Fabio Rubiano y Ana María Cuéllar en Labio de liebre. |
El
5 de marzo pasado, en el Teatro Colón, vi Labio
de liebre, de Fabio Rubiano. No me voy a referir a la magnífica puesta en
escena de la obra porque no soy crítico teatral pero como espectador puedo
decir que salí conmovido después del espectáculo. No solo las actuaciones,
cargadas de verdad actoral, sino el ritmo mismo que se mantuvo, durante casi
toda la obra, con un humor sarcástico a punto del drama, me permitieron asumir
una historia dolorosa sobre la memoria, el perdón y la reparación. El desarrollo
de la anécdota de la historia utilizó el contrapunto entre la pesadilla de la
realidad y la realidad de la pesadilla. Tal vez ese es el sentido ético y
estético que, finalmente, tiene el teatro: representar de manera oportuna lo
que la sociedad, en ocasiones, necesita que sea representado para contemplarse
a sí misma y pensarse desde un escenario para cambiarse en lo profundo del
adentro.
Pero quiero referirme, sobre todo,
al tema profundo de la memoria, que encierra la verdad, el perdón y la
reparación y que, en la obra, está planteado de manera estremecedora. Muy
oportuno es el asunto teatral para este momento que está viviendo Colombia
porque la obra, desde un caso en particular, amplifica la complejidad del drama
que han vivido las víctimas de la violencia y de la guerra. Labio de liebre logra un tratamiento ético
impecable que reivindica al teatro ya como representación de lo político, ya
como disección estética de la conducta humana en situaciones de violencia.
¿Cómo sanar las heridas después de
tantos años de guerra? ¿Cómo perdonar después de tanta violencia? ¿Cómo lograr
la reparación del daño si la inequidad permanece y con ella todo el andamiaje
de un sistema que en su estructuración social carece de justicia porque
privilegia al capital por sobre el ser humano? Las preguntas están presentes en
la puesta en escena de Labio de liebre
y las respuestas no están dichas en el escenario porque no existe, como en el
catecismo, una respuesta única para cada pregunta. Existe, eso sí, el cuestionamiento
para el espectador que está en la silla de la realidad, esa que es confrontada
desde la orilla del escenario para convertirla en conciencia de ese espectador.
Labio
de liebre también nos conduce a la realidad del territorio: ese campo
lejano de la capital y de las grandes ciudades; ese campo sembrado de violencia
cotidiana inimaginable en los escritorios de los hacedores de opinión o en las
oficinas de las representaciones diplomáticas; ese campo que es campo minado
por el conflicto. Y tal vez por eso, para muchos habitantes de la ciudad, se
hace difícil entender la necesidad de poner fin al conflicto armado: ¿cuál es
el valor de una gallina, de una vaca, de un perro para el afecto del campesino?
¿cuánto sufren sus dueños cuando aquellos animales son objeto de violencia
mortal y gratuita? ¿cuánto terror existe en quienes no saben si ellos o sus
hijos verán el sol del día siguiente? Esa realidad de lo local es la que
intensifica el drama de los personajes en la obra teatral de Rubiano. Esa
presencia del territorio es la que destruye la ilusión del Derecho e inserta el
requerimiento de una Justicia en transición, en movimiento permanente frente al
horror de lo humano, capaz de poner en equilibrio lo que se requiera en cada
momento.
La complejidad de la verdad, el
perdón y la reparación y la necesidad de honrar la memoria es lo que se puso de
manifiesto en Labio de liebre. Pero
la realidad del conflicto, la urgencia de que la paz sea una cotidianidad en
los territorios, y la necesidad de que las causas de la injusticia social
—inequidad que termina por generar la violencia y la guerra—, sean abordadas
por la sociedad colombiana en su conjunto es un desafío que ya no pertenece a
la esfera de la representación teatral sino al imperativo ético que obliga a la
ciudadanía a ser parte de la memoria y de la sanación de la heridas.
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