De mi archivo: con motivo de conmemorarse el centenario del natalicio de José Saramago (1922-2010), les ofrezco estas entrevistas con él y Pilar del Río que fueron publicadas en la revista Mundo Diners # 264 (mayo 2004).
|
José Saramago, mi esposa Alina, mi hijo Sebastián, Pilar del Río y yo después de cenar, en Quito, el 19 de febrero de 2004.
|
Saramago es el nombre de una
hierba de cuyas hojas se alimentaban los pobres de Azinhaga, el pequeño poblado
portugués donde nació. Él lo ha contado varias veces. José de Sousa se hubiera llamado si es que al funcionario
del registro civil no se le ocurre añadir, por iniciativa propia, el apodo con
el que la familia paterna era conocida en el pueblo. Ya lo dijo antes. Él, José
de Sousa Saramago, nació el 16 de noviembre de 1922, pero sus documentos dicen
que nació el día 18: es que su padre no lo inscribió en el tiempo señalado por
la ley y para evitarse el pago de la multa cambió la fecha. También ha dicho
que, criado en medio de una familia de campesinos sin tierra, tuvo una infancia
melancólica, que fue un niño serio.
De lo que
no ha hablado, por su sencillez, es de la luminosidad ética que su figura
emana. Él, que estudió cerrajería mecánica, que no tuvo un libro propio hasta
los dieciocho años y que leía cuanto creyó necesario en bibliotecas públicas,
es ahora conocido como José Saramago, escritor que, como la hierba de su
pueblo, alimenta el espíritu de los que todavía creemos en el valor de la
palabra.
Saramago,
Premio Nobel de Literatura 1998, estuvo en nuestro país entre el 16 y el 21 de
febrero. Durante su estadía recibió en la Capilla del Hombre, la condecoración
Guayasamín – Unesco: “Tomo la medalla no por lo que haya hecho, sino por lo que
tenga que hacer”, expresó en sus palabras de agradecimiento.
Varias
instituciones lo homenajearon. Ante la avalancha de medallas, le pregunté que
qué significaban para él, que es un escritor crítico, las condecoraciones. “No
significan nada... sencillamente sería de mala educación rechazarlas”. Y lo
dijo sin ninguna pose, lo hizo con la misma afabilidad con la que firmó el ejemplar de El Evangelio según Jesucristo, de una muchacha que lo abordó
durante un paseo por el Centro Histórico de Quito.
Lo dijo con
la misma naturalidad con la que aceptó firmar los libros de cientos de lectores
en algunas librerías. “Cómo puedo negarme a firmar un libro si esa persona se
ha tomado la molestia de ir a una librería, de comprarlo, de leerlo... por
respeto a esa persona no considero que sea una molestia el acto de firmar un
libro a un lector”, me comentó el jueves 19, en la mañana, mientras recorría
junto a la periodista Pilar del Río, su
esposa y traductora, el Museo de la Fundación Guayasamín. A las nueve de la
noche de ese día, en una sala de reuniones del hotel donde se alojaba, José Saramago,
la persona, se convirtió en el personaje de esta entrevista.
Existe una imagen de Ricardo Reis,
en El año de la muerte de Ricardo Reis
(1984) en que sonríe a Lidia mientras él hace un gesto de despedida: “...hay
momentos perfectos en la vida —dice el narrador—, éste fue uno, como hay una página que estaba escrita y que
aparece blanca otra vez”. ¿Qué de usted, la persona, está en ese instante?
Me parece
que eso es algo que ocurre mucho en mis novelas, que son instantes, momentos.
Yo creo que se podría definir como un momento en que el autor se asume en la
plenitud de su propia conciencia, en la conciencia que tiene de su trabajo, y
en ese momento el autor para hablar de los casos concretos, de Ricardo Reis y
Lidia, el autor es Ricardo Reís, es Lidia y la mirada que se cruza entre ellos.
Eso lo estoy viviendo yo, eso lo vivo yo.
Usted
comienza su discurso del Nobel con la frase: “El hombre más sabio que he
conocido en toda mi vida, no podía ni leer ni escribir”. ¿Cómo explica ese tipo
de homenaje un hombre, como usted, que ha hecho de la lectura y la escritura su
forma de vida?
