Hay quienes piensan que el Ecuador es tan solo una línea imaginaria e incluso se solazan con el enunciado teorético de que nuestro país no existe. Tal vez no existe como ellos hubiesen querido que el país sea: intelectuales que reniegan del lugar en donde nacieron porque —vanidosos que se avergüenzan de su patria igual que el nuevo rico de la madre que no terminó la secundaria—, imaginan que su obra tendría mejor suerte si hablaran francés o español con escupitajos madrileños. Nos tocó el destino de ser nominados por causa de nuestra ubicación geográfica pero las tierras del Ecuador encierran una cultura signada por la diversidad, un espacio que conjuga maneras diferentes de ser y estar en el mundo. Y, a pesar de las lucubraciones, la línea imaginaria existe: atraviesa la conciencia de nuestra nación plural.
En esa gran patria que es la lengua habitan nuestras patrias chicas, aquellas que compartiendo el territorio del español tenemos formas expresivas y acentos propios como propia es la historia y la cultura múltiple que encierran el territorio que nos define como Estados. Porque, si bien es cierto, pertenecemos al inmenso ámbito de la literatura escrita en español también formamos un territorio más pequeño que continúa, como en los tiempos de la colonia, distante de la metrópoli porque en esta globalización del tránsito libre de los capitales se han erigido, cruel paradoja, las mayores barreras para el paso libre de las personas. Y, aunque compartimos la patria de la lengua, padecemos para la obtención de nuestros visados y una vez allá somos motejados sudacas.
Existimos como cultura de variada expresión, como territorio de la diversidad, como historia particular que nos ha hecho ser lo que somos, como nación múltiple que se construye a sí misma de manera permanente, como una identidad contradictoria, múltiple y mutante. Existimos con nuestras señas particulares, con una vida propia al margen de ese mundo global del que somos discriminados por un pasaporte motivo de sospecha en las aduanas de la segregación y el miedo a nuestra piel. Existimos con una identificación marcada en el rostro que nos vuelve una comunidad en cualquier punto del planeta que habitemos.
Es como si las palabras de la tribu se perfumaran de cacao de aroma o de café de altura, se vistieran de sombreros de paja toquilla de Montecristi o de poncho otavaleño, se presentaran en el sabor único de nuestros langostinos, se musicalizaran en la dulce voz atenorada de Julio Jaramillo o en el rítmico carnaval de la marimba esmeraldeña, se divirtieran en el fútbol entusiasta y pundonoroso de nuestra selección nacional, se fundieran en la naturaleza biodiversa de la Amazonia o las islas Galápagos.
Y nuestra literatura —no por su color local sino por la tradición cultural en la que está embebida— es una de las tantas expresiones que nos diferencia de y nos acerca a las otras patrias chicas. Se trata de una literatura más bien desconocida entre los habitantes de la patria de la lengua española pero también de una literatura que, embebida de la tradición literaria del país, se alimenta sin complejos de la tradición de la lengua y del mundo. Una literatura que da cuenta de la diversidad que constituye esa unidad de formas múltiples y disímiles llamada Ecuador.
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