Quito, 22 de julio de 2007
Señor
CARLOS PÉREZ BARRIGA
Director de diario El Universo
Guayaquil
De mis consideraciones:
El ejercicio de la libertad de prensa implica la asunción de la responsabilidad de aquello que se dice por parte de quien ejerce dicha libertad; la ética de la palabra y el sentido alerta de la autocrítica resultan indispensables. Ahora que se debate el límite borroso que existe entre lo público y lo privado, la manipulación de la noticia a favor de una posición política y la objetividad o no del ejercicio de la opinión, se torna indispensable que las redacciones y los espacios editoriales de los medios actúen con prudencia y la mayor conciencia crítica evitando el desborde de las pasiones.
Considero que el ejercicio de la opinión en una columna editorial es libérrimo pero, al mismo tiempo, es en donde el articulista debe asumir a plenitud la responsabilidad que de sus palabras derivare. En lo personal, siguiendo a Voltaire, puedo no compartir las ideas de algún editorialista pero estoy dispuesto a luchar por el derecho que ése tiene a expresarlas. Al mismo tiempo, es indispensable que el público lector conozca la orientación ideológica o política del articulista puesto que nadie habla desde la imparcialidad; pretender que eso es así es engañar al lector. Por ejemplo, si un sacerdote escribe sobre la despenalización del aborto es más que seguro que su argumentación será en contra de aquella; asimismo, si una militante feminista lo hiciera, seguramente estaría a favor. Lo mismo sucede con otros temas: probablemente un consultor de las petroleras estará por la explotación inmediata del Yasuní y un miembro de una organización ecologista creerá que lo mejor es mantener el petróleo bajo tierra. Lo contrario sería excepcional. En todos los casos, para el público es importante conocer la argumentación pero también lo es saber desde donde viene y en qué proyecto de vida, ideológico, institucional o político ésta se ubica. Esto último es difícil conocerlo porque, por lo general, los medios son reacios a publicar esta ubicación de quien escribe, cosa que se podría solucionar con un par de líneas descriptivas al final del artículo; por ejemplo, si yo escribiera una columna en algún periódico al dejar el ejercicio de mi cargo, tendría que, por lo menos, informar al lector lo siguiente: “Raúl Vallejo, escritor; militante socialdemócrata y ex ministro de Educación.”
En este mismo campo, la línea editorial de un periódico puede ser muy amplia o, entre otras posibilidades, por el contrario, tomar partido frente a un gobierno. Cualquiera de las opciones es legítima pero la segunda significa convertirse en un actor político más con los riesgos que ello conlleva frente al público. Si se ha tomado este camino, que en otras latitudes lo asumen algunos medios, es indispensable que el público lector lo sepa. En el siglo XIX, los periódicos eran espacios militantes que, en América Latina, se definían liberales, conservadores, radicales, católicos, etc. Un periódico como El Universo que parecería, según observo en el tratamiento noticioso y editorial de los últimos meses, ser un espacio militante de crítica y oposición al proyecto político del gobierno de Rafael Correa, tiene todo el derecho de hacerlo pero también tiene la obligación moral de comunicárselo así a sus lectores. Una vez en esta posición, el medio pasa a convertirse en un actor político más y, por tanto, pasa a sujetarse al ámbito de la confrontación política y sus lectores sabrán que la opinión del diario y el tratamiento noticioso está mediatizado por dicha opción. Lo que resulta carente de ética es que, habiendo definido una línea de oposición, se pretenda mantener la neutralidad desde el discurso.
¿Por qué me parece que su periódico ha optado por ser un actor político de oposición? Pues porque mayoritariamente los editoriales del diario han sido opuestos a los diversos actos del gobierno, porque en la sección de “Cartas al director” se han dedicado a publicar, en su mayoría, cartas de ciudadanos en contra del gobierno, porque el editor de opinión del diario únicamente escribe en contra del gobierno y sus miembros. Lo honesto sería que el periódico se declare en la oposición, que explique sus razones al público lector y, por tanto, que asume la responsabilidad política que esta definición implica. Seguir esgrimiendo la imparcialidad y la objetividad, habiéndolas perdido, es engañar al público. Si estoy equivocado en esta apreciación, sería bueno que la dirección del diario revise las observaciones que he realizado.
El tratamiento noticioso no deja de ser preocupante en aras de la objetividad. Se dice que la prensa publica la realidad pero lo que hace es recortar la realidad y publicar de manera prioritaria el segmento de la “mala noticia”. ¿Cómo creer en la objetivad de un sistema que proclama como principio filosófico que la buena noticia no es noticia? Es así como los diarios se llenan de la impudicia de la crónica roja, noticia en la que no se respeta el espacio más íntimo y privado del ser humano que es el de la muerte; los noticieros condensan en treinta minutos todos los desastres y escándalos posibles llenando de desazón y desesperanza a la gente que los ve. Durante los últimos días ustedes se han dedicado a destacar en la primera plana las noticias negativas: en primera plana va un supuesto aumento en determinadas medicinas y en la página once la noticia de la reunión del presidente Correa con los inmigrantes en España. Al parecer, la línea editorial ha decidido que el presidente, salvo crítica expresa, no es noticia de primera plana. Como usted podrá ver ambas noticias son ciertas, pero el editor de noticias decide qué va en primera plana, qué no va, qué va con grandes titulares, qué va con menor espacio. Ese es el dilema ético al que debe enfrentarse una prensa objetiva.