Mira, si
queremos ser intelectualmente honestos, yo no lo estoy diciendo de una forma
retórica. Ese hombre era mi abuelo materno, Jerónimo Mairinho. Yo, a los doce
años, lo miraba como el hombre más sabio del mundo. No diré que no, pero
tampoco puedo afirmar rotundamente que yo tuviera esa idea un poco literaria,
un poco idealizada, que ese hombre que era mi abuelo y que me quería y que yo
quería al igual que a mi abuela, fuera para mí muy importante. La verdad es que
yo busco para los que no son personajes de ficción un lugar; los coloco en una
especie de galería de figuras en que ellos son presencias humanas. Entonces
cuando yo he dicho eso, es verdad, sobretodo es verdad desde el punto en que me
encuentro ahora y sobre todo si lo miramos desde el marco de esa relación que
yo he creado entre las figuras reales y las figuras de ficción. Y solo eso me
ha permitido arrancar el discurso en la Academia sueca dónde hablé de los
personajes de ficción que han hecho de mí lo que yo soy; personajes de los que
yo he aprendido.
Usted ha dicho sobre sus personajes
que “sin ellos no sería la persona que soy hoy día.” ¿Cuánto pone usted de sí
mismo en sus personajes y cuanto de ellos recae sobre su propio espíritu una
vez que el personaje literario ya vive con su vida propia en sus novelas?
Yo creo que
no pongo nada mío en mis personajes. Es decir, en todo lo que yo he escrito
hasta ahora no hay ningún elemento de carácter autobiográfico, ni siquiera
transpuesto. Definitivamente no lo hay. Ahora, existe una presencia continua en
todas mis novelas, incluso desde Manual
de pintura y caligrafía (1977), de lo que llamaríamos un narrador muy
particular, que escapa a las caracterizaciones académicas del narrador. En el
fondo representa con más intensidad o menos intensidad, con más vehemencia o
menos vehemencia, la opinión o el resultado del análisis que el autor está
haciendo sobre lo que escribe y sobre la forma que se están comportando los
personajes. Ahí es donde se puede decir, que es como si yo interrumpiera el
discurso narrativo y empezara un discurso ensayístico. El objeto de análisis es
la situación, el conflicto que se está narrando y lo que están haciendo y
diciendo los personajes. Lo que pasa es que, cuando yo digo que he aprendido
con ellos, creo que sí en el sentido en que yo no quisiera, como persona, ser
menos que ellos. Es decir, mi forma de aprender —supongo que en el
fondo hay una forma de aprendizaje—, es el convencimiento
de que yo no puedo quedarme atrás de mis personajes —gente
común, que no tiene nada de particular, que carece de poder—,
y en ese sentido es como si, paulatinamente, novela tras novela, yo fuera
aprendiendo con ellos.
En El año de la muerte de
Ricardo Reis usted hace personaje a un
personaje —para ser
exactos: heterónimo— de Fernando Pessoa. ¿Que aprendió del personaje de una Persona ...si es
válido el juego de palabras?
En ese caso
quizá no tenga que ver con un aprendizaje en el mismo sentido que estábamos
hablando antes. A los 18 años yo, que había leído a Fernando Pessoa, no había
leído a Fernando Pessoa sino a Ricardo Reis. La poética de Ricardo Reís me
fascinó instantáneamente. Creí, durante algunos meses, que Ricardo Reis
efectivamente existía, porque en una revista que yo estaba leyendo, llamada Athena, dirigida por Fernando Pessoa, me
encontré con algunas odas firmadas por Ricardo Reis. Yo no sabía nada de esa
historia de los heterónimos;
simplemente creí que había un señor llamado así. Más tarde alguien me avisó que
se trataba de un heterónimo. Entonces
yo entré más en la lectura de Fernando Pessoa: Ricardo Reis, Alvaro del Campo,
Alberto Caeiro... todos los heterónimos,
y me encontré con una postura de Ricardo Reís que me irritaba a pesar de que,
como poeta, me fascinaba al mismo tiempo. El primer verso de un poema de Reis
dice: “Sabio es el que se contenta / con el espectáculo del mundo”. Durante
muchísimos años a lo largo de mi vida desde entonces he vivido, en mi relación
con Reís, entre la fascinación y el rechazo. Es decir, tú me fascinas, de
acuerdo, pero yo no puedo permitir y aceptar lo que tú estás diciendo: que la
sabiduría consiste en contentarse cada uno con el espectáculo del mundo.
