Mamá Aída, abuela María, tía Maruja (c. 1960) |
Evocación
¿A qué olía tu pelo de hilo fino?
—Rosedal del
jardín que florecía dentro de ti.
¿Cuán suave era la caricia de tu mano tibia?
—Algodón del ceibal de nuestro pueblo.
¿Cómo tocaban tus palabras mi alma niña?
—Lágrima que
resbala con el reloj detenido.
Rosario de resignación
Blanca de nube, mirada de cielo, viuda con una niña,
ella se rindió hechizada ante el sombrero jipijapa. Dos hembras y un varón,
todos suaves como el pan de dulce, parió mi abuela. Ella, mango de chupar y
pecado, pasó la vida, esperando el retorno de aquel sombrero de paja toquilla
que voló, cometa de infinito en vientos playeros.
—Si el sombrero no vuelve, rosario de resignación,
¿cómo la abuela habrá de proteger su blancura de ensueño?
Mi tía Maruja
¿Han tenido una
tía Maruja? ¿Han tenido un alma que reparte alegrías y consejos de la misma
forma que su mano repartió las golosinas de infancia? ¿Han tenido una cascada
que riega el espíritu cuando yace sediento? Yo tuve a mi tía Maruja: mirada fresca
sobre el rostro compungido; palabra de bálsamo para el corazón estrujado;
sonrisa de campanario repicando en días soleados.
En su casa, yo
aprendí que la infancia puede ser un juego feliz para el espíritu niño; aprendí
que alrededor de la mesa familiar se comparte no solo el pan por el que a
diario damos gracias sino el pedazo de existencia sobre el que dejamos nuestra
huella; aprendí que la fe no está llena de aspavientos sino de una fuerza
interior que se traduce en el alma generosa con el prójimo; aprendí que hay que
mirar al mundo con piedad y verter en él nuestra constancia.
Recordar a una
mujer que cocinó la alegría cotidiana de ese mundo privado que es el hogar, es
sentir que la vida florece en la plenitud de la entrega de cada persona y que
no existe muerte capaz de marchitarla. Ahora que ella es memoria, tengo a mi
tía Maruja con su rostro de luna sonriente, y su blancura tibia como una canción
de cuna en la almohada adulta.