A eso se referían las cartas de mi asesora Dolores Santistevan de Baca que, la semana pasada, dirigiera al editor de noticias del diario. Sobre el tratamiento noticioso voy a retomar algunos puntos. Ustedes publicaron, tiempo atrás, sendos reportajes sobre las escuelas República de El Salvador y Amazonas, ambas de Guayaquil, que tenían seriamente afectada su infraestructura. Hubiera sido esperanzador para la gente publicar otros reportajes, también de media página, en el que se vea a esas escuelas ya reparadas y la alegría que aquello causó a la comunidad. No se trata de “promocionar al ministro”: después de todo, los funcionarios somos servidores, es decir, personas que hacemos todo lo que está humanamente a nuestro alcance para que se cumplan los derechos ciudadanos, en mi caso, en el campo educativo y siempre obrando de buena fe. Coincido con ustedes que hay enorme problemas en el sistema educativo pero creo también que se está trabajando con mucho tesón para solucionarlos. Si la gente votó por convertir al Plan Decenal de Educación, en noviembre del 2006, en una política de Estado –noticia a la que la prensa, en general, según mi parecer, no le dio la importancia que tenía–, es positivo para la esperanza de la gente informarle que, a pesar de las dificultades, el Plan se está cumpliendo. ¿Se solucionaron todos los problemas? Por supuesto que no: justamente por eso hemos definido un Plan de diez años: en este momento atendemos alrededor del 12% de las necesidades de infraestructura pese a que estamos realizando la inversión más grande de la historia (alrededor de 104 millones de dólares); pero si ustedes, al tratar la noticia, ponen énfasis en el 88% que todavía no se atiende, entonces tendremos a la desesperanza como el sentimiento general de los ecuatorianos. Lo mismo puedo sostener sobre el asunto de las nuevas partidas docentes.
Llegado a este punto, me parece por demás tendencioso y con mala intención el titular del sábado 21, en la sección El Gran Guayaquil, página 2: “Ministro pide se resalte su trabajo con Nebot”. Más allá de la muy buena relación personal que me une al Alcalde de Guayaquil, con quien, sin tomar en cuenta las diferencias políticas que tenemos, realizamos una tarea de servicio a los más pobres de la ciudad, el motivo del reclamo –y así lo verá usted si lee las cartas que la señora de Baca enviara al editor de opinión– fue el tratamiento prejuiciado y sesgado que el diario dio a la noticia de las inauguraciones de locales escolares intervenidos integralmente en la ciudad. Al informar tales noticias se silenció, no sé si de manera deliberada, la presencia del ministro de Educación: jamás publicaron una foto del acto, ni siquiera publicaron fotos de las escuelas antes y después de la intervención; no pusieron énfasis en los discursos propositivos y positivos tanto del alcalde como del ministro en lo que tiene que ver con un modelo de intervención ejemplar en el que también participa la Universidad de Guayaquil, y tampoco sacaron las palabras de gratitud de la gente. Apenas si dijeron que el ministro estuvo presente pero sin señalar el porqué de su presencia. Por el contrario, el periódico puso énfasis, tanto en los titulares como en el desarrollo de la noticia, en la confrontación política coyuntural y en resaltar la presencia del Alcalde como si fuera única. No quiero que la opinión pública se confunda: no se trata de “figurar” –cosa que me es ajena–; se trata de que el periódico no utilice una noticia positiva, como es el trabajo conjunto del Ministerio de Educación, la Alcaldía de Guayaquil y la Universidad de Guayaquil, como un pretexto para priorizar la confrontación desde una toma de posición de política que, al parecer, el diario ha hecho sin informar al público lector. La ciudadanía tiene derecho a saber y a formarse la idea de que en el campo educativo debemos superar las confrontaciones coyunturales y trabajar por un proyecto destinado a hacer de la educación un motivo de esperanza para la gente. Concertar es una palabra clave en el campo educativo.
Pero esto no es todo porque cuando alguien toma partido, el espíritu tendencioso no tiene límites. En la misma noticia, un titular de recuadro viene a confirmar la mala disposición informativa para conmigo: “Publicación del libro de Vallejo tuvo trato diferente”. Para empezar, en término periodísticos la una noticia no tiene relación con la otra: es como si, resignados a publicar una aclaración a la que han tergiversado su sentido con un titular que no da cuenta del texto noticioso, tuviesen que, de todas maneras, insistir en un aspecto negativo. En segundo lugar, el contenido de la noticia, muestra un evidente afán de escandalizar en donde no existe razón alguna para ello. Tercero, el recuadro es un ejemplo típico de lo que en periodismo se conoce como la fabricación de una noticia: cuando no se tiene nada en las manos, la especulación es una manera taimada de insinuación maliciosa sin comprometerse. Bastante he leído para que estas trampas del periodismo inescrupuloso me sean desconocidas; lo que me asombra es que un periódico serio y de tradición como El Universo ahora las esté utilizando. La verdad se concentra en la declaración de mi editor Marcelo Báez –cuyo sello Báez editor en conjunto con Libresa tiene un amplio fondo editorial–: “se pudo hacer esta edición (la de mi poemario Crónica del mestizo) cuando el ministro pidió permiso a La Palabra y esta entidad se lo concedió”. Pero el recuadro enloda con sospechas e insinuaciones perversas lo que es un proceso transparente y sencillo: yo gané el premio en abril del 2006; en noviembre de 2006, cuando ya había pasado algunos meses y el libro no era publicado aún, pedí autorización a fundación La Palabra para buscar una editorial por mi cuenta y también para enviar el poema a revistas de fuera del país y tal autorización fue concedida, no por mi calidad de ministro, como la nota insinúa con mala fe, sino por mi calidad de escritor –situación personal que es suficientemente conocida– que es lo que me define. En todo caso, esa decisión libre de la fundación La Palabra no ha perjudicado a nadie como se quiere hacer aparecer, de manera ligera, en la nota de marras. Yo soy escritor y sucede que, por ahora, estoy de ministro y el hecho de que la sección de noticias política del diario haya tomado partido en contra del gobierno al que pertenezco no le da derecho para querer enlodar mi trayectoria literaria. Lo que confirma este afán persecutorio es que el libro fue presentado en Quito, el 10 de enero de este año, y al parecer el departamento de noticias de El Universo recién se entera de que la fundación dio el permiso correspondiente. No obstante lo dicho, reconozco la cobertura que del evento de presentación del libro en Guayaquil se hizo en el mismo diario en la sección Vida y Estilo, página 2, bajo el titular: “Reflexiones sobre el oficio de escribir”, noticia que me llena de esperanza en el sentido de que habrá un espacio de reflexión por parte de la dirección de un diario que por años se ha ganado el respeto y el cariño ciudadanos.
