En las últimas páginas de
¡Que viva la música! (1977), de Andrés Caicedo (1951 – 1977), al revisar la “Discografía” que María del Carmen Huerta, personaje y narradora de la novela, ha necesitado para su escritura, encontramos una firma en cursiva:
Rosario Wurlitzer. La novela de Caicedo, además de ser una apología a la salsa como la representación de una modernidad que pugnaba por dejar en el pasado a la cumbia, es también un baile romántico sobre el consumo de todo tipo de droga: marihuana, hongos, cocaína, etc.
La droga como un ejercicio de vitalidad, de viaje hacia la libertad sin alambradas de ningún tipo.
Veintidós años después, Jorge Franco (1962) publicó Rosario Tijeras (1999). La noche salsera de Cali y de Medellín había sido invadida por los carteles y su secuela de violencia. Medellín / Metrallo había pasado de la romántica bohemia de los consumidores de droga al hiperrealismo de la muerte como un escenario de tragedias personales sin repeticiones posibles. La droga ya no era parte de la bohemia sino del crimen organizado y el poeta maldito cedió su sitio al mafioso. La protagonista de la novela de Franco es el símbolo de la vida sin futuro que ofrece el negocio del tráfico a todos los que participan de sus migajas.
Ciertamente, tanto María del Carmen Huerta como Rosario Tijeras son personajes de los que un lector masculino puede enamorarse gracias a ese espíritu de aventurero sedentario que habita en quienes vivimos las vidas de otros en los libros que leemos. Pero ambos son personajes sin futuro porque la vida que viven —rebelde, auténtica, a contracorriente de la pacatería—, es una aventura de auténtica sin ventura: están condenadas a la muerte física (Rosario Tijeras) o la muerte social (María del Carmen Huerta).
La mona María del Carmen nos aconseja: “Adelántate a la muerte, precísale una cita. Nadie quiere a los niños envejecidos.” La niña bien de Cali cayó en la sima del abismo embadurnada de sangre. El cuerpo de Rosario Tijeras jamás pudo envejecer tanto: “Mientras le daban un beso, confundió el sabor del amor con el de la muerte.” Y Rosario murió en la práctica de muerte que llevaba en sí. María del Carmen se puso un nombre: “Siempreviva” pero ella y Rosario caminan “siempremuertas”. “Tú enrúmbate y después derrúmbate,” dice la mona. La muertevida de Rosario es la realización plena del derrumbe porque, como dice el narrador de la novela: “Nunca supimos en qué momento descartamos el sueño y nos volvimos parte de la pesadilla.”
Para María del Carmen la música es todavía una tabla de salvación: la música como reemplazo de la vida misma: “Música que se alimenta de carne viva, música que no dejas sino llagas, música recién estrenada, me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba con mis fuerzas si sos capaz, confunde mis valores, húndeme de frente, abandóname en la criminalidad…” Para Rosario Tijeras ya no hay música posible: “…a ella la vida le pesa lo que le pesa a este país. Sus genes arrastran una raza de hidalgos e hijos de puta que a punta de machete le abrieron camino a la vida […]. Hoy, el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no el uso.”
María del Carmen vive alucinada por la música y la droga y Rosario Tijeras vive inevitablemente en cada beso una muerte, drogada pero sin música. Son heroínas trágicas, marcadas desde un comienzo por el oráculo contemporáneo de un tiempo violento. Literatura dura para tiempos más duros todavía. Escrituras sin concesiones para un tiempo en que la traición a sí mismo muchas veces salva el pellejo. Las dos novelas festejan la rumba como el espacio y el tiempo de la liberación de un espíritu consumido por una vida cuya cotidianidad carece de sentido para las almas indomables, inquebrantables sino es con la muerte. Dos novelas para sentir la violencia de la vida en la intensidad de la literatura.