Su tarea cultural nos ha dejado algunos legados importantes: el fundamental, la colección Letras del Ecuador que desde la presidencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, núcleo del Guayas, inciara en 1976 y que, hasta hoy, acoge con generosidad tanto a escritores y escritoras con una obra ya definida cuanto a jóvenes cuyos primeros textos son prometedores; además, las colecciones Ariel Juvenil y Ariel Universal editadas bajo su supervisión. Y, si bien su obra poética es altamente representativa por su solidez en la tradición ecuatoriana, en este trabajo nos ocuparemos únicamente de su paso por el cuento.
La narrativa corta de Rafael Díaz Ycaza va desde su carácter epigonal con respecto de los escritores realistas del 30 hasta una posterior evolución y tránsito que lo ubica en la línea narrativa del nuevo cuento.
Sus textos han transitado desde el mundo rural y sus historias bañadas de de verosimilitud realista (“Peto Canilla, caminador”) hasta llegar a nuevos mundos en los que las historias y sus personajes han ganado en profundidad sicológica y roto definitivamente sus ataduras con el realismo para navegar con mayor libertad a través de una verosimilitud diferente, fantástica a ratos (“Rosamel”), embebida de la tradición literaria en otros momentos (“Morisqueta II. Conquistas sociales”), y que ya se podía observar en textos tempranos (“Alberto Schweitzer en el cielo”, 1970, e incluso en el simbolismo esbozado en “El regreso y los sueños” y el uso de múltiples puntos de vista en “Los ángeles errantes”, ambos de 1958).
Hasta hoy, la crítica ha leído en los textos de Díaz Ycaza solamente su honda tendencia realista y lo ha caracterizado sin más como un escritor epigonal (Rodríguez Castelo 71) negando, a veces, el indudable aporte que él realiza aún dentro de la tradición realista —y, más bien, acentuando la idea de que su narrativa es poco innovadora (Pérez 9) o que, anclada mayoritariamente en el realismo, su discurso narrativo logra una interesante modificación temática en Prometeo el joven (Ansaldo 6)— mediante la profundización en la sicología del personaje, la ampliación del mundo narrado a los espacios alucinantes de la locura y la multiplicación de sus perspectivas narrativas.
“Peto Canilla, caminador”, subtitulado ‘un cuento del litoral ecuatoriano’, de su libro Las fieras, forma parte de la tradición del realismo: un escenario rural, hechos violentos, una historia de aparecido contada desde la oralidad montuvia, y la utilización del habla montuvia en los personajes a la manera de los escritores del 30:
—Yo creo que los muchachos lo apodaron Peto Canilla porque él mismo, cuando les contaba sus andanzas de pueblo en pueblo y sus aventuras en la montaña virgen, solía decirles: “Todoy que me ven, soy bien pata ‘e perro”. En fin... ¿quién mismo sabrá la verdad? Lo cierto es que se acostumbró a vivir en Samborondón...
Si bien “El regreso y los sueños” se ubica en la tradición realista, existe en el narrador cierta voluntad expresa para borrar la línea que separa el mundo real del mundo de la ficción: “Cuando uno se dedica a escribir, llega un momento en que no puede establecer diferencias entre lo real y lo ficticio, entre su persona y la de sus creaturas”. Además, el lenguaje del protagonista Rosamel —nombre con el que Díaz Ycaza bautizará, años más tarde, el cuento que hemos seleccionado— no es un habla realista típica pues se mueve, con cierto lirismo, en el mundo onírico de la locura, lo que conlleva a que el personaje gane en hondura sicológica:
—Hoy me puse el traje de la felicidad, el de cuadros grandes, color sonrisa. Tengo varios trajes. ¿Tú también tienes, como yo, un traje color lágrima, uno de muerte y otros muchos de soledad irremisible?
Haces como si sonrieras, asombrado, pero me comprendes. Con el traje que hoy visto vinieron por doquiera manos extendidas, gestos afectuosos y “no llores”. La sirvienta de la casa, una negra muy callada, muy escurridiza, me trajo, ¡cosa rara! una taza de júbilo, diciendo que era avena, que ávidamente yo bebí, como si lo creyera.
En “Los ángeles errantes”, el narrador, si bien todavía persiste la necesidad de ofrecer una explicacion racionalista a hechos irracionales, se ubica fuera del espacio y tiempos realistas: “Realicé estos apuntes luego de morir. Dejé de existir una eternidad, según mi calendario, y muy escasos segundos, según el cronómetro de la clínica [...] De regreso de la muerte, escribí estas líneas”. El cuento se mueve en lo alegórico: una conversación con san Pedro, una visita al ‘hotel’ —instancia previa al Cielo—, en donde “se es prisionero de todos los problemas terrenales”, y un final simbólico: “Pero también tú estás prisionero en el Hotel, Señor Cristo: eres Sacco y Vanzetti, Bruno Hauptmann, los Rosemberg, Charlot y todos los “humillados y ofendidos”.