La discusión sobre el borroso límite entre lo público y lo privado cobra sentido, por lo tanto. ¿Es lícito que un reportero invada y viole la intimidad de Cecilia Bolocco y luego publique las fotos de ella en una casa particular? ¿Cuál es el límite del respeto a la intimidad de un personaje público? ¿Es ético que cualquier grabación hecha sin conocimiento de la persona en una situación personal sea transmitida por televisión? Me parece que esa es una discusión ética que conmueve el sentido mismo de lo que se entiende por libertad de expresión. ¿Es moralmente aceptable que el cadáver de una persona, tendido sobre la mesa de autopsia, sea publicado en un periódico en nombre de la libertad de prensa? ¿Es admisible que los cuerpos esparcidos en una tragedia aérea o en un accidente de tránsito sean exhibidos por los noticieros de televisión? ¿Es correcto que, en medio de un duelo, un reportero acuda al velorio e importune a los deudos buscando una entrevista? Me parece que estas preguntas son pertinentes para definir por lo menos de forma aproximada los límites de los que hablé al comienzo del párrafo.
Este aspecto va unido al tratamiento sensacionalista de la noticia que llevan a cabo los medios; por ejemplo, en una noticia deportiva: “México humilló a Paraguay al vencerlo 6-0”. El titular pudo ser objetivo: “México ganó a Paraguay 6-0” o menos simple: “México goleó a Paraguay 6-0”. El problema es que al introducir el subjetivo “humilló” el sensacionalismo de la prensa convierte a un simple partido de fútbol en una cuestión de “honor nacional”. Lo mismo sucede al recordar, en el peor lugar común de estilo periodístico, el “maracanazo” cada vez que juegan Brasil y Uruguay: en estricto sentido habría que recordarlo cuando en un campeonato del mundo, nuevamente se enfrenten en la final ambos equipos; pero hacerlo cada vez y cuando demuestra pereza mental en las redacciones deportivas. Lo mismo sucede cuando juegan Argentina e Inglaterra: recordar la guerra de las Malvinas es de mal gusto histórico y revela falta de imaginación a la hora del comentario deportivo.
Invito al medio de comunicación, fundado e históricamente dirigido por periodistas honorables, testigo y relator de los sucesos más transcendentes de la historia de nuestro país, para que una vez más abra un espacio para el debate sobre los compromisos que conlleva la libertad de expresión y los alcances de la ética periodística.
Invito a El Universo para que tome la iniciativa en la búsqueda y producción de noticias esperanzadoras, que reconozcan la importancia de las mismas en los procesos de construcción de ciudadanía y democracia, como pieza fundamental en el desarrollo social y en el crecimiento de una sociedad propositiva, cuya permanencia va más allá de gobernantes y temas coyunturales.
Yo sé que en una disputa con un medio de comunicación tengo las de perder: ustedes son un poder que todos los días pueden machacar en contra de una persona hasta destruirla y esa persona apenas tendría la posibilidad de enviar una carta con el peligro de que, como ha sucedido con las cartas de mi asesora, sea manipulada. Sin embargo, todavía confío en que el diario El Universo, que usted dirige, sabrá reflexionar sobre estas palabras que no aspiran a ser la verdad sino una parte de ella.
En cumplimiento del artículo 23, numeral 9, de la Constitución vigente, aspiro a que esta carta, a pesar de su extensión y atendiendo a esa libertad de expresión que usted y yo defendemos, sea publicada íntegramente pues una edición de la misma, que desde ya no autorizo, afectaría el sentido global de mi planteamiento.
Saludos cordiales,
Raúl Vallejo Corral
Ministro de Educación
José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
domingo, julio 22, 2007
miércoles, marzo 28, 2007
Cuando casi me queman en la hoguera
Por Raúl Vallejo
Diario Expreso, revista Semana, 18 marzo 2007
El martes 26 de octubre de 1976 me desperté con fiebre y falté al colegio. Hacia las nueve de la mañana me llamó Fernando Balseca, que entonces era mi amigo, y me leyó la columna “¡Buenos días, país!” de Eduardo Arosemena Gómez, Edargo, en El Telégrafo. Edargo se escandalizaba de los libros Color de hormiga, de Balseca, y de mi Cuento a cuento cuento, que habíamos presentado la noche anterior en el Cristóbal Colón, colegio salesiano en donde estudiábamos y nos graduamos en enero de 1977. Edargo organizó su artículo con citas que, fuera de contexto, daban la impresión de que los cuentos estaban embebidos de procacidad y concluía con el manido “¡O tempora, o mores!”.
