"The room", de Jesse Therrien |
He
venido trabajando, desde hace diez años, en un proyecto de escritura que,
finalmente, está convertido en un libro de cuentos cuyo título es Pubis
equinoccial. El proyecto comenzó con la reflexión que demandó un curso de
literatura erótica en la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador: creo
que explorar el erotismo, desde la literatura, implica confrontar la expresión
artística con la publicidad hedonista. Desde un principio, me planteé esa
exploración literaria de lo erótico como un intento de adentrarme en lo más
profundo, sagrado e inconfesable de la condición humana.
La
dificultad inicial fue la necesidad de ubicar en mi escritura el trazo de esa
línea tenue que divide lo erótico de lo pornográfico. Es sabido que esa línea
la dibuja la cultura y la sociedad al marcar el grado de permisividad ante lo
sexual. Esa línea es sinuosa y también difusa, pues en los cánones culturales
interviene la ideología dominante que es conservadora pero, al mismo tiempo,
esa contradicción liberal que es parte de la misma ideología, y que la
confronta formalmente. Su liberalidad en materia sexual está ligada a la
permisividad dada por los poderes fácticos de los mass media y la
globalización del espectáculo, el mercado de bienes artísticos, la religión y
las instituciones eclesiales, las curadurías de museos estatales y galerías de
arte, etc., no siempre de acuerdo entre sí y en muchas ocasiones en una
confrontación moral, que desaparece al momento de definir un enemigo político
común.
No es casual que novelas de
lenguaje elemental, de un hedonismo clisé e ideológicamente conservadoras,
estén siendo ampliamente promocionadas en los estantes de novedades libreras
como si fueran literatura erótica, cuando es, en realidad, para-literatura de
porno blando que se acopla bien a la moral dominante. Son novelas que se
ajustan a lo admitido desde Playboy. La saga y epígonos de Cincuenta
sombras de Grey, son ejemplo de lo dicho. Basta la siguiente frase, que la
narradora de la novela dice en serio, sin un mínimo dejo de ironía —frase que
está repleta de lugares comunes—, para entender de qué estoy hablando: “El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero
todo eso no vale nada sin su amor, y lo más desesperante es que no sé si es
capaz de amar.” ¡En el género “Corín Tellado en Vanidades” esta frase es
antológica!
Existe mucha reflexión teórica al
respecto, así que no estoy diciendo nada nuevo en esta materia, al menos para
quienes han estudiando el asunto. Lo que hago en esta reflexión es indicar que,
en el proceso de escritura de mis cuentos, sistematicé ciertas lecturas mías de
la literatura erótica, sobre todo Occidental. Así pues, estoy convencido de que
en lo erótico existe siempre una problemática que supera la mera descripción de
las pericias sexuales, aún cuando dicha gimnasia esté descrita de manera
explícita. Lo erótico, desde esta perspectiva, implica siempre una
problematización de la esfera sexual en la vida, ya que lo sexual es
realización del deseo, expresión de la frustración, búsqueda de la
transgresión, anhelo de las fantasías, etc. Esa problematización se da porque
las prácticas sexuales del ser humano tienen consecuencias vitales en su
espíritu, ya sea por la herencia judía-cristina de la culpa, ya por la
conjunción de vida y muerte en el orgasmo, ya por el carácter efímero del goce.
En lo pornográfico, por el
contrario, no existe mayor problemática y tanto la gimnasia sexual como la
genitalidad ocupan siempre el primer plano. Ni la historia que se cuenta, ni la
escenografía que la ambienta, ni el lenguaje que se utiliza importan demasiado.
El punto de vista narrativo, de la palabra o de la imagen, está centrado en la
proeza sexual de la genitalidad. La pornografía, en términos generales, termina
siendo conservadora porque es incapaz de transgredir la línea de permisividad
sexual de la cultura dominante. Y el porno blando lo es aún más: de ahí que los
grandes monopolios de la información y el espectáculo promocionen tanto a Hugh
Hefner y sus conejitas; y, claro, a los imitadores locales como Soho. A
fin de cuentas, se trata del negocio más sexista del mundo; un hedonismo
conservador con fachada liberal.
La idea básica al escribir Pubis
equinoccial fue que los personajes y sus situaciones tenían que permanecer
en un espacio de transgresión, desde su propio conflicto vital. Esa
transgresión implica un choque contra la cultura dominante, sobre todo con
aquella que confunde el erotismo con el porno blando, con aquella que es
permisiva con los desnudos publicitarios, tipo portada de Vistazo, pero
no con el cuerpo desnudo en conflicto vital. El tratamiento de lo erótico, a
partir del drama de los personajes, pretende, deliberadamente, confrontar al
lector con sus propios temores y, al mismo tiempo, transgredir la moralidad
conservadora de la cultura dominante, sobre todo aquella travestida de
liberalismo. Haber conseguido lo dicho en los cuentos, o no haberlo conseguido,
es algo que ya no me toca decirlo a mí.