Luz Mary Giraldo (Ibagué, 1950) nos
entrega ahora De artes y oficios (Bogotá,
Taller de edición Rocca, 2015), un poemario estructurado en tres partes que llamaremos
movimientos para ubicarnos en la
tonalidad creativa de la poeta: “Arte de aRmar”, que podríamos calificar como
un allegro ma non troppo y que la voz
poética define así: “Amor es música de alas / preludio y fuga en un arpegio /
elegía anunciada” (33); luego, como cadencia de lo que se anuncia en la primera
parte, sigue “Arte de desaRmar”, al que me he atrevido a nominar un adagio en
Sol menor, como el de Albinoni, concentrado en el poema “Hacia ninguna parte”: “Después
del adiós / tu mano se hizo vaivén en la memoria / y el tiempo desdibujó tus
rasgos. / la puerta dejó ir tu imagen / y tu gesto sesgado en el recuerdo / se
deslizó / a ninguna parte” (48); y cierra con “Oficio de enRedar” que se me
antoja un andante ad libitum que
transita la existencia del amor por los meandros de la autopista del
ciberespacio: “La red no borda la tela del amor / no teje manos ni corazones ni
escribe la palabra sol / ni sabe cómo se enciende la luz en la mañana” (82),
ese sol encendido con la música que emergía en el amanecer del padre.
El libro está armado como una
estructura total: juego de palabras en los títulos de las partes; un diálogo lúcido
y poéticamente pertinente, a partir de los exergos del libro y de algunos
poemas, con la tradición poética universal que ha trabajado el tema del amor; y
un desarrollo de la experiencia amorosa que va desde la realización festiva del
amor, pasa por el separación de los amantes y la consecuente soledad, hasta
llegar a esa forma de presencia irreal que es son las relaciones a través de la
red cibernética.
De artes y oficios es un poemario de
cuidadosa construcción en el que la portada —foto de “Flechada” (2013 – 2014),
una bella como sugerente obra en cerámica de Andrea Echeverri— contribuye a
definir uno de los sentidos de la poesía de Luz Mary: la experiencia amorosa
obedece a la arbitrariedad de Cupido y la flecha atraviesa el cerebro, desde
donde se ama, trastornados todos los sentidos. Solo que, en el caso de nuestra
poeta, esa experiencia amorosa parte de la reflexión de la tradición de la
poética amorosa, asoma en la poetización del mismo proceso de escritura, y se
ilumina con la vida humana.
Luz Mary, que ha trabajado en su
poesía el tema del tiempo, el viaje, la soledad, el proceso de nacimiento de la
palabra poética, ahora deja que en su verso transite el tema de la experiencia
amorosa. Y es que en la escritura se concentra la memoria de esa experiencia que
ya no es pero que permanece en la palabra: “Te inclinas de nuevo ante la página
/ y buscar el arte del amor en tus palabras / lo tejes a tu cuerpo y tus
desvelos / como eterna Penélope” (13), esa misma que la acompañaba en Postal de viaje: “Tejedora / paloma de
la espera / inventa el pájaro que canta / cuando la luz termina” (Postal, 33).
La
voz poética va definiendo a lo largo de la primera parte del libro, los tonos
de la irrupción del amor y la experiencia amorosa en la vida. Así, lo percibimos
como vendaval, exaltación, que irrumpe en la cotidianidad sin ninguna
consideración: “Amor toca la letra menuda de todos los días / con sus flechas
en el blanco / da tono a las palabras y a los gestos / y acompaña la entrega de
dos fieras” (14). O, también, siguiendo la tradición que arranca con la
definición de Quevedo: “Este es el niño Amor, este es su abismo. / ¡Mirad cuál
amistad tendrá con nada / el que en todo es contrario de sí mismo!”[1],
en este poemario el amor es definido por Luz Mary en medio de la serenidad: “Con
mis ojos cerrados / quiero verte / como antes / oír tu voz / como siempre /
poner mis labios en los tuyos / y ahí quedarme / como en un cuento de hadas”
(20). O, como un desborde de los sentidos, mediante imágenes irracionales que,
con sutileza, invaden la expresión poética: “Dibujo tu rostro / sin una sola
letra […] Pregunto si estás ahí / en el silencio / y trazo una línea / donde
comienza el verso / para decir / te amo” (21).
Siempre
presente en los textos de Luz Mary, la música atraviesa su poesía como un
elemento que no es decorativo sino parte sustancial de su mundo poético. En
este libro está presente como una de las sustancias en las que se sostienen las
palabras, igual que los nenúfares en la obra de Claude Monet, con la que uno se
extasía en la sala ovalada de la orangerie.