Quedé atónito. Creí que oiría elogios y escuché a Torquemada. Con esa desfachatez propia de los adolescentes me repuse enseguida y sonreí: tuve razón cuando escribí en el programa de mano: “Que muchos criticarán la actitud que he tomado en mis cuentos, no lo dudo; como tampoco dudaré de que quien se queja es porque algo le duele y, precisamente, cuento a cuento quiero hacer sentir esa tachuela en el asiento de cualquiera.” Edargo y los moralistas de una sociedad pacata saltaron hasta el techo al sentarse sobre la inocente tachuela que yo había puesto.
El 31 de octubre, Pedro Tinto, de El Telégrafo, en “Dos cuestiones atroces”, decía: “Un colegio, religioso por añadidura, edita en sus talleres dos libros conteniendo [sic] indignos relatos pornográficos…” y hacía un llamado de inquisidor: “Individuos como aquellos deberían ser expulsados de la casa que ocupan para luego fumigarla y desinfectarla y ser juzgados como malhechores atroces, enfermos de un mal contagioso e indigno.” Tuve un remanso cuando, el 7 de noviembre, Filosofito (Pepe Guerra Castillo), desde Expreso, en “Tinta de calamares”, elogió los libros y nos comparó con los escritores de Los que se van en cuanto a la valentía de la denuncia: “Ellos lo que han hecho en sus cuentos es contar la historia tal como es. Como no la quieren ver los ciegos, encerrados en sus torres forradas de negra tinta.”
Una mañana de noviembre salí de clase porque alguien me buscaba. Bajé hasta la portería y un tipo, facha de personaje de Pablo Palacio, se me acercó y, sacando el recorte del artículo de Edargo del bolsillo interior de su leva, preguntó: “¿Usted vende estos libros aquí?” Yo no sabía si reírme o patearlo, así que opté por la verdad: “Los libros están incautados. Nos los darán cuando nos graduemos”. Años después me enteré de que el P. Eduardo Sandoval, rector del colegio, nos defendió sin aspavientos y con firmeza contra aquellos padres de familia que nos querían arrojar a la hoguera.
Cuando me atreví a releer estos cuentos, ya con más experiencia vital y literaria, los sentí cándidos: en esa escritura yo era un discípulo de Don Bosco escandalizado por la hipocresía del mundo y el pecado. Sin duda, este episodio me definió como escritor: intuí que la literatura sirve para el exorcismo del escritor y para la conmoción de sus lectores.
Diario Expreso, revista Semana, 18 marzo 2007
El martes 26 de octubre de 1976 me desperté con fiebre y falté al colegio. Hacia las nueve de la mañana me llamó Fernando Balseca, que entonces era mi amigo, y me leyó la columna “¡Buenos días, país!” de Eduardo Arosemena Gómez, Edargo, en El Telégrafo. Edargo se escandalizaba de los libros Color de hormiga, de Balseca, y de mi Cuento a cuento cuento, que habíamos presentado la noche anterior en el Cristóbal Colón, colegio salesiano en donde estudiábamos y nos graduamos en enero de 1977. Edargo organizó su artículo con citas que, fuera de contexto, daban la impresión de que los cuentos estaban embebidos de procacidad y concluía con el manido “¡O tempora, o mores!”.
Quedé atónito. Creí que oiría elogios y escuché a Torquemada. Con esa desfachatez propia de los adolescentes me repuse enseguida y sonreí: tuve razón cuando escribí en el programa de mano: “Que muchos criticarán la actitud que he tomado en mis cuentos, no lo dudo; como tampoco dudaré de que quien se queja es porque algo le duele y, precisamente, cuento a cuento quiero hacer sentir esa tachuela en el asiento de cualquiera.” Edargo y los moralistas de una sociedad pacata saltaron hasta el techo al sentarse sobre la inocente tachuela que yo había puesto.
El 31 de octubre, Pedro Tinto, de El Telégrafo, en “Dos cuestiones atroces”, decía: “Un colegio, religioso por añadidura, edita en sus talleres dos libros conteniendo [sic] indignos relatos pornográficos…” y hacía un llamado de inquisidor: “Individuos como aquellos deberían ser expulsados de la casa que ocupan para luego fumigarla y desinfectarla y ser juzgados como malhechores atroces, enfermos de un mal contagioso e indigno.” Tuve un remanso cuando, el 7 de noviembre, Filosofito (Pepe Guerra Castillo), desde Expreso, en “Tinta de calamares”, elogió los libros y nos comparó con los escritores de Los que se van en cuanto a la valentía de la denuncia: “Ellos lo que han hecho en sus cuentos es contar la historia tal como es. Como no la quieren ver los ciegos, encerrados en sus torres forradas de negra tinta.”
Una mañana de noviembre salí de clase porque alguien me buscaba. Bajé hasta la portería y un tipo, facha de personaje de Pablo Palacio, se me acercó y, sacando el recorte del artículo de Edargo del bolsillo interior de su leva, preguntó: “¿Usted vende estos libros aquí?” Yo no sabía si reírme o patearlo, así que opté por la verdad: “Los libros están incautados. Nos los darán cuando nos graduemos”. Años después me enteré de que el P. Eduardo Sandoval, rector del colegio, nos defendió sin aspavientos y con firmeza contra aquellos padres de familia que nos querían arrojar a la hoguera.
