La reunión de San Martín (derecha) y Simón Bolívar (izquierda) en Guayaquil, Ecuador, el 26 de julio de 1822. (Foto publicada en www.aceros-de-hispania.com/espada-simon-bolivar.htm)
Por Raúl Vallejo
“¡Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!”[1]
Estas palabras las pronunció el joven Simón Bolívar el 15 de agosto de 1805, desde la cima de unas de las colinas de Roma, delante de su maestro Simón Rodríguez. Constituyen el juramento de un romántico del siglo XIX alimentado de la idea sobre el deber que la formación neoclásica enseñaba. Son el sentido vital de la existencia de un ser humano que dedicó su vida a la realización del ideal libertario de Nuestra América.
Bolívar no es un santo para languidecer en el silencio de los altares: a lo largo del tiempo diversos sectores políticos se han disputado la figura del libertador convirtiéndola, sin un ejercicio crítico, en la de un icono que de tan inmaculado se volvió irreal. Bolívar es un personaje fundamental de nuestra historia, bañado de contradicciones como lo están todas las personas que actúan sobre la realidad del tiempo que les toca transformar.
“Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte: cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil,”[2] escribió Bolívar en su célebre “Carta de Jamaica”, del 6 de setiembre de 1815. Este “pequeño género humano” es un cúmulo de diversidad, según lo desarrolla en la misiva y, si bien ésta tiene por objeto denunciar las atrocidades de la dominación española desde el primer día —“todo lo sufrimos de esta desnaturalizada madrastra”[3], escribe— también en ella Bolívar imagina la construcción de una nación mestiza que emergerá de lo nuevo americano y aunque le entusiasma la idea de la unidad del Mundo Nuevo, “ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión,”[4] tiene clara consciencia de la imposibilidad de aquel deseo por cuanto “climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América.”[5] Bolívar, en términos de su comprensión de la política real en el momento en que escribe esta carta, es un soñador con los pies anclados en la tierra.
Tres años después, en una carta desde Angostura, el 12 de junio de 1818, dirigida a Juan Martín Pueyrredón, Supremo Director de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Bolívar señala el anhelo de entablar “el pacto americano que, formando de todas nuestras repúblicas un cuerpo político, presente la América al mundo con aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas.”[6] Una Hispanoamérica considerada como un solo cuerpo político será uno de los ejes del pensamiento de Bolívar, idea basada en una historia común y en la búsqueda de una identidad única pese a la diversidad de los pueblos que siempre será reconocida por él; como afirma en el párrafo anterior del ya citado: “Una sola debe ser la patria de todos los americanos, ya que en todo hemos tenido una perfecta unidad.”[7]
Este “pequeño género humano”, en su pensamiento, tiene una identidad clara por diferenciación con la América del Norte y con Europa. En la construcción de este proceso, Bolívar tiene plena consciencia de la confrontación que tendríamos con Norteamérica pero al mismo tiempo reconoce, desde su matriz liberal, el camino del progreso del norte en contraposición con la herencia española que nos tocó. Es conocida la cita de la carta del 5 de agosto de 1829 que, desde Guayaquil, Bolívar dirige al coronel Patricio Campbell, encargado de negocios de S.M.B., respondiéndole que sería casi imposible nombrar un sucesor que sea “príncipe europeo” puesto se opondrían a ello “todos los nuevos estados americano y los Estados Unidos que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad.”[8]
¿Se desprende de esta idea expresada al paso, mientras trata un asunto diferente, un pensamiento antiimperialista por parte de Simón Bolívar? Me parece que en realidad, más que una posición antiimperialista, lo que mueve a Bolívar es el anhelo de ver a la América, desde el Río Grande hasta el estrecho de Magallanes, como un cuerpo político capaz de, en la carrera del progreso y la felicidad de los pueblos —conceptos en los que se mueve el liberalismo romántico del XIX—, confrontar con éxito al desarrollo de la América del Norte puesto que el proyecto nacional que ésta enarbolaba pasaba por triunfar en dicha carrera y utilizar a los pueblos de Nuestra América como el combustible de su maquinaria en el enfrentamiento que aquella estaba dispuesta a dar contra Europa.
El pensamiento integracionista de Bolívar lo situó como un adelantado a las ideas generales de su tiempo y, al mismo tiempo, desnudó las dificultades que éstas tenían para su viabilidad. Los resultados poco efectivos del Congreso anfictiónico de Panamá, convocado el 7 de diciembre de 1824 y realizado en 1826, así lo demostraron para la gran decepción del Libertador. No obstante estas contradicciones propias de la acción política concreta, la tarea central de Bolívar fue exitosa: la independencia de los pueblos americanos. La gesta libertaria, por sí sola, le permite a Bolívar permanecer en la historia, a despecho de la secta de los promotores de la estulticia que con especulaciones amañadas y descontextualizadas quieren presentar a Bolívar como si fuera un populista embriagado de autoritarismo. Lo que les duele a los promotores de la estulticia es que, en Nuestra América, el concepto de Patria vuelve a tener sentido luego de que los tecnócratas neoliberales pretendieron convertir a nuestras naciones en un mercado de consumidores. Ellos se olvidaron de que nuestros países, diversos, múltiples, antes que mercados eran la Patria y que en el comienzo de esta tradición patriótica sobrevivía Bolívar.
