Recientemente releí Las edades
de Lulú, de Almudena Grandes, premio La Sonrisa Vertical, 1989. Lo que me
seduce de aquella novela es la dureza de su lenguaje directo en medio del
conflicto espiritual del personaje; obsceno, en el sentido transgresor que
tiene el término; un lenguaje, a veces brutal, que utilizando los códigos de la
pornografía, consigue resignificarlos; en definitiva, un lenguaje sin las
concesiones al pudor que suele utilizar el porno blando de esa paraliteratura
hedonista que hoy está de moda.
Lulú es la joven vitalmente
seducida por la presencia adulta de Pablo, amigo de la familia. Cuando se
convierten en pareja, ella se entrega a la tutela erótica de su hombre. El
equilibrio entre la aventura erótica y el sosiego cotidiano de la aprendiz estaba
garantizado con su maestro: “Pablo tenía muy
clara la frontera entre la luz y las sombras, y jamás mezclaba una cosa,
solamente una dosis de cada cosa, con la otra, la serena placidez de nuestra
vida cotidiana. Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva
al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí,
sosteniéndome. Luego, lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos. Él se
encargaba de todo lo demás.”
Pero, como sucede
con las historias del aprendiz y el maestro, Lulú se independiza del tutelaje
de Pablo y emprende un camino por sí sola, que la conduce a los más abyectos
abismos de la exploración del deseo. Al final de ese viaje, se da cuenta de que
la realización plena del eros requiere de un ingrediente espiritual, que ella
había extraviado, para alcanzar la plenitud.
Almudena Grandes desarrolló en
esta, su primera novela que en 1990 fue llevada al cine por Bigas Luna, el
proceso de educación sentimental de una mujer adolescente que crece, en
términos eróticos, hasta volverse una adulta capaz de entregar su cuerpo al
deseo, en el límite de la resistencia física y espiritual. Un texto narrativo
escrito con un lenguaje profundamente representativo del conflicto íntimo de
los personajes y que combina ciertos códigos de la pornografía con los del
suspenso y el drama sentimental, para lograr una paradigmática novela erótica.
Elogio a la madrastra, de
ese intelectual políticamente esquizofrénico que es Mario Vargas Llosa, es una
novela corta, de 1988, cuya intriga desarrolla el proceso de corrupción de doña
Lucrecia, esposa de don Rigoberto, por parte de Fonchito, el niño púber que es
su hijastro. Al mismo tiempo, la novela es una profunda y estéticamente hermosa
reflexión, entretejida en la trama de los juegos eróticos de los personajes,
sobre seis pinturas: Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer
ministro Giges, 1648, de Jacob Jordaens; Diana después de su baño,
1742, de François Boucher; Venus con el Amor y la Música, c. 1555, de
Tiziano Vecellio; Cabeza I, 1848, de Francis Bacon; Camino a Mendieta
10, 1977, de Fernando de Szyszlo; y La Anunciación, c. 1437, de Fra Angélico.
En Elogio a la madrastra
la perversión está concebida de manera inversa a los límites establecidos por
la permisividad sexual dominante: no es la madrastra quien corrompe al niño, lo
que sería censurable pero, finalmente, admitido por el porno blando liberal,
sino que es el niño quien, carente de culpa en una magistral construcción
literaria del perverso polimorfo, termina por corromper a la mujer
adulta.
Así, Vargas Llosa ha transgredido
la moral convencional y, tal vez por ser un intelectual orgánico de la derecha
mundial, es que la crítica mediática ha preferido no leer en esta novela el
inmenso poder de destrucción que el texto tiene de lo políticamente correcto;
ese formulismo consolidado por la estrategia del poder mediático para imponer
una moral pacata en el mundo político, tener a los políticos siempre en la mira
y al borde del chantaje mediático, y erigirse en Torquemada de la
posmodernidad. Vargas Llosa pone al descubierto la inconfesable perversión del
ser humano y de qué manera la búsqueda amoral del placer se estrella contra sí
misma.
Pero la transgresión va más allá.
Tres de los cuadros insertados en la novela son desnudos. Los otros son dos
abstractos y uno es religioso. Vargas Llosa, por la fuerza del lenguaje
literario, los ha erotizado a todos, incluido La Anunciación. Con este
último cuadro, Vargas Llosa ha logrado, en el intercambio de sentidos de la
trama, la transgresión mayor pues convirtió en mujer a una virgen
que se muestra turbada ante la visita del ángel. María ve al ángel como un
joven hermoso y no puede sostener su mirada: “¿Eso será magnificado a todo el
cuerpo, lo que sienten las muchachas cuando se enamoran? ¿Esa calor que no
viene de afuera, sino de adentro del cuerpo, del fondo del corazón?”. Esa
turbación de María es paralela a la de Lucrecia cuando, seducida por Fonchito,
se entrega a su deseo.
El mérito estético de estas dos
novelas eróticas es que ambas construyen un lenguaje literario que transgrede,
de manera radical, el hedonismo políticamente correcto de la cultura dominante.