Entierro de Pablo Neruda, fallecido el 23 de septiembre de 1973, en Santiago de Chile. |
Con
Pablo Neruda, desde el momento en que me enseñó a ver la poesía que habitaba en
el íntimo corazón de las cosas, en los chécheres recogidos a nuestro paso
transeúnte que vamos acumulando, no por el placer de la posesión sino por la
gracia de sentir en ellos la vida que hemos vivido: “Amo / todas / las cosas, /
no porque sean / ardientes, / o fragantes, / sino porque / no sé, / porque /
este océano es el tuyo, / es el mío: / los botones, / las ruedas, / los pequeños
/ tesoros / olvidados, / los abanicos en / cuyos plumajes / desvaneció el amor
/ sus azahares, / las copas, los cuchillos, / las tijeras / todo tiene / en el
mango, en el contorno, / la huella / de unos dedos, / de una remota mano /
perdida / en lo más olvidado del olvido.” Con Pablo Neruda desde que me enseñó
que una vieja estación de tren es también un lugar para la poesía que espera en
los andenes, para aquella que viaja en los vagones en donde transita el sueño
humano: “En tus andenes / no sólo / los viajeros olvidaron / pañuelos, / ramos
/ de rosas apagadas, / llaves / sino / secretos, vidas, / esperanzas. / Ay,
Estación, / no sabe / tu silencio / que fuiste / la punta de una estrella /
derramada / hacia la magnitud / de las mareas, / hacia / la lejanía / en los
caminos!”. Con Pablo Neruda desde que me enseñó a saborear en la letra de un
poema la humeante y marina fragancia de un caldo servido en las mesas amables
de la gente del país suyo que hizo nuestro: “En el mar / tormentoso / de Chile
/ vive el rosado congrio, / gigante anguila / de nevada carne. / Y en las ollas
/ chilenas, / en la costa, / nació el caldillo / grávido y suculento, /
provechoso. [...] Ya sólo es necesario / dejar en el manjar / caer la crema /
como una rosa espesa, / y al fuego / lentamente / entregar el tesoro / hasta
que en el caldillo / se calienten / las esencias de Chile / y a la mesa /
lleguen recién casados / los sabores / del mar y de la tierra / para que en ese
plato / tú conozcas el cielo.”
Con
Neruda, desde el instante en que me entregó su palabra de origen oceánico, el
mar cuyo oleaje arremete en el bramido del verso, la vida de quien con
nostalgia se resignó a navegar en tierra: “Saqué del mar, abriendo las arenas /
la ostra erizada de coral sangriento / spondylus,
cerrando en sus mitades / la luz de su tesoro sumergido, / cofre envuelto en
agujas escarlatas, / o nieve con espinas agresoras.” Con Neruda, desde el
instante en que los pájaros fueron arte de su parte, con su canto revoloteando
en los versos para afirmar la poesía en su vuelo de transparencia de aire, en
la eterna posibilidad de las antiguas odas: “Entre los álamos pasó / un pequeño
dios amarillo: / veloz viajaba con el viento / y dejó en la altura un temblor,
/ una flauta de piedra pura, / un hilo de agua vertical, / el violín de la
primavera: / como una pluma en una ráfaga / pasó, pequeña criatura, / pulso del
día, polvo, polen, / nada tal vez, pero temblando / quedó la luz, el día, el
oro.” Con Neruda, que supo dialogar en sus poemas con otros que contribuyeron a
la formación de su verso, que aprendió de Manrique, Góngora y Quevedo, el rigor
de la palabra y la fascinación por la imagen; de Whitman y Maiakovski, la
imbricación de la poesía en la historia social de los pueblos; o en Ercilla, el
primero, el sentido de lo americano: “...él solamente solo nos descubrió a
nosotros: / sólo este abundantísimo palomo / se enmarañó en nosotros hasta
ahora / y nos dejó en sus testamento / un duradero amor ensangrentado.”
