José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

martes, mayo 30, 2017

Mamar gallo es un asunto personal y del poder queda muy poco. (A propósito del cincuentenario de Cien años de soledad)



Abajo a la derecha, la edición príncipe de Cien años de soledad. Exposición en el Parlamento Andino.
     En el poema “Primer viaje a Macondo”, de Mística del tabernario, reviví  el recuerdo de cómo fue mi primera lectura, “clandestina, pantagruélica, extraviada”, de Cien años de soledad. En ese tiempo no solo leía sino que devoraba libros porque desde entonces he considerado que la literatura tiene una palabra portentosa para enseñarnos a conocer al ser humano y, por ende, a nosotros mismos. A mi tía Maruja le regalaron la novela para la Navidad de 1974 y, después de leer algunos capítulos, la tiró a la basura por “obscena”. Yo, que entonces era un lector quinceañero, la rescaté del tacho y al finalizar la novela, “en los carnavales del 75, luego de las fiebres, / me convertí en ciudadano de Macondo y renació / mi segunda oportunidad de ser sobre esta tierra”.

José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis.
Hace poco más de un mes, releí por enésima vez la novela, a propósito de una mesa redonda, en Bogotá, sobre los “50 años de Cien años de soledad”, el 28 de abril, a la que fui invitado por el Parlamento Andino. En ella participé junto a los poetas colombianos José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis Guerra. Fue una mezcla de ese indescriptible placer que proporciona la relectura de un clásico y la ansiedad de preparar una conferencia sobre un texto del que casi no puede decirse algo nuevo. En esta ocasión, sentí la novela como si transitara en medio de la algarabía de una parranda de vallenatos y, al día siguiente, me levantara, hediendo a anís, con el guayabo del aguardientico.
       Es conocida la relación que García Márquez tenía con gente que ejerce o ha ejercido el poder político: basta señalar que era amigo de Fidel, Torrijos, Clinton y Belisario Betancur. O intuir que si coronel Aureliano Buendía hubiese ganado las guerras que perdió, habría sido muy parecido al dictador de El otoño del patriarca. Tal vez por piedad hacia su personaje, el coronel, que “promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”, termina convertido en un artesano que hace pescaditos de oro y que al morir “metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño.” (p. 305)
       Pero, el desasosiego mayor que provoca toda lucha por el poder es que se encuentra atravesada por la incapacidad para amar, por esa aridez que hace de la razón de Estado un dogma de fe: “«Cuídate el corazón, Aureliano», le decía entonces el coronel Gerineldo Márquez. «Te estás pudriendo vivo».” (193) Esa sublimación de la superioridad de la idea de la revolución es lo que lleva al coronel Aureliano Buendía a ordenar el fusilamiento de su compadre, el general José Raquel Moncada y pretender que ese acto político y definitivo en contra de un ser humano sea endosado a una entelequia y no a quien lo ejecuta: “—Recuerda, compadre —le dijo—, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.” Hasta aquí una versión literaria de la razón de Estado, pero, en este punto, lo que vuelve subversivo, y tan lleno de resonancias éticas, al texto literario es la respuesta lacónica que da Moncada al coronel: “—Vete a la mierda, compadre —replicó.” (186)
Al final, los excesos de la lucha y los del ejercicio de la autoridad hacen del líder una deidad a la que nadie puede acercársele pues está protegido por un círculo de tres metros de diámetro y rodeado de áulicos dispuestos a todo por complacerlo: “Sus órdenes se cumplían antes de ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y siempre llegaban mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar.” (195) Pasa en todos los procesos por puros que estos se autoproclamen; fatalmente, para desilusión de los optimistas de la política, pasa siempre.
Lo peor de todo es que, en el laberinto del poder en el que el coronel termina atrapado, el general Moncada le hace ver, antes de ser fusilado, con aire de filosófica resignación: “«Lo que me preocupa —agregó— es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección».” (187)
Edición conmemorativa de Cien años de soledad, 2007.
En la primera descripción que el narrador de la novela hace del coronel está la síntesis anecdótica de lo que serán las vicisitudes del personaje pero también la síntesis conceptual del desencanto que, al final de la jornada, provoca la lucha política puesto que del poder queda muy poco: “Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo”. (125)
Esta visión desencantada tiene su contrapunto festivo en el mamagallismo de los dos últimos capítulos cuando deja expuesto la desacralización de la literatura en función de lo lúdico. El propio García Márquez se introduce en la ficción junto a sus amigos Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, y Germán Vargas. Los cuatro, junto con Aureliano Babilonia, serán los asiduos contertulios del sabio catalán. A Aureliano, que se tomaba muy en serio sus lecturas, “no se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda”. (440)
Esta concepción, dicharachera y mamagallista, contrasta con la mitificación que hace el sabio catalán cuando, regresando a su aldea natal, se desata en improperios contra los inspectores del ferrocarril que quisieron impedir que los tres cajones de libros que llevaba consigo lo acompañaran en el vagón de pasajeros: “«El mundo habrá acabado de joderse —dijo entonces— el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga».” (453) Ese sabio catalán ficcionaliza a Ramón Vinyes, el tutor literario de lo que podría llamarse “el grupo de Barranquilla”, esos cuatro amigos que se van de Macondo, siguiendo el consejo de aquel.
Pero el mamar gallo va más allá. Gabriel y Aureliano, se sintieron más cercanos, pues ambos eran nietos de dos coroneles liberales: el coronel Gerineldo Márquez y el coronel Aureliano Buendía. Esa cercanía hace que Aureliano Babilonia le encargue a Nigromanta que atienda a Gabriel, a quien “le anotaba las cuentas con rayitas verticales detrás de la puerta, en los pocos espacios disponibles que habían dejado las deudas de Aureliano.” (442) Comparten simbólicamente, un personaje de ficción y su autor, la herencia del desastre de la guerra y las formas románticas del amor mercenario.