Cuando me atreví a releer estos cuentos, ya con más experiencia vital y literaria, los sentí cándidos: en esa escritura yo era un discípulo de Don Bosco escandalizado por la hipocresía del mundo y el pecado. Sin duda, este episodio me definió como escritor: intuí que la literatura sirve para el exorcismo del escritor y para la conmoción de sus lectores.
miércoles, marzo 07, 2007
Deslumbramientos a partir de unas langostas
Con Gabriel García Márquez en La Habana, en 1985, en la Casa de las Américas
—“Me han pedido 61 entrevistas en las últimas 48 horas”, —comentó García Márquez mientras transcurría aquella fresca tarde de diciembre de 1985 y los comensales platicábamos de libros, de esto y lo otro, y devorábamos algunas langostas cubanas recién sacadas de la parrilla. Tuve que bajarme casi un vaso de cerveza Atuey para que me pasara el trozo de langosta atorado en la garganta seca después de escuchar su frase.
Yo era entonces un audaz escritor y periodista de 26 años que comía con un apetito de adolescencia prolongada. Había sido invitado al II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de Nuestros Pueblos y la jefa de la revista en donde trabajaba —Vistazo, la más importante de Ecuador— me dio permiso para el viaje a La Habana con la condición de que regresara con una entrevista al premio Nobel que, dicho sea de paso, yo había asegurado que estaba prácticamente concedida. El adverbio me sostendría la vida al regresar a Guayaquil si la entrevista fracasaba.
Una fascinante mujer llamada Trini Pérez, de la que los escritores solían enamorarse sin que ella diera más motivo que la cautivante amabilidad de sus iluminados ojos, conocía de mis tribulaciones laborales. Como alta funcionaria de Casa de las Américas tuvo la generosa idea de colocarme en un grupo de trabajo donde estábamos Frei Betto, Chico Buarque, Eduardo Galeano, Roberto Fernández Retamar, Osvaldo Soriano, García Márquez, y yo. Me sentí como la canción–acertijo de Plaza Sésamo: “hay una cosa que no pertenece a este lugar”. El problema para mí era que desde el comienzo del encuentro, García Márquez, que acudía a las sesiones cuando el grupo ya había empezado a trabajar y se retiraba discretamente antes de que concluyera, se quejaba sin remedio de esa desmesura cotidiana que viene junto a la fama: “Cada vez que camino por los corredores hay alguien que quiere hacerme una entrevista”.
Luego de oír la frase sobre el número de entrevistas sentí que era la descortesía más deplorable del Caribe el que yo arruinara un almuerzo de langostas con alguna impertinencia; después de todo, habíamos pasado algunos días trabajando juntos en la redacción del manifiesto final del encuentro y me daba vergüenza romper ese clima de confianza. Me movía en una paradoja terrible pues entre más cerca estaba del escritor que tenía que entrevistar más lejana era la posibilidad de hacerlo sin que pareciera un abuso de confianza.
Pero el tiempo de mi estadía en la isla se acababa y me veía sin trabajo por esas calles de mi ciudad “donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia”. Además yo estaba con varias Atuey adentro, había hecho una apología sibarita sobre la langosta cubana celebrada ruidosamente por los comensales y Osvaldo Soriano, que durante esa semana llena de sobresaltos me asesoró acerca de la manera de abordar a García Márquez para que me concediera la entrevista, me golpeó sin disimulo en el hombro para que me decidiese a hablar:
—Pues con mi pedido serán 62. —Lo solté de golpe y sin los preámbulos que había repasado frente al espejo de mi habitación del Hotel Riviera y me sentí igual que José Arcadio Buendía cuando anunció a sus hijos que la tierra era redonda como una naranja, “temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de la imaginación”.
Afortunadamente, García Márquez y Mercedes Barcha, los anfitriones de aquella mesa de cuatro personas, tuvieron a bien reírse de lo que yo había dicho. A lo mejor vieron en mi azoramiento el destello de “los ojos marítimos y solitarios” de aquellos que, como Ulises, el de padre holandés, se extravían por San Miguel del Desierto. Soriano me tranquilizó con un guiño cómplice y mi miró con el mismo asombro con el que lo había hecho cuando, días atrás, le pedí que firmara mi ejemplar de la edición cubana de Triste, solitario y final. Mercedes me ofreció otro pedazo de langosta y García Márquez habló dirigiéndose a Soriano y a mí:
—Las entrevistas son otra forma de la literatura —dijo la frase como una sentencia parecida a la que pronunció Ángela Vicario “cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar” y “ella le contestó impasible: Fue mi autor”. Saboreó con los ojos cerrados un bocado de langosta y cuando hubo terminado con él, añadió—: Los periodistas siempre me preguntan lo mismo: sobre la paz mundial, que por qué soy amigo de Fidel y Belisario, que qué significa el color amarillo en mi vida, que no se qué vainas más... y todos quieren tener la exclusiva —bebió media copa de vino blanco y terminó la idea con una nueva sentencia—: es preferible inventarlo todo.
Mas yo no quería entrevistarlo para hablar de los mismos temas de siempre cuyas respuestas básicas, por otra parte, ya están en El olor de la guayaba, el libro de conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza; yo quería entrevistarlo acerca de los deslumbramientos que provocaban algunos episodios de sus novelas. García Márquez, por su lado, no quería hablar de otra cosa que no fuera sobre El amor en los tiempos del cólera, la novela que el 4 de diciembre acababa de ser presentada en Bogotá.