Con
su poesía desde que me mostró a un hombre escarbando en su interior desde el
tránsito ineludible por la tierra en la que se estaciona nuestro dolor: “Sucede
que me canso de ser hombre. [...] Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, /
con furia, con olvido, / paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, / y
patios donde hay ropas colgadas de un alambre: / calzoncillos, toallas y
camisas que lloran / lentas lágrimas sucias.” Con su poesía desde que me reveló
el estacionado interior del hombre que requiere del silencio existencial para
que su palabra emerja a la vida: “Ahora que me dejen tranquilo. / Ahora que se
acostumbren sin mí. [...] Pero porque pido silencio / no crean que voy a
morirme: / me pasa todo lo contrario: / sucede que voy a vivirme. / Sucede que
soy que sigo. / Ahora, como siempre, es temprano. / Vuela la luz con sus
abejas. / Déjenme solo con el día. / Pido permiso para nacer.” Con su poesía
desde que iluminó su propio renacimiento en la eternidad de la piedra y la
serena contemplación a la que recurre el hombre cuando acepta su finitud: “Pero
no alcanza la lección al hombre: la lección de la piedra: se desploma y deshace
su materia, / su palabra y su voz se desmenuzan. [...] Cae el alma del hombre
al pudridero / con su envoltura frágil y circulan / en sus venas yacentes / los
besos blandos y devoradores / que consumen y habitan / el triste torreón del
destruido. [...] La piedra limpia ignora / el pasajero paso del gusano.”
Con
él, desde cuando hizo de América la tierra épica de la gente que, a través de
la historia, ha luchado por la existencia libre del ser humano; la gente que
habiendo sido presencia vital se hizo presente en la palabra del poeta: “Sube a
nacer conmigo, hermano [...] Mírame, desde el fondo de la tierra, / labrador,
tejedor, pastor callado: / domador de guanacos tutelares: / albañil del andamio
desafiado: / aguador de las lágrimas andinas: / joyero de los dedos machacados:
/ agricultor temblando en la semilla: / alfarero en tu greda derramado: / traed
a la copa de esta nueva vida / vuestros viejos dolores enterrados.” Con él,
desde cuando América dejó de ser únicamente geografía para convertirse en la
imagen pura que hizo de nuestra tierra un espíritu de identidad única dentro
del mundo de multiplicadas tierras: “América, no invoco tu nombre en vano. /
Cuando sujeto al corazón la espada, / cuando aguanto en el alma la gotera, /
cuando por las ventanas / un nuevo día tuyo me penetra, / soy y estoy en la luz
que me produce, / vivo en la sombra que me determina, / duermo y despierto en
tu esencial aurora: / dulce como las uvas, y terrible, / conductor del azúcar y
el castigo, / empapado en esperma de tu especie, / amamantado en sangre de tu
herencia.” Con él, que bautizó a la tierra americana con el nombre de Juan
porque la geografía requiere de un habitante que se funda con ella y hunda la
semilla de su alma en la proliferación incesante de significados, de tal forma
que lo particular se vuelque en el universo sin fin de la humanidad: “Detrás de
los libertadores estaba Juan / trabajando, pescando y combatiendo, / en su
trabajo de carpintería o en su mina mojada, / sus manos han arado la tierra y
han medido los caminos. [...] Juan, es tuya la puerta y el camino. / La tierra
/ es tuya, pueblo, la verdad ha nacido / contigo, de tu sangre.”
Con
su poético amor de amantes que rozan la eternidad en el instante efímero que
les entrega la pasión de sus cuerpos. “¿Quiénes se amaron como nosotros?
Busquemos / las antiguas cenizas del corazón quemado / y allí que caigan uno
por uno nuestros besos / hasta que resucite la flor deshabitada. / Amemos el
amor que consumió su fruto / y descendió a ala tierra con rostro y poderío: / tú
y yo somos la luz que continúa, / su inquebrantable espiga delicada.” Con la
dureza de su amor que, afincado en la pasión del sexo y sus delicias, teme la
permanencia de sus excesos personificados en la hembra violenta que lo supera,
de la que se huye y a la que, sin embargo, recuerda con incandescente
nostalgia: “Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,
/ y habrás insultado el recuerdo de mi madre / llamándola perra podrida y madre
de perros [...] Así como me aflige pensar en el claro día de tus piernas /
recostadas como detenidas y duras aguas solares, / y la golondrina que
durmiendo y volando vive en tus ojos, / y el perro de furia que asilas en el
corazón, / así también veo las muerte que están entre nosotros desde ahora, / y
respiro en el aire la ceniza y lo destruido, / el largo, solitario espacio que
me rodea para siempre.” Con la vivencia del amor de un hombre que se funde en
el espíritu de todos los hombres que la hacen suya a través de la poesía
impregnada de vitalidad deslumbrante: “Pienso que se fundó mi poesía / no sólo
en soledad sino en un cuerpo / y en otro cuerpo, a plena piel de luna / y con
todos los besos de la tierra.”