Mercedes Barcha. La Habana, 1985. Foto de Raúl Vallejo.
En esta parte de la novela, aparece también Mercedes, “la boticaria silenciosa”, (Mercedes Barcha, esposa de García Márquez). Aureliano es quien ayuda a Gabriel a llenar los formularios para un concurso cuyo premio era un viaje a París, y, casi siempre, ambos hacían esta tarea “entre los pomos de loza y el aire de valeriana de la única botica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel.” (456) Asimismo, Amaranta Úrsula anhela tener “tener dos hijos indómitos que se llamaran Rodrigo y Gonzalo…” (432), que es el nombre de los hijos de García Márquez y Mercedes. Guiños, juegos para hacer de la literatura un espacio lúdico en donde se pueden entremeter los hechos de la realidad cotidiana del escritor entre las líneas ficción.

Dummy de GGM, en La Cueva, Barranquilla
Como buen mamagallista, García Márquez se describe a sí mismo, en una foto de postal de su partida hacia París, como un aventurero ligero de equipaje: “El pueblo había llegado a tales extremos de inactividad, que cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos mudas de ropa, un par de zapatos y las obras completas de Rabelais, tuvo que hacer señas al maquinista para que el tren se detuviera a recogerlo.” (456, énfasis añadido). Años más tarde, en una entrevista, diría que nombrar a Rabelais fue una cáscara de banano que algunos críticos pisaron y que los llevó a decir que la desmesura de algunos personajes de la novela se debía a la “influencia” de Rabelais en la formación literaria del autor.
Parecería que mamar gallo es un asunto personal de la gente del Caribe colombiano, y que no hay que tomarse tan a pecho los alcances de la literatura ni a sus autores; pero también que tras ese halo de cumbiamba desaprensiva se esparcen verdades tan profundas que confirman la condición efímera de todo poder. Esta relectura reciente de Cien años de soledad me hizo sentir la tristeza y la desolación en medio de la parranda.

García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad. Bogotá, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española. Edición Commemorativa, 2007. 614 pp.