Como se dio cuenta del laberinto laboral en el que estaba atrapado, me propuso la amistosa salida de que yo lo entrevistaría únicamente si leía la novela para el siguiente día y que si no alcanzaba a hacerlo, entonces tenía libertad para asumir en toda su extensión la fórmula que había expuesto. Puesto que no existía un solo ejemplar de la novela a mi disposición en la ciudad, la propuesta me dejó la misma sensación que la del cuento “La mujer que llegaba a las seis”, cuando a la mujer se le ocurre pedir otro cuarto de hora a José, el hombre detrás del mostrador. Trescientos ejemplares viajaban por los cielos del Caribe y las burocracias aduaneras del capitalismo y del socialismo dejaron que los cajones se extraviaran y que los libros llegasen a La Habana justo cuando los últimos invitados al Encuentro regresábamos a nuestros países. Cuando tomaba el avión de regreso a mi país, el martes 10, yo, que esperé como asunto de vida o muerte la llegada de los libros, me identifiqué enseguida con la angustia de Pietro Crespi que regresó a Macondo “a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco caballos en el camino tratando de estar a tiempo para su boda”.
Me imagino que todo esto tenía que ver, tal que una maldición gitana, con ese aspecto siniestro de la fama contra el que tanto se queja García Márquez. En aquellos días, copié del Granma una parte de su discurso durante la inauguración del Encuentro en el que contó que “un Premio Nobel de Literatura asegura haber recibido en lo que va del año casi dos mil invitaciones a congresos de escritores, festivales de arte, coloquios, seminarios de toda índole: más de tres diarios en sitios dispersos del mundo entero. Hay un congreso institucional con frecuencia constante y con todos los gastos pagados, cuyas reuniones se suceden cada año en treinta y un lugares distintos, algunos tan apetecibles como Roma o Adelaida, o tan sorprendentes como Stavanger o Yverdon, o en algunos que más bien parecen desafíos de crucigramas, como Polyphénix o Knokke. Son tantos, en fin, y sobre tantos y tan variados temas, que el año pasado se celebró en el castillo de Mouiden, en Amsterdam, un congreso mundial de organizadores de congresos de poesía”.
Me consolé del extravío de los cajones con los libros cuando por fin pude leer El amor en los tiempos del cólera el martes 31 de diciembre de 1985, en la playa de Salinas. Fue una galopante lectura de día completo que terminó una hora antes de que empezaran los fuegos pirotécnicos con los que la gente del balneario celebra el Año Nuevo. Tiempo después, en alguna parte que no recuerdo, leí una declaración de García Márquez en la que decía, con su maniática manera de entreverar ciertos paradigmas de la crítica literaria que El amor en los tiempos del cólera era su mejor novela y aquella por la que sería recordado. No coincido con aquella opinión pero de lo que sí estoy seguro es de que esta novela desparrama una enorme sabiduría, pespunteada de manera original sobre la base de un oficio controlado hasta en su mínimos detalles, sobre el eterno tema del amor erótico, que se resume en la enseñanza de Florentino a la viuda de Nazaret: “nada de lo que se haga en al cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor” o en lo que aprende Florentino de su experiencia con Ángeles Alfaro: “que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna”. Cuando llegué a la parte en que América Vicuña toma la iniciativa del amor y arrincona a Florentino Ariza, de tal manera que “lo fue llevando de la mano hasta la cama como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo, cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la fuente y el horno listo a la temperatura justa”, me acordé de las langostas, aunque éstas eran a la parrilla.
A las cinco de la tarde, de aquel domingo 8 de diciembre, después del opíparo almuerzo, los comensales llegamos al Hotel Riviera y lo que sucedió fue como en esas películas de guiones obvios donde los encuentros casuales con algo o con alguien remarcan los deseos y temores de los protagonistas. No bien habíamos entrado al lobby del hotel, García Márquez fue abordado por un periodista del Clarín de Buenos Aires que le espetó sin preámbulo de ningún tipo y con la cancha de los porteños sus ganas de entrevistarlo, en exclusiva, che. García Márquez negó con algo de fastidio tal posibilidad pero enseguida recuperó su sentido caribeño del humor y le dijo:
—Mira, estas dos personas también son periodistas —Soriano y yo nos miramos y sonreímos como si fuésemos cofrades de alguna secta secreta y antigua— y andan conmigo porque les he hecho prometer que no habrá ninguna entrevista.
¡Qué puedo decir! Nunca más he vuelto a estar cerca de García Márquez ni creo que él se acuerde de este episodio perdido en el laberinto sin fin de sus azarosos episodios de vida huyéndole a las entrevistas exclusivas. Yo, en cambio, aún conservo conmigo el glorioso sabor de las langostas, la serena hospitalidad de Mercedes Barcha, la discreta complicidad epistolar que mantuvimos con Osvaldo Soriano hasta su muerte y la edición de Casa de las Américas de Crónica de una muerte anunciada, con el autógrafo de su autor: Para Raúl, del patriarca. Gabriel, 85.
Por supuesto que me hubiera gustado preguntarle por qué razón se identificó al escribir el autógrafo con el dictador más triste de la literatura, aquel personaje de El otoño del patriarca, de quien dice uno de los narradores de la novela, que es “el anciano más antiguo de la tierra, el más temible, el más aborrecido y el menos compadecido de la patria”. También le hubiera preguntado sobre el final de estilo y sentido simbólico paralelo aunque de resolución anecdótica opuesta de El coronel no tiene quien le escriba: “El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: —Mierda”, y de El amor en los tiempos del cólera: “Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches: —Toda la vida —dijo”.
