Guayaquil, 31 de marzo de 1946 - 6 de agosto de 2015 |
Ya
sabemos que el tiempo de la vida es apenas
extensión
de una mirada y su asombro
armadura
de una sonrisa y su música
cascada
de tantas caídas bañadas de luz
nubes
que se deshacen en nuestras manos
leños
que arden, lluvia de fuego, llamarada.
Ya
sabemos que la campana toca sin previo aviso
borra
el horizonte con un ramalazo de sombra
apaga
el sol que nos encendió el día del fin,
gota
sobre la mecha de nuestra vela encendida,
clausura
el ritmo de nuestros pasos y el orgullo
ya
sin camino, hilachas de poder desvanecidas en aire.
Ya
sabemos que una tumba es reservorio del polvo
cofre
que contiene la nada que seremos, restos
envueltos
en la sábana del adiós infinito
mortaja
del llanto del que se queda huérfano,
estremecimiento
último de la carne yerta, latidos
silenciosos,
desvanecidos en el viento de lo eterno.
Ya
lo sabemos con jactancia, hermano mío,
pero
toda filosofía es duda y estremecimiento
vanidad
de la palabra, tránsito de abstracciones
aurora
y crespúsculo del devenir de los conceptos.
Lo
que no sabemos es la certeza que encierra
la
fe sin teologías de la oración del carbonero.
Lo
que no sabemos es la trascendencia, retazo de nube
y
el sol de tu sonrisa en el cielo de Guayaquil, perfume
de
lluvia en la tarde de tus palabras enhebradas hacia la noche
luna
que besa el asfalto en el que persisten tus huellas
firmamento
entre cuyos luceros navega tu nombre:
Tito
de alma liviana, hermano mío, mi lumbre inextinguible.