José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, abril 23, 2018

De los acomodos de la muerte y el día para celebrar la lectura

Lápida de Cervantes en Madrid.

      Parecería que nos fascinan las casualidades, esas que son más propias de la vida que de la literatura. Herederos de los trazos arquitectónicos de las iglesias barrocas, ansiamos que las irregularidades que presentan la vida y la muerte se acomoden a la simetría del espacio y el tiempo que las contenga. Y, si las coincidencias no son tales, llegamos al punto de fabricarlas para regocijo de las formas.
      Nos desilusiona un poco enterarnos que César Vallejo no murió como escribió en su poema, “tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”, sino un viernes, aunque nos consuela que digan que sí llovía. Algo de satisfacción no envuelve al saber que García Márquez, igual que Úrsula Iguarán, falleció en Jueves Santo, y que, el 17 de abril, fecha de la muerte del autor de Cien años de soledad es la misma fecha que la de Jorge Isaacs, el autor de María.
El 23 de abril es el Día Internacional del Libro, y fue elegido porque supuestamente coinciden en esa fecha, del año 1616, los fallecimientos de Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega. Pero resulta que la tozuda realidad desmiente las ilusiones que nos hacemos sobre esa misma realidad y resulta que la coincidencia de las muertes solo existe en la entusiasta repetición de nuestros mitos funerarios. El único que murió en esa fecha es el menos mencionado y leído de los tres.
Cervantes murió el 22 de abril y su fallecimiento fue registrado al día siguiente, en el Libro de Difuntos de la Iglesia de San Sebastián, el 23 de abril. En la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, al conde de Lemos, fechada el 19 de abril, Cervantes escribe: «Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir […]». Fue enterrado con el humilde sayal franciscano y el rostro descubierto, en el Convento de las Trinitarias, de Madrid, y en el año 2015 se hicieron muchos esfuerzos para localizar sus restos. Al final, se estableció que unos huesos, ubicados en el osario del convento, de al menos dieciséis personas pertenecían, entre otros, a Cervantes.
      Shakespeare muere en Stratford, en la misma fecha del entierro de Cervantes, pero no en el mismo día. La explicación de esta formulación de lógica paradójica, es que Inglaterra aún no había adoptado el calendario gregoriano, medida que implementó en 1752, por lo que el 23 de abril del calendario juliano corresponde a nuestro 3 de mayo. Los problemas de Shakespeare son más graves: hay quienes dudan de su misma existencia.
      Doña Leonor Acevedo Suárez, madre de Jorge Luis Borges, nacida en 1876, murió en 1975. Cuenta el anecdotario apócrifo de Borges que una amiga de la familia se acercó al poeta el día del velorio y le comentó, «pobre Leonorcita, pensar que solo le faltó un año para llegar a los cien»; el poeta, que veneraba a su madre, respondió, no sin ironía: «Usted, señora, debe ser una fanática del sistema métrico decimal.»

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 20.04.18

domingo, abril 01, 2018

Mi encuentro con la edición príncipe del Quijote


Enero de 1605: Miguel de Cervantes, finalmente, acarició un ejemplar impreso por Juan de la Cuesta, de su novela El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha. Según el cervantista Francisco Rico, el tiraje estuvo entre 1.500 y 1.750 ejemplares. Uno de esos se encuentra en la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. y, hace una semana, yo pude hojearlo con la avidez y la emoción de un heredero menor del oficio de Cervantes. Ojear el libro, pasar sus páginas con mis propios dedos; leer en voz alta las líneas del prólogo, del dialago entre Babieca y Rozinante, y el párrafo inicial del primer capítulo, ha sido para mí una inédita experiencia de mística laica; un momento memorable en el que viví el profundo sentido de lo sublime kantiano.           
El éxito del Quijote fue tal que, a mediados del año, apareció la primera reimpresión. En el mismo 1605, ya estaba circulando en Lisboa la inaugural edición pirata del Quijote, impreso con licencia del Santo Oficio por Jorge Rodríguez, que también pude ojear y hojear. Esta edición tiene la particularidad de presentar la primigenia imagen del Quijote y Sancho en la viñeta de portada. Sancho responde más a la descripción de cuando se lo llama Sancho Zancas: “Y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas”, y no al Sancho regordete y paticorto creado por Gustavo Doré a mediados del siglo XIX, cuya imagen es la que ha prevalecido hasta hoy.
Del 1575 a 1580, Cervantes padeció su cautiverio heroico en Argel, hasta que el fraile trinitario Juan Gil pagó los 500 escudos exigidos por su rescate. La primera edición del Quijote tuvo el precio de venta de 290,50 maravedíes. El ducado, creado en 1497, equivalía a 375 maravedíes, aunque desde Carlos V se había convertido en moneda de cuenta. Para la época del rescate el escudo ya había sustituido al ducado en el uso. Por tanto, manteniendo al ducado como unidad de cambio, el rescate fue de 187.500 maravedíes, igual al precio de 645 ejemplares del Quijote, o de 1.476 gallinas de la época.

Leyendo el primer capítulo del Quijote en la edición de 1605.

 Padeció cárcel en 1592 y 1597, suerte de cautiverio infamante, por irregularidades burocráticas, en Castro del Río y Sevilla. Se dice que a esta última prisión de tres meses es a la que se refiere Cervantes cuando en el prólogo de la primera parte dice: “Y, así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”
A finales del siglo XVII ya habían aparecido 53 ediciones (23 en otras lenguas) del Quijote. Rico sostiene que el editor de la edición príncipe tuvo mucho trabajo con la ortografía y la puntuación de don Miguel, que firmaba Cerbantes. Yo solo puedo dar testimonio de que mi encuentro cercano con la edición príncipe de la primera parte del Quijote fue exacerbado por el mismo amor quijotesco hacia Dulcinea, dado por la mucha hermosura y la buena fama, que es como decir basado en la buena fama de la novela y lo hermoso de su escritura.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 30.03.18