Finalmente, no pude entrevistar a García Márquez. Hube de inventarlo todo.
Publicado en Gaborio. Artes de releer a García Márquez. Julio Ortega, compilador. México DF, Jorale Editores, 2003: 89-93.
—“Me han pedido 61 entrevistas en las últimas 48 horas”, —comentó García Márquez mientras transcurría aquella fresca tarde de diciembre de 1985 y los comensales platicábamos de libros, de esto y lo otro, y devorábamos algunas langostas cubanas recién sacadas de la parrilla. Tuve que bajarme casi un vaso de cerveza Atuey para que me pasara el trozo de langosta atorado en la garganta seca después de escuchar su frase.
Yo era entonces un audaz escritor y periodista de 26 años que comía con un apetito de adolescencia prolongada. Había sido invitado al II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de Nuestros Pueblos y la jefa de la revista en donde trabajaba —Vistazo, la más importante de Ecuador— me dio permiso para el viaje a La Habana con la condición de que regresara con una entrevista al premio Nobel que, dicho sea de paso, yo había asegurado que estaba prácticamente concedida. El adverbio me sostendría la vida al regresar a Guayaquil si la entrevista fracasaba.
Una fascinante mujer llamada Trini Pérez, de la que los escritores solían enamorarse sin que ella diera más motivo que la cautivante amabilidad de sus iluminados ojos, conocía de mis tribulaciones laborales. Como alta funcionaria de Casa de las Américas tuvo la generosa idea de colocarme en un grupo de trabajo donde estábamos Frei Betto, Chico Buarque, Eduardo Galeano, Roberto Fernández Retamar, Osvaldo Soriano, García Márquez, y yo. Me sentí como la canción–acertijo de Plaza Sésamo: “hay una cosa que no pertenece a este lugar”. El problema para mí era que desde el comienzo del encuentro, García Márquez, que acudía a las sesiones cuando el grupo ya había empezado a trabajar y se retiraba discretamente antes de que concluyera, se quejaba sin remedio de esa desmesura cotidiana que viene junto a la fama: “Cada vez que camino por los corredores hay alguien que quiere hacerme una entrevista”.
Luego de oír la frase sobre el número de entrevistas sentí que era la descortesía más deplorable del Caribe el que yo arruinara un almuerzo de langostas con alguna impertinencia; después de todo, habíamos pasado algunos días trabajando juntos en la redacción del manifiesto final del encuentro y me daba vergüenza romper ese clima de confianza. Me movía en una paradoja terrible pues entre más cerca estaba del escritor que tenía que entrevistar más lejana era la posibilidad de hacerlo sin que pareciera un abuso de confianza.
Pero el tiempo de mi estadía en la isla se acababa y me veía sin trabajo por esas calles de mi ciudad “donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia”. Además yo estaba con varias Atuey adentro, había hecho una apología sibarita sobre la langosta cubana celebrada ruidosamente por los comensales y Osvaldo Soriano, que durante esa semana llena de sobresaltos me asesoró acerca de la manera de abordar a García Márquez para que me concediera la entrevista, me golpeó sin disimulo en el hombro para que me decidiese a hablar:
—Pues con mi pedido serán 62. —Lo solté de golpe y sin los preámbulos que había repasado frente al espejo de mi habitación del Hotel Riviera y me sentí igual que José Arcadio Buendía cuando anunció a sus hijos que la tierra era redonda como una naranja, “temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de la imaginación”.
Afortunadamente, García Márquez y Mercedes Barcha, los anfitriones de aquella mesa de cuatro personas, tuvieron a bien reírse de lo que yo había dicho. A lo mejor vieron en mi azoramiento el destello de “los ojos marítimos y solitarios” de aquellos que, como Ulises, el de padre holandés, se extravían por San Miguel del Desierto. Soriano me tranquilizó con un guiño cómplice y mi miró con el mismo asombro con el que lo había hecho cuando, días atrás, le pedí que firmara mi ejemplar de la edición cubana de Triste, solitario y final. Mercedes me ofreció otro pedazo de langosta y García Márquez habló dirigiéndose a Soriano y a mí:
—Las entrevistas son otra forma de la literatura —dijo la frase como una sentencia parecida a la que pronunció Ángela Vicario “cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar” y “ella le contestó impasible: Fue mi autor”. Saboreó con los ojos cerrados un bocado de langosta y cuando hubo terminado con él, añadió—: Los periodistas siempre me preguntan lo mismo: sobre la paz mundial, que por qué soy amigo de Fidel y Belisario, que qué significa el color amarillo en mi vida, que no se qué vainas más... y todos quieren tener la exclusiva —bebió media copa de vino blanco y terminó la idea con una nueva sentencia—: es preferible inventarlo todo.
Mas yo no quería entrevistarlo para hablar de los mismos temas de siempre cuyas respuestas básicas, por otra parte, ya están en El olor de la guayaba, el libro de conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza; yo quería entrevistarlo acerca de los deslumbramientos que provocaban algunos episodios de sus novelas. García Márquez, por su lado, no quería hablar de otra cosa que no fuera sobre El amor en los tiempos del cólera, la novela que el 4 de diciembre acababa de ser presentada en Bogotá.