José Joaquín de Olmedo, en La victoria de Junín, subtitulada Canto a Bolívar, publicada por primera vez en 1825, escribe un monumento poético que ratifica la admiración que aquél sintiera por el libertador; aprecio que era correspondido plenamente por Bolívar y que se confirma cuando, en 1826, el libertador le enviara a Olmedo, especial y personalmente, el proyecto de la Constitución de Bolivia para recabar su opinión. Los siguientes versos del poema perennizan en la literatura de un poeta civil, como lo fue Olmedo, la grandeza histórica de Bolívar:
¿Quién es aquel que el paso lento mueve
Sobre el collado que a Junín domina?
¿Que el campo desde allí mide, y el sitio
Del combatir y del vencer desina?
…
¿Quién aquél que al trabarse la batalla,
Ufano como nuncio de victoria,
Un corcel impetuoso fatigando,
Discurre sin cesar por toda parte…?
¿Quién sino el hijo de Colombia y Marte?[9]
Quien así canta a la gloria de un contemporáneo inició la construcción de un símbolo heroico más allá de las contradicciones políticas de la coyuntura de aquellos años. No obstante vale la pena aclarar, que la anexión de Guayaquil a la Gran Colombia fue un momento del proceso de construcción de la nación. Ese momento, el 12 de julio de 1822, fue el resultado de la solicitud de 226 vecinos principales de la ciudad, situación que ponía fin a la disputa de tres partidos, el autonomista de Olmedo, el peruanófilo y el colombianófilo, que pugnaban por definir el destino de la ciudad, como los demuestra Jorge Núñez en un artículo reciente: “Bolívar no incorporó a Guayaquil por la fuerza, sino que asumió el mando civil y militar de la Provincia y la tomó bajo su protección, atendiendo un pedido de los más prestantes y numerosos ciudadanos del puerto … Así una breve mirada a la nómina de suscriptores nos permite hallar los nombres de los Garaicoa (José y Lorenzo), tíos del Héroe niño de Pichincha, Abdón Calderón Garaicoa, de los Espantoso (Vicente y Tomás), de los Marcos (José Antonio y Manuel), los Elizalde (Juan Francisco y Antonio), los Gómez (José Antonio y dos Antonios más), los Parra, los Roca, los Noboa, los Avilés y los Castro, entre otros.”[10]
Pero, como decía al comienzo, Bolívar no es infalible ni carece de contradicciones. Como todo hombre de acción, la realidad política en la que se desenvolvía lo fue llevando por los caminos de autoritarismo y el temor al ejercicio democrático de las masas, de quienes sospechaba una falta de educación política para resolver los asuntos de la nación. Así, en su discurso en Congreso de Angostura de 1819 dijo: “La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la garantía de la libertada republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, lo mande perpetuamente.”[11] Años más tarde, en su mensaje al Congreso de Bolivia, el 25 de mayo de 1826, sostendrá, en cambio: “El Presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución, como el sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas.”[12]
¿Cómo entender esta paradoja en el pensamiento y la acción del libertador? Pues entendiendo las contradicciones políticas que le tocara vivir. En cualquier caso, una lectura crítica de los documentos históricos nos impide utilizar y acomodar una idea a contextos actuales porque siempre correremos el riesgo de manipular la información. No obstante, el Bolívar de 1819 está lleno de entusiasmo e ideales liberales en la gesta libertaria que él mismo está liderando. El Bolívar de 1826 ha pasado, rápidamente, por los avatares y amarguras de la lucha por el poder que llega luego de toda gesta independentista. Para el uno, el ejercicio del poder es todavía la coronación de un ideal; para el otro, es el purgatorio de la ingobernabilidad. Para ambos, a pesar de todo, la Patria es más que un concepto: es la estrella que guía su tortuoso tránsito por la historia. Frente a la propuesta de una presidencia vitalicia y de transferencia personal, y un senado hereditario, junto a otras autoridades de elección libre, el historiador Enrique Ayala Mora, propone que “el Libertador pensaba que éstas eran necesarias limitaciones de la democracia, que garantizaban su vigencia y que permitían un equilibrio político en la etapa de transición entre la colonia y la ‘auténtica’ república.”[13]
