Rafael Correa, presidente del Ecuador; Mario Vargas Llosa, Nobel de Literatura, 2010; y Julián Assange, fundador de Wikileaks. (Composición tomada de la edición online de El Espectador, de Colombia) |
Cuando a comienzos de este año terminé
de leer El sueño del celta, la más
reciente novela de Mario Vargas Llosa, me sentí conmovido por la compleja construcción
estética de un personaje tan profundamente humano, un idealista consecuente, lleno
de errores y contradicciones, un solitario, secretamente homosexual y creyente:
el patriota irlandés Roger Casement. Al mismo tiempo, me impactó la crudeza con
la que el autor desentraña el proceso de acumulación capitalista basado en las diversas
formas de esclavitud a las que fueron sometidos los pueblos más débiles, la rapacidad
de la explotación colonial en el África y la Amazonia y la codicia sin freno
del los pioneros del capital. Por lo dicho, cuando escucho a Vargas Llosa
predicar sobre la democracia liberal y la economía de mercado no me queda nada
más que el estupor y cierta tristeza ante la contradicción casi esquizofrénica
que existe entre su discurso literario y su militancia política.
Su artículo “Julián Assange en el
balcón”, publicado en El País, el 26
de agosto pasado, es una muestra del discurso mediático de la derecha
internacional a través su intelectual orgánico. Muy a pesar de que en su
escrito Vargas Llosa propone una interesante reflexión sobre la
confidencialidad que requiere el ejercicio responsable del poder, el artículo terminó
mediatizado –por esa misma derecha de las empresas de la información para las que
piensa Vargas Llosa–, como una amalgama de superficialidades malhumoradas sobre
Julián Assange y un pretexto para ratificar sus prejuicios y mentiras acerca
del gobierno de Rafael Correa.
La reflexión de Vargas Llosa
propone dos puntos de debate: el uno, “que la otra cara de la libertad es la
legalidad y que, sin ésta, aquella desaparece a la corta o a la larga”, y, el
otro, que “el derecho a la información no puede significar que en un país
desaparezcan lo privado y la confidencialidad y todas las actividades de una
administración deban ser inmediatamente públicas y transparentes.” Este
parecería ser el meollo de la cuestión filosófica frente a lo que hizo
Wikileaks en el mundo: dejar en paños menores nada menos que al servicio exterior
de los Estados Unidos. La pregunta que surge, de inmediato, es obvia: ¿qué diríamos
desde la izquierda si lo que hubiese quedado al descubierto hubieran sido los
cables, digamos, de la cancillería cubana o de la ecuatoriana, sin ir más
lejos? Julian Assange y Wikileaks, en ese sentido, parecerían encuadrarse en
una posición anarquista y libertaria, en el sentido liberal del término, que
pretendería minar el poder del Estado per
se y, por tanto, en una concepción de la libertad de expresión sin límite
alguno ni responsabilidad social y/o política. El meollo del debate reside en
la tensión entre transparencia y confidencialidad que todo ejercicio de
gobierno democrático lleva implícito de cara a la ciudadanía.
Pero Vargas Llosa hace mucho
tiempo que tomó partido ideológico y político y no está dispuesto a debatir
sino a predicar. Él, en consecuencia con
su condición de intelectual orgánico de la derecha, considera a Julián Assange
como un criminal, sin mediaciones; además, convertido en vocero de lo que es una
campaña montada por el poder mediático –que no es sino la representación del
imaginario del poder del capital en el mundo– contra Assange, lo degrada a
criminal sexual. Esta posición de Vargas Llosa no es la de un intelectual sino
la de un propagandista. Él desestima la indefensión en la que el Estado australiano
dejó a su ciudadano Assange, la negativa de la fiscalía sueca para interrogar a
Assange en Londres y la ausencia de compromiso en firme del Estado sueco de no
extraditarlo a un tercer país. Vargas Llosa pretende que somos desmemoriados y que
no nos acordamos de cuando Reino Unido se negó a extraditar al dictador
Pinochet requerido por la justicia española y obligó al juez Baltazar Garzón a
viajar a Londres. Y, cayendo en la mediocridad de las verdades a medias, evita
explicar el carácter del delito sexual que se le imputa a Assange y lo
sospechoso, por decir lo menos, que resultan las denuncias al respecto.
Luego, sin tomar en cuenta que la
institución del asilo no juzga la inocencia o culpabilidad de aquel a quien se
le concede asilo sino las condiciones de precariedad del debido proceso de una
persona, sin referirse siquiera a la amenaza de Reino Unido de asaltar la sede
de la embajada de Ecuador en Londres, y sin entender que la negativa de otorgar
un salvoconducto a un asilado es una actitud ilegítima e inhumana, Vargas Llosa
criminaliza al gobierno ecuatoriano que es el que ha otorgado el asilo y
defiende a quienes pretenden violar el derecho internacional. Vargas Llosa, que
escribió Conversación en La Catedral,
una magistral novela sobre el ejercicio del poder autoritario y los mecanismos
de corrupción del espíritu humano en medio de dicho poder, debería acordarse, puesto
que en esa época se desarrolla dicha novela, de que una actitud similar la tuvo
el dictador Odría, de Perú, frente al asilo de Víctor Raúl Haya de la Torre en
la embajada de Colombia.
Las críticas de Vargas Llosa sobre
el gobierno ecuatoriano no son nuevas; en su artículo repite prejuicios, infla
mentiras y habla desde el autoritarismo que le concede su figura pública. ¿Qué
periódico ha clausurado el gobierno ecuatoriano? ¿Qué emisora ha sido cerrada
por sus opiniones políticas? ¿Acaso ha leído que el proyecto de Ley de
Comunicación plantea, por ejemplo, una democratización de la concesión de
frecuencias radiales, normalmente monopolizadas por los medios mercantiles?
¿Acaso él mismo no habla de la libertad con responsabilidad en la legalidad?
Pero, como Vargas Llosa ya tiene su idea preconcebida de lo que es el gobierno
ecuatoriano, entonces, no necesita ni leer ni informarse; le basta con repetir
lo que los dueños de los medios politizados del Ecuador le dicen. Para Vargas
Llosa no se trata, entonces, de defender la libertad de expresión, sino de publicitar
el modelo de sociedad capitalista y liberal en el que él cree.
En este último sentido, todos
tenemos derecho a defender nuestras creencias, pero quienes leen lo que
escribimos tienen también el derecho de saber desde qué matriz ideológica y
política se construye nuestro discurso. La libertad de expresión es la
posibilidad de ejercer públicamente el criterio pero quienes hablamos a
alguien, siempre lo hacemos desde un lugar. Ese lugar es el que debe ser
visibilizado por quien escucha. Las empresas mediáticas, en general, no
defienden la verdad en abstracto sino la verdad que favorezca a su negocio pero
eso no lo admitirán jamás porque, imbuidas en la ideología dominante, nos
quieren hacer creer no solo que son imparciales sino que lo que ellas dicen, a
través de sus instrumentos mediáticos, es la única ideología posible.
El Vargas Llosa de El sueño del celta o Conversación en La Catedral, es uno: el
que denuncia la opresión colonial, la discriminación racial y sexual, el
militarismo y la corrupción política. El Vargas Llosa que escribe en El País, es otro: el que promociona el
mismo modelo capitalista, la razón imperial y neocolonial y la soberbia
dictatorial contra un ser humano, que él denuncia en sus novelas. Pero, como
son la misma persona, en la figura literaria y política de Vargas Llosa se conjuga
el paradigma del intelectual esquizofrénico.