El agua
como elemento en el que se realiza la transparencia de la palabra poética, el
agua como torrente en el que fluye la memoria, el agua como un maná líquido que
nos baña desde el cielo. La huella en el agua es una existencia de lo imposible;
esa huella efímera es símbolo de la evanescencia de la vida mientras la misma vida
fluye. La memoria es posible porque se transforma en escritura.
La voz
poética se presenta con un sueño: “Soñé que regresaba / con un libro escrito /
en las escamas de un pez” (19). Como todo sueño, inasible. El poeta sabe que
solo en el poema existe la posibilidad de que aquello que se esfuma pueda ser
retenido para derrotar al olvido; pero esa retención es posible gracias a un
artificio que requiere confrontar el silencio de lo cotidiano con la carga
sonora de la palabra: “Algo me aleja y salgo a respirar / el lenguaje que
serpentea por la calle / con sonidos de metal y arcilla” (209). La permanencia
de lo vivido, que es huella en el agua —realidad que se deslíe—, solo es
posible en los intersticios de la derrota a la que, de antemano, estamos
sometidos frente al olvido: “Y soy mirado / por la escritura inútil / que
avanza entre los dedos” (121). El escribiente vive permanentemente en la
vigilia que le habla hacia adentro: “Sonámbulo / detiene el trajín de abonar /
con leves puñados el olvido”. El escribiente conoce también el antídoto que
permite el triunfo de la memoria: “Por años / el deseo forma las palabras / y
elige el centro de su estrella” (118).
Eros ampara
al hablante lírico y esa explosión del instante, que es la orgásmica muerte,
encuentra en la celebración de la noche y su piel la posibilidad de lo eterno. “La
muchacha que golpea con sus piernas / el viñedo en el anochecer / es el rojo
que busco” (71) es el anhelo de insaciable deseo del hablante lírico que
requiere convertir a la noche en el instante cómplice de una eternidad
orgásmica que solo es posible, como toda la cotidianidad, en la perennidad de
la palabra: “Amada noche / que el día no nos manche / con su cuerpo” (72). Esta
confrontación romántica de la perennidad del deseo con la condición pasajera
del cuerpo se resuelve en los silencios del poema que están marcados en verso
corto, conciso, exacto, como la lucidez que se requiere para encontrar al
monstruo del Loch Ness, el que “al amar no infringe roce en el abismo” (36). El
hablante lírico también alcanza a retener a la mujer que se esfuma en la imagen
etérea en la que existe gracias a la poesía: “Y el deseo se ilumina / en las
ondulaciones de la vida: / Una mujer desnuda bañándose en el aire” (153). Agua
y aire, elementos conjugados para la festiva realización de aquella maroma que
realiza el deseo.
Los
retornos de la memoria, la recuperación de la infancia y la madre, la vuelta a
la naturaleza como símbolo de libertad: “Y el mundo brilla / en el lomo oscuro
de un delfín rosado” (80). Esa evocación de la vida que ya no es pero todavía pesa
tiene lugar en el viaje, así: “El viajero extiende / una carpa de lejanas
costumbres / y su mirada incendia la memoria” (101). La voz poética suele
asirse a una tradición de la poesía; en la figura simbólica de Borges encuentra
la posibilidad de ser ella misma, acepta que “el ciego brillo de los espejos /
ha infectado mis años” y que el tiempo, ese inasible, ese anhelo de eternidad
de todos los mortales “…labra en perversa precisión / El rostro del hombre /
que se parecía a sí mismo” (111). Finalmente, el hablante lírico se considera
una huella en el agua, es decir una muerte que ha de convertirlo en
nada, y por eso quiere “que una masa de agua / sea mi fosa / Y la tierra nunca
alcance a cubrirla” (152). Evanescencia permanente de la vida.
Huellas
en al agua, de Antonio Correa Losada, es una selección de textos que dan
testimonio del tránsito de un escritor por una poesía de profunda riqueza
simbólica e imágenes alucinantes, escrita con los significativos silencios del
verso corto; en ella, la memoria de la evanescencia de la vida, quiebra la
coraza del olvido y fluye, agua transparente, río vital, lluvia de nostalgia,
gracias a la escritura del poema: “Al atardecer / brota un verdor oscuro / en
la conversación desnuda con el agua / La memoria viene / por un caudaloso e
incontenible río […] Y se lleva / La fija sombra de lo que ya no está” (124)
Antonio Correa es poeta de profundo y permanente asombro de la poesía que yace
en la existencia que pugna por ser rescatada de la frágil memoria con la que
vivimos.