Como se dio cuenta del laberinto laboral en el que estaba atrapado, me propuso la amistosa salida de que yo lo entrevistaría únicamente si leía la novela para el siguiente día y que si no alcanzaba a hacerlo, entonces tenía libertad para asumir en toda su extensión la fórmula que había expuesto. Puesto que no existía un solo ejemplar de la novela a mi disposición en la ciudad, la propuesta me dejó la misma sensación que la del cuento “La mujer que llegaba a las seis”, cuando a la mujer se le ocurre pedir otro cuarto de hora a José, el hombre detrás del mostrador. Trescientos ejemplares viajaban por los cielos del Caribe y las burocracias aduaneras del capitalismo y del socialismo dejaron que los cajones se extraviaran y que los libros llegasen a La Habana justo cuando los últimos invitados al Encuentro regresábamos a nuestros países. Cuando tomaba el avión de regreso a mi país, el martes 10, yo, que esperé como asunto de vida o muerte la llegada de los libros, me identifiqué enseguida con la angustia de Pietro Crespi que regresó a Macondo “a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco caballos en el camino tratando de estar a tiempo para su boda”.
Me imagino que todo esto tenía que ver, tal que una maldición gitana, con ese aspecto siniestro de la fama contra el que tanto se queja García Márquez. En aquellos días, copié del Granma una parte de su discurso durante la inauguración del Encuentro en el que contó que “un Premio Nobel de Literatura asegura haber recibido en lo que va del año casi dos mil invitaciones a congresos de escritores, festivales de arte, coloquios, seminarios de toda índole: más de tres diarios en sitios dispersos del mundo entero. Hay un congreso institucional con frecuencia constante y con todos los gastos pagados, cuyas reuniones se suceden cada año en treinta y un lugares distintos, algunos tan apetecibles como Roma o Adelaida, o tan sorprendentes como Stavanger o Yverdon, o en algunos que más bien parecen desafíos de crucigramas, como Polyphénix o Knokke. Son tantos, en fin, y sobre tantos y tan variados temas, que el año pasado se celebró en el castillo de Mouiden, en Amsterdam, un congreso mundial de organizadores de congresos de poesía”.
Me consolé del extravío de los cajones con los libros cuando por fin pude leer El amor en los tiempos del cólera el martes 31 de diciembre de 1985, en la playa de Salinas. Fue una galopante lectura de día completo que terminó una hora antes de que empezaran los fuegos pirotécnicos con los que la gente del balneario celebra el Año Nuevo. Tiempo después, en alguna parte que no recuerdo, leí una declaración de García Márquez en la que decía, con su maniática manera de entreverar ciertos paradigmas de la crítica literaria que El amor en los tiempos del cólera era su mejor novela y aquella por la que sería recordado. No coincido con aquella opinión pero de lo que sí estoy seguro es de que esta novela desparrama una enorme sabiduría, pespunteada de manera original sobre la base de un oficio controlado hasta en su mínimos detalles, sobre el eterno tema del amor erótico, que se resume en la enseñanza de Florentino a la viuda de Nazaret: “nada de lo que se haga en al cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor” o en lo que aprende Florentino de su experiencia con Ángeles Alfaro: “que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna”. Cuando llegué a la parte en que América Vicuña toma la iniciativa del amor y arrincona a Florentino Ariza, de tal manera que “lo fue llevando de la mano hasta la cama como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo, cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la fuente y el horno listo a la temperatura justa”, me acordé de las langostas, aunque éstas eran a la parrilla.
A las cinco de la tarde, de aquel domingo 8 de diciembre, después del opíparo almuerzo, los comensales llegamos al Hotel Riviera y lo que sucedió fue como en esas películas de guiones obvios donde los encuentros casuales con algo o con alguien remarcan los deseos y temores de los protagonistas. No bien habíamos entrado al lobby del hotel, García Márquez fue abordado por un periodista del Clarín de Buenos Aires que le espetó sin preámbulo de ningún tipo y con la cancha de los porteños sus ganas de entrevistarlo, en exclusiva, che. García Márquez negó con algo de fastidio tal posibilidad pero enseguida recuperó su sentido caribeño del humor y le dijo:
—Mira, estas dos personas también son periodistas —Soriano y yo nos miramos y sonreímos como si fuésemos cofrades de alguna secta secreta y antigua— y andan conmigo porque les he hecho prometer que no habrá ninguna entrevista.
¡Qué puedo decir! Nunca más he vuelto a estar cerca de García Márquez ni creo que él se acuerde de este episodio perdido en el laberinto sin fin de sus azarosos episodios de vida huyéndole a las entrevistas exclusivas. Yo, en cambio, aún conservo conmigo el glorioso sabor de las langostas, la serena hospitalidad de Mercedes Barcha, la discreta complicidad epistolar que mantuvimos con Osvaldo Soriano hasta su muerte y la edición de Casa de las Américas de Crónica de una muerte anunciada, con el autógrafo de su autor: Para Raúl, del patriarca. Gabriel, 85.
Por supuesto que me hubiera gustado preguntarle por qué razón se identificó al escribir el autógrafo con el dictador más triste de la literatura, aquel personaje de El otoño del patriarca, de quien dice uno de los narradores de la novela, que es “el anciano más antiguo de la tierra, el más temible, el más aborrecido y el menos compadecido de la patria”. También le hubiera preguntado sobre el final de estilo y sentido simbólico paralelo aunque de resolución anecdótica opuesta de El coronel no tiene quien le escriba: “El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: —Mierda”, y de El amor en los tiempos del cólera: “Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches: —Toda la vida —dijo”.
Finalmente, no pude entrevistar a García Márquez. Hube de inventarlo todo.
Publicado en Gaborio. Artes de releer a García Márquez. Julio Ortega, compilador. México DF, Jorale Editores, 2003: 89-93.
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Literatura,
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