Estudio de Efraín, en la hacienda "El Paraíso", donde se desarrolla María, hoy museo en Santa Elena, Palmira, Valle del Cauca. |
En la edición de María,
de Garnier Hermanos, 1889, fue incluido el “Juicio crítico” que José María Vergara y Vergara escribió
en junio de 1867, apenas publicada la novela.[1]
Como si previera la repetición de lugares comunes respecto de la novela de
Isaacs y su deuda con Atala (1801), de René de Chateaubriand, y Pablo
y Virginia (1788), de Bernardin de Saint Pierre, Vergara señala las
diferencias que existen entre María y dichas novelas. Remarca la
autenticidad de la historia, la existencia cotidiana de los personajes y su drama,
y la naturaleza verdadera de María frente a las excentricidades de las
dos novelas europeas:
Hay criados,
colonos, vecinos que se visitan y un perro viejo llamado Mayo; cacerías,
pasiones, deudas, trabajo, pesares, esperanzas, intriga, personajes secundarios
útiles; hay, en fin, todo lo que se encuentra en una cada. María y Efraín no
son dos niños en una isla desierta, como Pablo y Virginia, ni dos jóvenes solos
en el Desierto como Chactas y Atala; María y Efraín son dos jóvenes vestidos
con telas europeas que vivieron en una hacienda del Cauca, se amaron, se fue él
y… ¿para qué decir el fin de la novela? (p. 58)
El
exotismo de los románticos europeos es resultado de la construcción de un
imaginario heredero del mito del buen salvaje de Rousseau. Lo que para
Chateaubriand y Saint Pierre es la naturaleza exótica, para Isaacs es su
naturaleza cotidiana y también su patria: en el capítulo II, cuando Efraín
regresa, luego de seis años, desde Bogotá a su “nativo valle”, la emoción del
personaje es auténtica, en términos de pertenencia a la naturaleza que admira,
y no producto de una visión literaria de la naturaleza desde Europa: “Mi
corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo
gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul
pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio
enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante
de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso.” (p. 5)
A contrapelo de
cierta crítica que sitúa a María como una imitación de Atala y de Pablo y
Virginia, cayendo en posiciones neocoloniales, hay que reafirmar que, si
bien nuestros románticos se formaron en las lectura del romanticismo europeo,
todo lo que en Europa era reacción frente a las formas neoclásicas, en América
fue actitud estética fundacional signada por la conquista de la libertad
política de las nacientes repúblicas; y todo aquello que allá fue visto como
exótico aquí fue la descripción de la naturaleza en la que se inscribía la
cotidianidad del habitante americano. Pablo y Virginia está signada por
las preocupaciones filosóficas y políticas de los europeos ilustrados de
finales del siglo dieciocho. Así, hay que leer el juicio de Vergara cuando, con
el lenguaje de la crítica subjetiva del siglo diecinueve, define la
autenticidad de la novela de Isaacs: “Es la prosa de la vida vista con el lente
de la poesía; es la naturaleza y la sociedad traducidas por un castizo y hábil
traductor.” (p. 59)
La novela de Saint
Pierre está atravesada por la tesis del buen salvaje de Rousseau: la
historia de los dos niños, vecinos de una pequeña aldea e hijos de madres
europeas, que crecen juntos, se da en una sociedad primitiva en donde sus
habitantes viven felices, en armonía con la naturaleza; ese pequeño núcleo es
perturbado por los prejuicios y la ambición de los miembros de la sociedad
civilizada. La narración está llena de reflexiones filosóficas en este sentido
y el final trágico de Virginia y Pablo aparece cargado con las connotaciones
románticas que derivan de los amores contrariados y se cierra con una moraleja.
La novela de Saint
Pierre poco tiene que ver con el espacio de María, que no es idílico
sino histórico, con el protagonismo de una naturaleza incorporada a la vida
social, con los personajes que participan de la trama y de las distintas
historias que tienen lugar en la novela; con el conflicto amoroso de Efraín y
María que surge y evoluciona con la naturalidad con la que se dan estas
relaciones entre primos, u otros familiares cercanos, en las sociedades rurales
endogámicas; y, sobre todo, con un narrador que no construye discursos
pedagógicos sobre la bondad del mundo sino que ofrece un testimonio desgarrado
de su triste experiencia amorosa.
Es revelador el
escrutinio al que es sometida la biblioteca de Efraín por Carlos, al final del
capítulo XXII. En primer lugar, los libros religiosos que todo hogar católico
debía tener. Empieza por La Biblia, Denis de Frayssinous, autor de la Défense
de christianisme et des libertés gallicanes, Cristo ante el siglo
que, al parecer, se trata de una obra que corresponde a M. Roselly de Lorgues,
con una edición en español de 1847, con el subtítulo de o nuevos testimonios
de las ciencias en favor del catolicismo. El comentario del pragmático
Carlos es “aquí hay mucha cosa mística”. En seguida, aparece Don Quijote
y el subsecuente comentario del mismo Carlos: “Por supuesto: jamás he podido
leer dos capítulos.” (p. 100).
Luego hace mención
de Chateaubriand, una Gramática inglesa, algunos libros de Shakespeare,
Calderón de la Barca para terminar con la Democracia en América, de Tocqueville.
