José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, mayo 29, 2011

Tercera edición de El alma en los labios


Acaba de salir la tercera edición, corregida y definitiva, de El alma en los labios, en la colección Cochasquí, auspiciada por el Gobierno de la Provincia de Pichincha. La primera fue publicada por editorial Planeta (2003) y la segunda por el M.I. Municipio de Guayaquil (2007). En esta edición he corregido un anacronismo importante que había pasado por alto y que una amiga querida me hizo ver, modifiqué alguna puntuación defectuosa y limpié de basurilla al texto. Mi gratitud a Raúl Pérez Torres por acoger la novela en dicha colección y a Antonio Correa por el cuidado editorial.

Para los seguidores y visitantes del blog, reproduzco el “Epílogo” de la novela, que está narrado por Jean d’Agreve, seudónimo utilizado por Medardo Ángel Silva, y que en la novela convertí en uno de los personajes de la misma. Jean d’Agreve, que estaba visitando a la prostituta Gardenia Guerra en el momento en que Silva se suicidó, quedó como un fantasma vagabundo ya que no tuvo cuerpo a donde regresar. Por esa razón sobrevive hasta los sucesos que él narra en el epílogo. Avril d’Agreve es la hija que se rumora tuvo Silva y que en la novela aparece como hija de Medardo Ángel Silva / Jean d’Agreve y Gardenia Guerra, personaje de la ficción.


EPÍLOGO

Es cerca de la medianoche del jueves 9 de febrero de 1978. La voz del más popular de los locutores guayaquileños, Carlos Armando Romero Rodas, había anunciado a las nueve y doce minutos, a través de la frecuencia de Radio Cristal que, en la clínica Domínguez, acababa de fallecer Julio Jaramillo.

En el “Rincón de los Justos”, emblemática cantina de Matavilela, barrio de rameras y cachineros donde cualquier día en sus calles es día de ocio, una cofradía de escritores jóvenes ha sembrado, sobre la mesa que comparten cada noche, un tupido bosque de vidrio, botellas vacías del oro líquido ofrendado en memoria del cantante. Los cofrades, que han estado bebiendo desde que escucharon el anuncio mortuorio, están agrupados alrededor de Sicoseo, una más del infinito número de torres de marfil que se desmoronan luego de la publicación del número único de su revista literaria.

Junto a ellos, en una mesa solitaria, una anciana de aproximadamente ochenta años bebe en silencio el aguardiente de caña manabita que le sirve Narcisa Martillo, renacida flor voluptuosa del dulce pecado. Narcisa es la mesera del salón, la hembra diligente a la que el poeta mayor, Fernando Nieto Cadena, invoca como esa mujer que busco, encuentro y pierdo a cada rato... qué me podrá decir de los agravios... qué del amor... qué del adiós en todos mis fracasos.

A la anciana la recuerdo joven, en el Cementerio de Guayaquil durante el entierro del bardo Medardo. Es Gardenia Guerra buscándome en vano, indiferente a la mirada despectiva de alguna asistente que, sin reconocer la viga en el ojo propio, tuerce en lindo mohín la boca roja y exclama indignada: ¿Habráse visto? Ya no puede salir una dama a la calle que no tropiece con esta bazofia.... Yo agitaba mis brazos para que me viera pero, carente de cuerpo que me albergara, me había convertido en un soplo invisible y todos mis intentos por llamar su atención fueron inútil aleteo de albatros escarnecido por marineros de corazón vicioso.

Tampoco en esta noche me alcanza a ver Raúl Vallejo, aprendiz de flacos huesos en medio de aquella hermandad de sicoseadores de la palabra. Él implora al aire con voz de enamoradizo impenitente: “déjame yacer contigo paloma de blanco vuelo, déjame amar tu plumaje, paloma, tu misterio”. Y mientras eleva su plegaria, sostenido en un hálito de nostalgia, palpita el recuerdo de su adolescencia cautivada por los ojos felinamente aceitunados y la piel de sedosa miel de Susana Orellana Villegas, sobrina nieta de Rosa Amada.

En aquel crepúsculo, cuando enterramos a mi poeta, Gardenia Guerra ya cargaba en su vientre, aún sin saberlo, el germen de la que bautizaría con el nombre de Avril d’Agreve. Avril abandonó el claustro materno el 8 de marzo de 1920 y, para mi orgullo de padre, todavía trabaja como reportera cultural de France Press, en París. A pesar de los años transcurridos, ella continúa inocentemente ignorante de su origen pues fue dada en adopción el día 23 del mes siguiente a su nacimiento. Para Gardenia, Avril es un dolor en el vientre herido por donde se desangra sin tregua.

