Cuento de Navidad
para Marisol y Alberto
Galo Galecio, Navidad en los Andes, 1950, MAAC |
Pasado el
incómodo suceso, comprobado que los guardias cumplían las consignas sin
titubeos, satisfecho porque la clientela no se enteró de la escena, el
administrador continuó su ronda. El mall
era un edificio luminoso y feliz. Las vitrinas lucían perfectas guirnaldas
verdes y rojas, lucecitas de perfecta intermitencia, letreros con perfectas
letras hechas de escarcha dorada en los que se leía Merry Christmas. Desperdigados por varios rincones del mall, los Papa Noel, tocaban una campana
que sostenían en la mano derecha, reían y saludaban deseando a todos feliz navidad y merry christmas; después se sentaban a escuchar las peticiones de
los niños. A su alrededor, esparcida en el piso, la nieve simulada por bolitas
de plumafón convencía a todos de que, al fin, la ciudad empezaba a parecerse a
las ciudades del primer mundo, donde en diciembre, bendito sea, nieva. Gracias al administrador del mall, que tenía una alta estimación por
el folclor, junto a We wish you a Merry
Christmas..., se escuchaba como música ambiental Dulce Jesús mío, mi niño adorado...
Este año,
en la plazoleta del mall, el
administrador había mandado a construir un nacimiento autóctono. Se trataba de
una casita como las que existen en las fincas de la zona cafetalera; la casita,
que no tenía pared frontal, estaba rodeada de muñecos de cera, de tamaño natural,
que representaban a campesinos luciendo sombreros de paja toquilla;
reproducciones de vacas y toretes que pacían despreocupados, como si no
existiesen las plazas de toros, de chanchos que almacenaban medidas infartantes
de colesterol, chivos que ignoraban el destino de su carne remojada en cerveza
la noche anterior a ser servida como seco, y hasta perros de la raza preferida
por la sanidad. En las afueras del mall,
el brillo eléctrico de una estrella coronaba la copa de un gigantesco árbol de
Navidad. Afortunadamente, ese trío de mojinos, burro incluido, había
desaparecido. El administrador sonrió por su ocurrencia. Todo estaba perfecto;
igual que en Nueva York.
Nada podía
fallar pero, para el asombro del perfecto administrador y los perfectos
clientes en sus bolsas repletas de regalos perfectamente empacados, falló lo
principal. Lo inesperado sucedió en un parpadeo. Nadie pudo explicarse de qué
manera los muñecos de cera que representaban a la autóctona Sagrada Familia se
desvanecieron. La gente se indignó y se imaginó ladrones desalmados. El
administrador se acordó de aquellos intrusos, aparentemente inocentes, y
despidió de inmediato al ingenuo Jefe de Seguridad.
Al mismo
tiempo, en una finca de la zona cafetalera, una pareja de campesinos se regocijaba
con el nacimiento de su hijo que dormía acurrucado sobre un pesebre con el
rostro todavía arrugado debido al esfuerzo del parto. Un burro y una vaca los rodeaban apacibles. El azul intenso de una estrella crupcrullaba en el firmamento.
De Vastas soledades breves,
2004.
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