Por Raúl Vallejo
Diario Expreso, revista Semana, 18 marzo 2007
El martes 26 de octubre de 1976 me desperté con fiebre y falté al colegio. Hacia las nueve de la mañana me llamó Fernando Balseca, que entonces era mi amigo, y me leyó la columna “¡Buenos días, país!” de Eduardo Arosemena Gómez, Edargo, en El Telégrafo. Edargo se escandalizaba de los libros Color de hormiga, de Balseca, y de mi Cuento a cuento cuento, que habíamos presentado la noche anterior en el Cristóbal Colón, colegio salesiano en donde estudiábamos y nos graduamos en enero de 1977. Edargo organizó su artículo con citas que, fuera de contexto, daban la impresión de que los cuentos estaban embebidos de procacidad y concluía con el manido “¡O tempora, o mores!”.
Quedé atónito. Creí que oiría elogios y escuché a Torquemada. Con esa desfachatez propia de los adolescentes me repuse enseguida y sonreí: tuve razón cuando escribí en el programa de mano: “Que muchos criticarán la actitud que he tomado en mis cuentos, no lo dudo; como tampoco dudaré de que quien se queja es porque algo le duele y, precisamente, cuento a cuento quiero hacer sentir esa tachuela en el asiento de cualquiera.” Edargo y los moralistas de una sociedad pacata saltaron hasta el techo al sentarse sobre la inocente tachuela que yo había puesto.
El 31 de octubre, Pedro Tinto, de El Telégrafo, en “Dos cuestiones atroces”, decía: “Un colegio, religioso por añadidura, edita en sus talleres dos libros conteniendo [sic] indignos relatos pornográficos…” y hacía un llamado de inquisidor: “Individuos como aquellos deberían ser expulsados de la casa que ocupan para luego fumigarla y desinfectarla y ser juzgados como malhechores atroces, enfermos de un mal contagioso e indigno.” Tuve un remanso cuando, el 7 de noviembre, Filosofito (Pepe Guerra Castillo), desde Expreso, en “Tinta de calamares”, elogió los libros y nos comparó con los escritores de Los que se van en cuanto a la valentía de la denuncia: “Ellos lo que han hecho en sus cuentos es contar la historia tal como es. Como no la quieren ver los ciegos, encerrados en sus torres forradas de negra tinta.”
Una mañana de noviembre salí de clase porque alguien me buscaba. Bajé hasta la portería y un tipo, facha de personaje de Pablo Palacio, se me acercó y, sacando el recorte del artículo de Edargo del bolsillo interior de su leva, preguntó: “¿Usted vende estos libros aquí?” Yo no sabía si reírme o patearlo, así que opté por la verdad: “Los libros están incautados. Nos los darán cuando nos graduemos”. Años después me enteré de que el P. Eduardo Sandoval, rector del colegio, nos defendió sin aspavientos y con firmeza contra aquellos padres de familia que nos querían arrojar a la hoguera.
Cuando me atreví a releer estos cuentos, ya con más experiencia vital y literaria, los sentí cándidos: en esa escritura yo era un discípulo de Don Bosco escandalizado por la hipocresía del mundo y el pecado. Sin duda, este episodio me definió como escritor: intuí que la literatura sirve para el exorcismo del escritor y para la conmoción de sus lectores.
Diario Expreso, revista Semana, 18 marzo 2007
El martes 26 de octubre de 1976 me desperté con fiebre y falté al colegio. Hacia las nueve de la mañana me llamó Fernando Balseca, que entonces era mi amigo, y me leyó la columna “¡Buenos días, país!” de Eduardo Arosemena Gómez, Edargo, en El Telégrafo. Edargo se escandalizaba de los libros Color de hormiga, de Balseca, y de mi Cuento a cuento cuento, que habíamos presentado la noche anterior en el Cristóbal Colón, colegio salesiano en donde estudiábamos y nos graduamos en enero de 1977. Edargo organizó su artículo con citas que, fuera de contexto, daban la impresión de que los cuentos estaban embebidos de procacidad y concluía con el manido “¡O tempora, o mores!”.
Quedé atónito. Creí que oiría elogios y escuché a Torquemada. Con esa desfachatez propia de los adolescentes me repuse enseguida y sonreí: tuve razón cuando escribí en el programa de mano: “Que muchos criticarán la actitud que he tomado en mis cuentos, no lo dudo; como tampoco dudaré de que quien se queja es porque algo le duele y, precisamente, cuento a cuento quiero hacer sentir esa tachuela en el asiento de cualquiera.” Edargo y los moralistas de una sociedad pacata saltaron hasta el techo al sentarse sobre la inocente tachuela que yo había puesto.
El 31 de octubre, Pedro Tinto, de El Telégrafo, en “Dos cuestiones atroces”, decía: “Un colegio, religioso por añadidura, edita en sus talleres dos libros conteniendo [sic] indignos relatos pornográficos…” y hacía un llamado de inquisidor: “Individuos como aquellos deberían ser expulsados de la casa que ocupan para luego fumigarla y desinfectarla y ser juzgados como malhechores atroces, enfermos de un mal contagioso e indigno.” Tuve un remanso cuando, el 7 de noviembre, Filosofito (Pepe Guerra Castillo), desde Expreso, en “Tinta de calamares”, elogió los libros y nos comparó con los escritores de Los que se van en cuanto a la valentía de la denuncia: “Ellos lo que han hecho en sus cuentos es contar la historia tal como es. Como no la quieren ver los ciegos, encerrados en sus torres forradas de negra tinta.”
Una mañana de noviembre salí de clase porque alguien me buscaba. Bajé hasta la portería y un tipo, facha de personaje de Pablo Palacio, se me acercó y, sacando el recorte del artículo de Edargo del bolsillo interior de su leva, preguntó: “¿Usted vende estos libros aquí?” Yo no sabía si reírme o patearlo, así que opté por la verdad: “Los libros están incautados. Nos los darán cuando nos graduemos”. Años después me enteré de que el P. Eduardo Sandoval, rector del colegio, nos defendió sin aspavientos y con firmeza contra aquellos padres de familia que nos querían arrojar a la hoguera.
Cuando me atreví a releer estos cuentos, ya con más experiencia vital y literaria, los sentí cándidos: en esa escritura yo era un discípulo de Don Bosco escandalizado por la hipocresía del mundo y el pecado. Sin duda, este episodio me definió como escritor: intuí que la literatura sirve para el exorcismo del escritor y para la conmoción de sus lectores.