En medio del proceso de consolidación de las nacientes repúblicas, la tentación monárquica fue una posibilidad cierta, en la medida en que la participación popular no era parte del proyecto político y el concepto mismo de “pueblo” terminó restringiéndose a los notables pues las masas carecían de conciencia para ejercer sus derechos políticos. No obstante, en una carta del 6 de diciembre de 1829, dirigida a Antonio L. Guzmán, Bolívar reitera su negativa a la opción monárquica: “la nación puede darse la forma que quiera, los pueblos han sido invitados de mil modos a expresar su voluntad y ella debe ser la única guía en las deliberaciones del congreso; pero persuádase Vd. y que se persuada todo el mundo que yo no seré rey de Colombia ni por un extraordinario evento, ni me haré acreedor a que las posteridad me despoje del título de Libertador que me dieron mis conciudadanos y que halaga todo mi ambición.”[14]
Las contradicciones no desmerecen a Bolívar puesto que ellas son el producto de una encarnizada lucha por el poder que de se desató inmediatamente después de la independencia por la disputa de los caudillos locales y que, por sobre ellas, el libertador construyó con éxito efímero su proyecto de la Gran Colombia e intentó, sin fortuna, despertar la consciencia de los pueblos hispanoamericanos. Tal vez por eso, al final de sus días, encontramos un Bolívar desencantado, menos victorioso pero más humano en medio de la derrota política. El 9 de noviembre de 1830, desde Barranquilla, enterado ya del asesinato de Sucre, escribe una misiva cargada de tristeza y desengaño a Juan José Flores, ya presidente de la naciente República del Ecuador, en la que, desencantado, dice que: “servir a una revolución es arar en el mar,”[15]
En este momento próximo a la muerte Bolívar carece de la perspectiva histórica necesaria para que alcance a ver la grandeza de su propia obra: la liberación de los pueblos de Nuestra América. El 10 de diciembre de 1830, desde la hacienda de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, en un acto de desprendimiento vital, luego de perdonar a sus enemigos, proclama: “¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.”[16]
García Márquez, en El general en su laberinto, recrea los últimos días de la vida del libertador. El día del fin, Bolívar “examinó el aposento con la clarividencia de sus vísperas, y por primera vez vio la verdad: la última cama prestada, el tocador de lástima cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir, el aguamanil de porcelana descarchada con el agua y la toalla y el jabón para otras manos, la prisa sin corazón del reloj octogonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final.”[17]
En la persona de nuestro Simón Bolívar, ese héroe de carne y hueso a quien recordamos en un aniversario más de su natalicio, se concentra el militar, el político, el estadista, el pensador utópico, el desencantado. Ahora lo podemos ver como no lo vio Fernanda Barriga, esa negra del Chota, de veintidós años, que cocina para Bolívar y lo ha acompañado hasta San Pedro Alejandrino. Ese 17 de diciembre ella canta, con una voz de tristeza esclava, las canciones que los negros entonan como un rezo para llevar el alma de los agonizantes a la paz de la eternidad. Logra entrar al cuarto del libertador con la camisa prestada que Bolívar vestirá como una mortaja. Se dice que en sus brazos, el Libertador entró en las tinieblas de lo eterno iluminado como el hombre de las vicisitudes, vencedor de las batallas por la libertad, perdedor de las intrigas políticas por el poder; el que cumplió con su juramento de no dar reposo a su alma hasta no liberar a su patria del yugo español, Bolívar, el sembrador del mar y la tierra.
Guayaquil, julio 24, 2007
[1] Simón Bolívar: la vigencia de su pensamiento, Francisco Pividal, comp., La Habana, Casa de las Américas, 1982, p. 15.
[2] Simón Bolívar: documentos, Manuel Galich, comp., 2da. Edición, “Carta de Jamaica,” 6 de setiembre de 1815, La Habana, Casa de las Américas, 1975, pp. 45-46.
[3] Ibid., p. 38.
[4] Ibid., p. 61.
[5] Ibid., p. 61.
[6] Ibid., p. 69.
[7] Ibid., p. 68.
[8] Ibid., p. 329.
[9] José Joaquín de Olmedo, “La victoria de Junín,” en Poesía de la Independencia, Emilio Carrila, editor, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 10.
[10] Jorge Núñez Sánchez, “Simón Bolívar y Guayaquil”, El Universo, 23 julio 2007, 7A.
[11] Simón Bolívar: la vigencia…, p. 105.
[12] Ibid., pp. 207-208.
[13] Enrique Ayala Mora, ed., Simón Bolívar: pensamiento político, Sucre, Universidad Andina Simón Bolívar, 1997, p. 34.
[14] Simón Bolívar: la vigencia… p. 277.
[15] Ibid., p. 287.
[16] Ibid., p. 290.
[17] Gabriel García Márquez, El general en su laberinto, Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1989, p. 266.
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