Ese ‘retornar desde la muerte’ es un tópico que Díaz Ycaza retomará más tarde con menos dudas y más desenfado. En “Rosamel”, la transición de los niveles de realidad evita toda explicación racionalista y es asumida de manera ‘natural’ por el narrador del cuento, lo que ubica al relato de plano en el ámbito lo fantástico:
Rosamel tenía un vieja tentación de ingresar a esa casa, y un día fue vencido por la atracción. Todo el pasado lo arrastró consigo. Ascendió unos peldaños e iba a dar marcha atrás, cuando lo detuvo una voz: una muchacha le salió al encuentro. Entonces él, confuso, dijo que había vivido allí muchos años: de los cinco a los quince.
[...]
Y les dijo, al final, un pequeño secreto. Que en el dormitorio de hace tantos años, que se hallaba situado precisamente junto al de las niñas Orbea [...] se suicidó un sujeto que era en todo su igual, que incluso se llamaba Rosamel, y que todos decía que era él mismo.
Díaz Ycaza evita la seriedad de lo alegórico y consigue formas de humor que la permiten desacralizar el mundo narrado. Así en “Alberto Schweitzer en el cielo”, cuento cuya tesitura se aleja del realismo, narra la historia de un “médico y misionero alsaciano” que muere en África “bajo el vuelo de la música de Bach”; el doctor Schweitzer se enfrenta al “Consejo de Admisión” que delibera si le permite la entrada al cielo o no; cuando el consejo termina la lectura de su expediente, el médico pregunta:
—Señor Amanuense: ¿Podría informarme si en los archivos del Cielo figura el ingreso de mis queridos amigos Kasabuvo, Pamiro, Munol y Bococo, nativos de Lambarene, nacidos para una vida nueva en recientes fechas?
[...]
—[...] No hay en el Cielo un solo practicante de hechicería. [...]
Entonces, el buen médico se levantó muy triste del banquilllo, hizo una respetuosa venia y se marchó del Cielo, en busca de sus negros.
En los cuentos de Díaz Ycaza, los narradores se multiplican y sus relatos se enriquecen y ganan profundidad, por tanto, con las diferentes perspectivas narrativas desde donde están construidos. Así pasa en las narraciones realistas de sus dos primeros libros, “El regreso y los sueños”, “Tres historias de amor” (de 1958); “El desconocido de la carabina”, “El sueño”, “La isla”, o “La tierra sagrada” (de 1970). En estas narraciones, el realismo de Díaz Ycaza tiene espesor y se aleja de una condición meramente epigonal.
No se ha reparado de manera suficiente en el tránsito y ruptura de la narrativa corta de Díaz Ycaza. Los ejemplos dados en los párrafos de arriba nos permiten vislumbrar ese tránsito. En cambio, en Porlamar (1977) ya estamos lejos de la dinámica del realismo social y metidos de lleno en una narración cuya referencia verosímil radica en el tono mismo del discurso del relato. Así, todos los textos de la primera parte del libro, “Porlanoche”, transgreden la frontera entre la vida y la muerte sin la ansiedad de la explicación racional; sus personajes son seres que habitan una suerte de limbo que existe por la palabra que lo cuenta.
En “La cena”, desde el primer párrafo estamos en una situación desmesurada: “La mesa era tan grande, que los comensales ubicados en el centro no alcanzaban a divisar a los sentados en los extremos. Pudiera haberse dicho, algo a la loca, que eran millas y millas de comensales riendo, contando historias alegres y melancólicas, brindando por la felicidad”. Tanto en “El túnel” como en “Réquiem”, los personajes no entienden que han pasado de la vida a la muerte y que “...el túnel [símbolo del tránsito a la muerte] jamás había de terminar”. “Marilyn en el infierno” recrea los minutos finales de la Monroe y la repetición de los tormentos a los que la sometió el star-system aún en los instantes de agonía; el diablo, por contraposición, es el amigo gracias a quien “logró conciliar el sueño para siempre”.
En la sección “Porlamar”, los cuentos se desarrollan en ambientes oníricos. Así pasa con el el capitán para quien “el poder es algo muy jodido”, que alucina atrapado por el mar en “Capitán, capitán”. En “Los retornos”, el narrador está ubicado en al realidad del sueño y sus límites difuminados; lo que ocurre, ocurre en la palabra:
Alguien alborota la misma casa de avispas que me siguió en el campo, hace miles de años, y debo ascender entre gritos por las escaleras, hasta el patio de los juegos. Allí me esperan los compañeros muertos hace tanto: Bebeto, Lastenia, Manolo, Rosalía. Pero entonces, el mar se encrespa, celoso de que entre sueños vuelva a sonreír, de que pronuncie palabras entrecortadas, frases mágicas cuyos significado solamente yo conozco, porque fueron inventadas o descubiertas por mí. Letras y sonidos que me pertenecen.