Entonces yo, como Fernando Pessoa se muere el 30 noviembre del 35, hago volver
a ese Ricardo Reis, que había emigrado a Río de Janeiro, a Portugal y eso es lo
que está en la novela. ¿Y por qué? A ese hombre que decía que la sabiduría
consiste en contentarse con el espectáculo del mundo, me propuse enseñarle ese
espectáculo del mundo. Y mira, es una época tremenda, es una época en que de
alguna forma se presenta el huevo de la serpiente. Es la creación de las
milicias fascistas en Portugal en el 36; es la guerra civil de España que
empieza el 36; es la primera ocupación de Renania por las tropas nazis; es la
guerra de Italia contra Etiopía. Lo que se propone la novela es decirle a
Ricardo Reis: Usted ha dicho que la sabiduría consiste en contentarse cada uno
con el espectáculo del mundo, pues entonces aquí tiene el espectáculo del
mundo, y ahora dígalo de nuevo, por favor, diga si contentarse con eso es ser
sabio.
¿Y el humor, cuál es su función en
su literatura?
Yo no sé si
se podría llamar exactamente humor, si no sería más bien ironía. Aunque ciertas
veces es puro humor, pero es sobre todo... quizá eso tenga una explicación
antigua. Cuando yo era muy joven, mi padre, policía de la calle, era amigo de
los porteros de los teatros de Lisboa, y como a mí me gustaba mucho la música y
la ópera, yo me ponía por ahí, cerca de los porteros, y cuando el espectáculo
estaba punto del comenzar el portero me decía “entra” y yo entraba. Yo subía
hasta el “gallinero” a dónde íbamos los que no teníamos billete. Recuerdo, que
el teatro tenía, cerrando el arco del palco, una corona enorme dorada, pero
incompleta en la parte de atrás. La gente de las butacas y los palcos creía ver
la una corona completa, pero los que estábamos en el “gallinero” veíamos una
corona incompleta, hueca y sucia y con telarañas y con polvo. Digamos, esa
doble contradictoria mirada es la que aparece como ironía en mis novelas. Hay
siempre un otro lado y mientras no hayamos dado la vuelta completa a las cosas
no sabremos cómo las cosas son. La ironía, probablemente, tiene esa función.
Creo que el humor es mirar las cosas por el otro lado.
¿Cómo explica que El Evangelio
según Jesucristo que es un libro,
teológicamente heterodoxo, les hable a muchos lectores como si les permitiera
renovar su fe?
Hay de
todo. Sé que un religioso brasileño muy conocido, Frei Betto, ha dicho a otro
religioso, muy conocido también, llamado Leonardo Boff, que cuando terminó de
leer El Evangelio según Jesucristo se
arrodilló para orar. Y yo de eso no tengo la culpa. A veces me decía, si Dios
quiso que yo escribiera ese libro pues se va a arrepentir. Lo que me llevó a
escribir esa novela fue ese suceso insoportable que es la matanza de los
inocentes. En la novela, la frase final de Jesús, ya en la cruz, cuando dice,
refiriéndose a Dios: “Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo”, es
la parte heterodoxa, herética incluso, de la novela que el Vaticano no ha
perdonado nunca. ¿Por qué es que un Dios se permite aceptar como una cosa
obvia, para salvar a Jesús de la ferocidad de Herodes, el sacrificio, según las
estadísticas del tiempo, de 23 ó 24 mil niños varones con menos de dos años de
edad? ¿Era necesario? Y si fue necesario para fundar una religión, entonces esa
religión está equivocada porque no puede fundarse a partir de un hecho de
crueldad tan absurda.
Lo me que dice me recuerda que en
sus textos literarios y en sus intervenciones públicas, la función ética es muy
fuerte, ¿le asigna usted alguna función ética a la literatura?
A la
literatura no le atribuyo ninguna función ética. Ninguna. Lo que pasa es que yo
no separo, en mí, el escritor del ciudadano. Suena un poco retórico pero,
bueno, es así. Cuando tengo que hablar como escritor yo no puedo callar la otra
voz que, en el fondo es la misma voz, que es la voz del ciudadano. Si tengo que
presentar un libro que acabo de publicar lo más seguro es que yo hable 10
minutos de literatura y 50 minutos del mundo.
Su crítica al poder, sin embargo,
parece cerrar los caminos para la realización de la democracia de los derechos
humanos.