Asimismo, durante el escrutinio, se menciona la condición de poeta de Efraín,
cuando en brevísimo asomo de sensibilidad hacia la poesía por parte de Carlos,
este le pregunta: “¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me
entristecían haciéndome pensar en el Cauca.” El espíritu pragmático de Carlos
regresa inmediatamente a él pues, luego de que Efraín le responde que ya no
escribe poesía, Carlos comenta de manera lapidaria: “Me alegro de ello, porque
acabarías por morirte de hambre.” (p. 101).
Ni en el escrutinio
de la biblioteca de Efraín, cuyos títulos pertenecieron a la biblioteca
personal de Isaacs, ni en la biblioteca del autor —que fue donada
por la familia del poeta a la Biblioteca Nacional, en 1938, y que consta de 155
volúmenes—, se encuentra el libro de Saint Pierre, Pablo y Virginia.[2]
Anderson Imbert, que en su estudio preliminar a la edición de María, del
Fondo de Cultura Económica, de 1951, sienta las tesis básicas para nuevas
lecturas de la novela, comete en él, sin embargo, dos desaciertos. El primero
es interpretar que Vergara y Vergara había “emparentado ambas novelas”, cuando
Vergara y Vergara señala, más bien, las clarísimas diferencias que existen
entre María y Pablo y Virginia. El segundo desacierto es decir
que “No hay prueba de que Isaacs leyera a Saint-Pierre; tampoco la hay de que
no lo leyera” (p. XIX), pues tal afirmación carece de sentido: no se puede
probar lo que no es y si no existe prueba de que Isaacs haya leído Saint-Pierre
significa que, hasta donde están las investigaciones, debemos entender que,
efectivamente, no conoció la obra de Saint-Pierre antes de la escritura de María.
Pudo, inclusive —y entramos en el terreno de las elucubraciones pero con un
mínimo de sustento—, haber leído la novela de Saint-Pierre una vez que conoció
el comentario de Vergara pero ya María estaba escrita y nada de lo que
corrigió hasta la tercera edición la asemeja, en más o en menos, a Pablo y
Virginia. Lo que existió, al igual que ha sucedido siempre, es la presencia
del espíritu de la época. En palabras del propio Anderson Imbert, quien también
relativiza el tema de las influencias: “No hay una fuente única; es todo un
aire histórico el que Isaacs respira” (p. XX).
En cambio, sí
resulta muy significativo el diálogo intertextual que Isaacs ha construido en la
novela entre los protagonistas de María y la lectura que estos hacen de Atala,
de Chateaubriand. Este diálogo permite no solo identificar un libro de la
formación cultural del autor sino también entender una fuente indispensable
para el romanticismo sentimental que cobija a los personajes de María. La
influencia de Chateaubriand, como lectura necesaria en la formación literaria
de la época, está planteada en la propia María y de dicho planteamiento
Isaacs saca partido puesto que, como autor, erige en el mismo texto su propia
tradición literaria y, al tiempo, genera un referente significativo para el
amor de sus personajes. La lectura de Atala es un instrumento pedagógico
de la educación sentimental
de los protagonistas de María.
En el capítulo
XIII, Isaacs plantea algunas claves de su novela a partir del recurso de poner
a sus personajes a leer un drama literario que se convertirá en un drama
paralelo a la realidad de la ficción novelesca en la que estos habitan: “Las
páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de
María.” (p. 39) Tanto en María como en Efraín, quien está leyendo Atala en
voz alta para su hermana y para aquella, se cumple la ilusión de convertirse en
personaje y participar de sus cuitas: “Luego que leí aquella desgarradora
despedida de Chactas sobre el sepulcro de su amada, despedida que tantas veces
ha arrancado un sollozo a mi pecho […] María, dejando de oír mi voz, descubrió
la faz, y por ella rodaban gruesas lágrimas.” (p. 40)
Los personajes de María,
que creen en la apasionada ilusión literaria del romanticismo, buscan un modelo
estético para su desventurada relación amorosa; de ahí que Efraín se estremece
al comparar a María con el personaje de Chateaubriand y, al mismo tiempo, ese
estremecimiento se convierte en un indicio verdadero: “Era tan bella como la
creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó. Nos dirigimos en
silencio y lentamente hacia la casa. ¡Ay!, mi alma y la de María no sólo
estaban conmovidas por aquella lectura, estaban abrumadas por el
presentimiento.” (p. 40). Ciertamente, esta intertextualidad propositiva revela
un cuidadoso esquema de composición de la novela por parte de su autor.
Referencias bibliográficas
Isaacs, J. [1867] (2005). María. Edición crítica de María Teresa
Cristina. Bogotá, Universidad Externado de Colombia / Universidad del Valle.
Vergara y Vergara, J. M. (1885). “Juicio crítico”, en Artículos
literarios. Londres, Publicado por Juan M. Fonnegra.
[1] Vergara también lo publicó en La Patria, el 10 de marzo de 1878
y lo incluyó en Artículos literarios, libro de 1885, de donde lo he
tomado.
[2] María Teresa Cristina en nota al pie de página (p. 101) de la edición
crítica de María, que estoy utilizando, describe los títulos de la
biblioteca de Efraín que se encuentra en la biblioteca personal del poeta en el
Fondo Isaacs de la Biblioteca Nacional, de Bogotá.