En todos estos relatos los espacios locales han sido reemplazados por una voluntad cosmopolita: la evocaciones se refieren a san Louis, el teatro Colón, una historia transcurre durante un viaje del tren Internacional Lisboa-Madrid-París-Amsterdam-Copenhague-Estocolmo, otras tienen lugar en Los Ángeles, en Santiago de Chile, durante el asalto de Pinochet a La Moneda, en barcos que navegan en el Caribe, y en puertos de Centroamérica.
Finalmente, en Prometo el joven y otras morisquetas, estamos ante un libro antológico de nuestra narrativa contemporánea. Este libro orgánico esgrime un lenguaje de múltiples resonancias sensuales que fluye sin detenerse a justificaciones de ninguna índole, que introduce el humor con voluntad desacralizadora, que se piensa en tanto texto a través de su discurso narrativo, que construye y narra las historias con oficio.
La historia que le da nombre al libro, “Morisqueta IV. Prometeo el joven”, es un arte poética que recrea el mito de Prometeo-encadenado a través del escritor-encadenado a su necesidad de escribir y la ansiedad de originalidad, debatiéndose entre lo mecánico de la estructura de las anécdotas (representado por la máquina de escribir) y las trampas del estilo (representadas por el lápiz). En el primer caso, el escritor es el instrumento de la máquina que “repetía lo mismo del día anterior y de los años pasado”; frente a esta mecanización, el escritor se rebela y opta por escribir a mano pero “al poco rato caía en cuenta que dedicaba atenciones mayores a las letras y palabras, ya sus ayuntamientos, abrazos, rechazos y encabalgamientos”. El escritor lucha contra ese “enredarse en la cáscara de las palabras”. Su condena es que, en medio de sus luchas con y contra el lenguaje, “el hombre mantenía en su interior, cual secreta encomienda, la voluntad de volver a escribir”.
Lo fantástico vuelve a estar presente en el magistral cuento “El cuarto volador” en el que la pareja encerrada en un cuarto de hotel (el espacio “hotel” es de alta significación simbólica a lo largo de la narrativa de Díaz Ycaza: el lugar en el que los seres se liberan de la opresión de la realidad mundana), El y Ella o la Sombra, requieren del amor mutuo para derrotar la hostilidad del mundo exterior desde un espacio habitado por ‘las cosas’ que, en este relato, adquieren un papel actancial de importancia:
Subían, luego, las sábanas, a contar historias de cuantos habían jadeado pecho a pecho con ellas, de los que habían secado sus ojos en las esquina con el nombre del hotel. “Señora y señor míos, dos puntos aparte, afirmo que el amor existe. Lo que sucede es que apenas dura un minuto; pero hay que agarrarlo por la cola, para sobrevivr el resto de la existencia”.
En este libro la desacralización está atravesada por el humor. En “La bella Mireya” el contrapunto entre la sala de baile y el templo evangélico es una simbolización esperpéntica de la salvación y el pecado que se resume en la caracterización de Mireya como “vieja y núbil, hetaira e inocente, libre y prisionera”. El final del cuento es una apoteosis de lo sensual y lo profano:
Vuelta y vuelta, sonreías con la felicidad del iniciado que se asoma un instante a la puerta del edén. Luego, movías la faz hierática y mirabas con ojos glaciales de creyente. Entonces, intentaba llamarte por tus nombres; pero todo era ensordecido por el tren expreso de los instrumentos musicales: la guitarra eléctrica, la trompeta, el saxo, la batería, que cantaban canciones de una babel nocturna de quién sabe qué siglo.
Rafael Díaz Ycaza representa una escritura en tránsito; un ejemplo de la continua búsqueda del artista que, al igual que su personaje-marinero, se puede decir a sí mismo en referencia a la creación literaria y a esa lucha de siempre con el lenguaje: “No sé cuántos puertos faltan, cuántos días y noches, y cuántas guardias. Lo mejor es que ya no haga cuentas”.
En resumen
Rafael Díaz Ycaza comenzó con una escritura epigonal del realismo social de los años 30; sin embargo, desde los textos de su segundo libro se planteó nuevas preocupaciones temáticas y desarrolló tratamientos escriturarios que se fueron alejando de los límites realistas para evidenciar preocupaciones contemporáneas, romper con los parámetros de la verosimilitud del realismo social e incursionar también en el terreno de lo fantástico.