Así leemos en “Solo de música”: “Un solo de música acompaña la cantiga de
nuestro amor. / Oímos un contrapunto de violín y chelo / mientras los versos de
Quevedo traen dulce desconcierto / y las golondrinas del jardín / tejen sonidos
en el aire. […] No hay fruta prohibida / si la música reposa entre los dos”
(28).
La
segunda parte, el segundo movimiento, se abre con un verso que desacraliza
cualquier consagración del sentimiento de pérdida amorosa: “Son cursis los
versos cuando acaba el amor” y concluye en ese “Monólogo quedo”: “el oficio
frágil y desamparado de olvidar / es como un pájaro con sus alas rotas ante la
finitud” (43). Y, sin embargo, es necesario poetizar la pérdida amorosa; de ahí
que en “Zozobra”, las imágenes se vuelven delicadas y a partir de cuatro
símiles en cascada la voz del amante que espera consume su ansia: “Como gato
que pisa suavemente / sobre la tapa de un piano cerrado. / Como quien esquiva
trozos de cristal / para no herir sus pies descalzos. / Como si recogiera migas
de pan / para el día del hambre. / Como si caminara de puntillas / para no
despertar al niño que profundo duerme” (44). Porque la idea del adiós está
anclada a la necesidad de dejar ir al ser amado, luego del fulgor del instante,
que la voz poética define en la bella sinestesia del último verso: “Tu rostro nacido para irse / es piel en
mi memoria / sábana extendida para decir adiós” (46).
El
movimiento final incursiona en el mundo virtual de la red: “De las teclas
escurren sonidos del amor / y mientras escribo incansable este poema / cuelgo
tu nombre sobre el muro / como antes se hacía en el tronco y las hojas de los
árboles” (78). La voz poética concentra su contradicción interior entre lo
extendido de la red y la insignificancia que este tiene frente a la palabra
poética: “En las noticias de todas las mañanas / los versos de Ajmátova
relampaguean como fantasmas / y dibujan estrellas en el amanecer. / Ninguna red
vuela más allá de sus palabras / ni envía saludos a la media noche por medio de
una estrella” (79). Y, nuevamente dialoga con Postal de viaje, ahora introduciendo esa tensión entre el viaje
como experiencia personal y el viaje como posibilidad virtual. En “Mapa
desconocido”, la voz poética después de buscar en el mapa las calles de Estambul
y de otros lugares, se da cuenta de la ausencia de la persona que se anhela: “No
están tu rostro ni tu voz / y el río corre muy abajo / se aleja del viejo
monasterio entre las piedras / del lago fascinante entre los desperdicios / y
los colores de Turquía saltan como si yo los conociera / en el mapa que
persiguen los ojos / o en el punto aún desconocido que señalas / en las guías
de Google” (80).
Y
es que esa red que, al parecer, todo lo abarca y todo lo define no es
suficiente para atrapar el amor, el deseo, al ser amado: esa red es un
mecanismo virtual y como tal, más sujeto a los engaños de los sentidos que la realidad real, pues, de alguna manera, la
realidad virtual de la red es el
engaño de la razón, los sentidos y el deseo: “No es simultáneo el tiempo ni
llega tu perfume en cada mail. / WhatsApp enreda la foto en los mensajes
/ Facebook no sabe de caricias / y en
el Skype tu rostro es un fantasma /
se diluye se distorsiona se pixela
/ se va pierde / golpea la voz / o la
silencia” (83). La voz poética, entonces, entiende que se trata de nuevos vehículos
de mensajería y concluye: “Hay un juego de espejos en la red: / el amor que no
empieza y la amistad que se acaba / las fotos que invaden la pantalla / la
imagen cambiante como la ropa vieja / la tensión de los puntos que anuncian al
escritura esperada” y es entonces cuando dialoga en un salto al mundo clásico
de la mitología griega con aquello que sigue siendo referente en el arte: “En
ese espejo de letras solitarias / teje una araña el laberinto donde Asterión se
esconde / y Teseo busca los hilos que lo acercan a Ariadna / o que lo alejan”
(85).
De artes y oficios, de Luz Mary
Giraldo, es un poemario en el que la experiencia amorosa transita desde su
celebración en el deseo realizado, pasa por la nostalgia de la ausencia, y se
instala en la virtualidad de la red, interrogándose siempre sobre la
precariedad de la posesión amorosa. Todo ello, con un lenguaje poético cargado
de musicalidad y de verso exacto, que dialoga con la tradición cultural de la
poesía amorosa, poblado de imágenes que apelan a la sensualidad de los sentidos;
un poemario con el lenguaje de la poesía imbricado en la vida.
[1] Es yelo abrasador, es fuego
helado, / es herida que duele y no se siente, / es un soñado bien, un mal
presente, / en un breve descanso muy cansado.