Con
el poeta que soñó una patria más justa y tomó partido cuando se lo demandó su
pueblo: “Yo no quiero la Patria dividida. / Ni por siete cuchillos desangrada:
/ quiero la luz de Chile enarbolada / sobre la nueva casa construida: / cabemos
todos en la tierra mía [...] Yo me quedo a cantar con los obreros / en esta
nueva historia y geografía.” Con el poeta que entregó su verso desgarrado
frente a la ignominia de la dominación imperial y asumió el compromiso con su
pueblo igual que se asume el compromiso con la mujer que se ama o con la
hondura inédita del alma humana: “Cuando sonó la trompeta, estuvo / todo
preparado en la tierra, / y Jehová repartió el mundo / a Coca – Cola Inc., Anaconda, / Ford Motors,
y otras entidades: / la Compañía Frutera Inc. / se reservó lo más jugoso, / la
costa central de mi tierra / la dulce cintura de América. [...] Entre las
moscas sanguinarias / la Frutera desembarca, / arrasando el café y las frutas,
/ en sus barcos que deslizaron / como bandejas el tesoro / de nuestras tierras
sumergidas.” Con el poeta preocupado por el destino ético que tendrá la
construcción de su estética, por el sentido que alumbran sus poemas para
aquellos que carecen de los instrumentos que les permitan leer poesía: “No
escribo para que otro libros me aprisionen / ni para encarnizados aprendices de
lirio, / sino para sencillos habitantes de piden / agua y luna, elementos del
orden inmutable, / escuelas, pan y vino, guitarras y herramientas. / Escribo
para el pueblo aunque no pueda / leer mi poesía con sus ojos rurales. / Vendrá
el instante en que una línea, el aire / que removió mi vida, llegará a sus
orejas, / [...] y ellos dirán tal vez: ‘Fue un camarada’. / Eso es bastante,
ésa es la corona que quiero.”
Leyéndolo,
nos convenció de que la poesía emerge sin la pureza pregonada por aquellos que
confunden el concepto de la metáfora pura con la pura metáfora y no se dan
cuenta de que aquella es parida contaminada por el mundo y el hombre y
transformada en verso para el hombre en el mundo: “Así sea la poesía que
buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por
el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas
profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. [...] Hasta alcanzar esa
dulce superficie del instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de
la madera manejada, del orgulloso hierro.” Leyéndolo, nos convenció del amor a
los libros, no como un culto al papel que nos estaciona en su cárcel de vanidad
intelectual sino como un beso de aquél que aprende de lo escrito para continuar
viviendo: “Amo los libros / exploradores, / libros con bosque o nieve, /
profundidad o cielo, / pero / odio / el libro araña / en donde el pensamiento /
fue disponiendo alambre venenoso / para que allí se enrede / la juvenil y
circundante mosca. Libro déjame libre. [...] / Libro, déjame andar por los caminos
/ con polvo en los zapatos / y sin mitología: / vuelve a tu biblioteca, / yo me
voy por las calles.” Leyéndolo, nos convenció de que la poesía brotaba de su
pluma de sangre verde como un manantial inagotable de metáforas vivas. “Hay que
perderse entre los que no conocemos para que de pronto recojan lo nuestro de la
calle [...] y tomen tiernamente ese objeto que hicimos nosotros... Sólo
entonces seremos verdaderamente poetas... En ese objeto vivirá la poesía...”
Con Pablo Neruda, en la vida sin fin de su poesía, siempre.
Texto publicado en
Kipus, revista andina de letras, (n. 17, I semestre 2004) con motivo del
centenario del nacimiento de Pablo Neruda.