuarteto de Alejandría —especialmente, Justine— , El final de la aventura, El arte de amar, etc.

Abdón Ubidia, como en el estudio de los cuentos maravillosos populares que hizo Propp, señala que en toda aventura amorosa intervienen ocho personajes (Propp señaló 7 y Ubidia, en su estudio sobre el cuento popular ecuatoriano aplicó dicha caracterización): el Amante, el Amado, el Engañado, el Rival, El confidente, El alcahuete, el Coro Social, y el Sustituto. Su libro se divide en dos partes: la primera, que nos habla acerca de la aventura amorosa, la pasión y el matrimonio como esferas enfrentadas a veces, concurrentes, otras; la segunda, que desarrolla el sentido de cada uno de los personajes de la aventura amorosa, confrontando, al final, el principio de realidad contra el principio romántico, concluyendo que: “existe un ‘principio romántico’ que se opone al ‘principio de realidad’. Y que tal principio romántico, con su carga emotiva, sensible, a veces desesperada, nada ‘cuerda’, es el que posibilita el inicio o realización plena de nuestras Aventuras amorosas, por momento embrujadas, por momentos hipnóticas.” (160)

Este libro es también una plática erudita entre la experiencia vital que construye la aventura amorosa y la manera cómo la literatura la representa en sus textos. En esta plática, a partir de decenas de ejemplos de la literatura, el autor nos confronta con algunos imposibles: la eternidad de las relaciones amorosas, el final feliz de tales relaciones, la existencia de la fidelidad en los amores, y la viabilidad de la institución matrimonial para la pervivencia del amor.

Al mismo tiempo, el libro de Ubidia, desarrolla el papel que cumplen cada uno de los ocho personajes de la aventura amorosa partiendo del postulado de que “la Aventura amorosa se arma como un drama en toda línea, con una estructura que implica un comienzo, un desarrollo y un fin previsto, y, desde luego, con una dramatis personae ya definida.” (79) Toda aventura amorosa habrá de acabarse porque el principio de realidad así lo exige pero durante su existencia ella unirá lo superficial y lo profundo. Y sostiene que “la Aventura amorosa, frágil, perentoria, es el paso previo tanto del Matrimonio que da fin, como de la Pasión que quiere, en vano, prolongarla.” (47)

Abdón Ubidia también desarrolla la idea de que el ser humano es una dualidad viviente que, por un lado, gusta del calor de hogar por lo que de seguridad tiene y que aquello lo hace sentirse en paz, calmo, confortable, y que, por otro, gusta de la aventura que lo convierte de doméstico en heroico, de conservador en arriesgado y que es, justamente esa dualidad, la que permite que convivan tanto la aventura amorosa como el matrimonio. Por ello, el autor afirma: “Este libro está hecho para que ese reconocimiento sea posible. O por lo menos para que ella, la Aventura amorosa, llegue a ser admitida, de modo privado, persona, como un derecho individual, como una ‘amante’ esporádica y necesaria; como el espacio de libertad y locura festiva, que acompañe, ‘infielmente’, el normal y normado amor del matrimonio, mientras éste subsista.” (49)

Estamos ante un libro que da cuenta de una lucha perdida: la lucha por la felicidad que libran los amantes en el decurso de la vida. Por fortuna, existe la literatura para curar las heridas que provoca la aventura amorosa a fuerza de metáforas. Y, a pesar de estas verdades, “al final de una Aventura, otra Aventura vendrá” (152) porque siempre el ser humano estará dispuesto a jugarse el pellejo en nombre de la libertad, a arriesgar su paz de espíritu en nombre de la delicias de eros, a sentir el vértigo que provoca el abismo antes que la calma de los crepúsculos, a preferir el viaje hacia la noche —tópico romántico de la aventura— antes que las mañanas bucólicas de los domingos… o, quizás no, quizás el ser humano quiere ambos estados: quiere, imposible de imposible, tenerlo todo.

La aventura amorosa y sus personajes, de Abdón Ubidia, es un libro que reafirma la condición triste del amor, dado su sentido efímero, aún cuando su autor se detenga en la fase heroica; un libro cuya lectura, alimentada por la plática profunda de la vida con la literatura, vuelve menos dura la aceptación del principio de la realidad y más esperanzadora la práctica vital del principio romántico. Un libro cuya lectura será una aventura en sí misma en la medida en que el amor como experiencia vital está sazonado por la literatura como experiencia intelectual de la vida y por cuanto sus planteamientos repercutirán en más de una persona lectora. Un libro atrevido pensado en quienes se atreven a ser parte de la aventura amorosa aunque se sepa, de antemano, que el final siempre será triste.

Abdón Ubidia, La aventura amorosa y sus personajes. Quito, Editorial El Conejo, 2011, 167 pp.