Con su sapiencia rocolera, el novelista Jorge Velasco Mackenzie se dirige a la trajinada Wurlitzer del salón y selecciona una serie de canciones interpretadas por J.J. Después de los acordes iniciales a cargo de los violines y el requinto de Rosalino Quintero, la voz del ídolo fallecido empieza a cantar cuando de nuestro amor, la llama apasionada... Julio Jaramillo utiliza el mismo tono melancólico que usara Francisco Paredes Herrera cuando cantó su pasillo por primera vez el 22 de junio de 1919.

El domingo anterior a esa fecha, Paredes había entrado a la peluquería “La Elegancia” cerca del mediodía. Al leer El Telégrafo, que dedicó la página 4 de la edición del día 15 a mi poeta, recién se enteró el joven músico de la muerte de Medardo. Leyó el poema que aparecía en el diario y, prendado por el sentido trágicamente premonitorio de los versos, se dedicó durante la semana siguiente a componer la canción que estrenó ante sus contertulios, Alfonso Estrella, Alberto Andrade y Víctor Sarmiento, esa noche dominical en la que andaban de copas.

El cuarteto deambulaba por la ciudad de Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca que ya dormía y cuyos vecinos reclamaban silencio a gritos detrás de las celosías de madera de sus conventuales casas. Se detuvieron en el parque, frente a la Catedral, y Paredes empezó a tocar su guitarra que rasgó la mística nocturnidad del cielo cuencano. Cuando terminó de cantar se abrieron las ventanas de las casas aledañas y los vecinos aplaudieron, olvidados de su desvelo, con los ojos enrojecidos e hinchados por causa de penas antiguas y secretas.

A esos chapoteos humanos para salvar la Vida del naufragio del Olvido también contribuye aquel monumento esculpido en bronce y piedra por Alfredo Palacio que fuera inaugurado a las once de la mañana del domingo 10 de junio de 1973 en la Plaza de San Agustín. Cuatro años más tarde, frente a la escultura en la que se ve al Poeta y a la Muerte intercambiando las miradas seductoras de su indómito idilio, Miguel Donoso Pareja maestro de vida y literatura que, interrumpiendo un exilio de 13 años, había llegado de México con Aralia López, su compañera de esa época, una rutilante freudiana ortodoxa leyó, en una tarde de banca de parque, ante una audiencia integrada por los sicoseadores de la existencia: Y en el aire se va la muerte cierta, la de vivir, que no es morir siquiera, y la piedra nos trae la vida muerta, sin ir al bosque aquel donde cortaron la cabeza dolida del ahorcado... porque la piedra está en el aire y vive en esta soledad en que morimos.

Mientras la canción, grabada por J.J. para el sello Ónix, suena en la rocola, Gardenia Guerra gime como un animal que se lame heridas de ausencia en una cueva abandonada. Avril es el recuerdo más cruel. Jean d’Agreve, una pena perenne. Cuando la voz de Julio Jaramillo está concluyendo la canción ...para expresar mi amor solamente me queda rasgarme el pecho, Amada, y en tus manos de seda dejar mi palpitante corazón que adora..., Gardenia revienta en llanto como si las lágrimas se le hubiesen acumulado durante el transcurso de sus grises años.

Los cofrades de Sicoseo la observan acongojados y el poeta Fernando Artieda se levanta de su silla y tiene un vaso de cerveza derritiéndose en su mano y declama con la musicalidad de su ronquera crónica y es un homenaje a la anciana ebria, para escribir un bolero no es necesario estar sentimental... para escribir un bolero no es necesario sentirse deprimido... no es necesario escribir... esta ciudad es un bolero en ciernes... es un bolero.

Ninguno de aquellos poetas, que repiten los ritos bohemios e iconoclastas de todas las cofradías de todos los tiempos como si fuesen actos fundacionales, alcanza a percibir el dolor de vida que se ha instalado en la mesa de la anciana. De golpe, Gardenia recuerda la tarde lluviosa de ese 30 de enero de 1919 cuando le llevé como regalo de cumpleaños una copia del poema “El alma en los labios” manuscrita por el propio Medardo. Inmediatamente después de que mi poeta me entregó la hoja con los versos, les añadí debajo del título, hacia el margen derecho de la página, con letra muy parecida a la de Medardo, la discreta dedicatoria que también mi poeta escribiría meses más tarde y que hasta hoy conserva el poema: Para mi Amada.

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