Mira, Raúl,
yo no cierro caminos, lo que sucede es que los caminos están cerrados. Ese es
el problema. Es que nosotros no podemos seguir hablando de democracia como si
eso fuera una realidad de todos los días cuando desde la praxis social amplia
sabemos que no lo es. No lo es en el sentido más obvio. ¿Cómo podemos seguir
hablando de democracia si no hacemos nada más que ir en días determinados a
poner un papel en una urna para poner un parlamento y un gobierno que hará lo
que quiera y que además no puede hacer mucho porque encima está otro poder,
porque hay otro poder que no es democrático: yo no he elegido los cinco
miembros que administran el gobierno de Fondo Monetario Internacional ...y eso
sí que es el poder. Así, los caminos están, efectivamente, cerrados.
Pasemos a algunas preguntas sobre el
oficio de escritor. ¿Cómo escribió usted antes del Nobel y como escribe después
de él?
No hay
ninguna diferencia. Es decir, el Nobel no me ha inhibido. Cuando yo escribo
ahora no estoy pensando que yo tengo por detrás del Premio Nobel. Mi relación
con la escritura es idéntica, en el sentido de que si hay un riesgo, yo lo
asumo. No. El Nobel ocurrió, y yo he seguido sencillamente con mi trabajo. Y
desde entonces he publicado, La caverna,
El hombre duplicado y ahora publicaré
el Ensayo sobre la lucidez. Y en el
caso del Ensayo sobre la lucidez, se
trata de un auténtico riesgo. No hablaré de la novela pero pronto ahí estará y
si El Evangelio escandalizó a muchos,
esta novela, donde Dios no entra, escandalizará a muchos más. Pero lo que
quiero decirte es que, frente a los hábitos de trabajo, a la relación con la
escritura, al proceso de surgimiento de ideas, no ha cambiado nada.
Hay escritores que tienen manías,
formas de vencer el miedo a escribir o de iniciar una jornada de trabajo,
¿tiene usted alguna?
Nada,
nada... ninguna... y quizá eso tenga que ver con esta idea que yo tengo y
mantengo: que escribir es un trabajo. Normalmente escribo entre las cinco de la
tarde y las nueve de la noche y no escribo más que tres folios. Podría estar
inspiradísimo y decir que puedo escribir diez folios, pero, no señor, es como
si yo tuviera que andar tres kilómetros por día y al terminar los tres
kilómetros, pues ahí paro y al día siguiente vuelvo a andar.
¿Suele hablar sobre su trabajo
literario durante el proceso de escritura?
La única
persona que tiene conocimiento de lo que yo estoy haciendo y con quien de vez
en cuando intercambiamos ideas, opiniones, es con Pilar. Con el resto no hablo.
Puedo decirle a un amigo algo, pero en términos tan generales que ellos no
pueden saber de qué se trata.
Finalmente, usted habla un hermoso e
inusual nosotros en el mundo intelectual en el que incluye siempre a Pilar del
Río, su esposa y traductora. ¿Cómo definir el amor que hay entre ustedes dos?
Yo creo que
el amor no se puede definir. Y por otra parte si intentáramos definirlo sabemos
que sólo podemos definirlo con palabras y, probablemente, esas palabras que más
recurrentemente usamos para definir el amor son palabras que están cansadas,
desgastadas y que acaban por no decir mucho, o por decir muy poco. Sólo te
puedo decir: Yo quiero a Pilar... así, sencillamente. Y se acabó. Definir, no
se puede... no se puede.
Entrevista con Pilar del Río, la compañera, la traductora
¿Cómo
conjuga usted esa condición de ser traductora de la obra de su compañero, aparte
de periodista a tiempo completo?
Es,
relativamente fácil. José escribe y cuando llega la noche él me baja de su
estudio las páginas que ha escrito. Yo las leo, las releo, las dejo dormir y a
la mañana siguiente las vuelvo leer y las traduzco. Es algo casi natural... es
que vivir juntos comporta también el hecho de traducir.
Saramago
pone en boca de Magdalena, en El Evangelio:
“las mujeres tenemos otro modo de pensar, quizá porque nuestro cuerpo es
diferente”. En qué ve su diferencia con él.
Saramago no
es precisamente el ejemplo más claro, porque José es un hombre del que casi
todas las mujeres decimos que está de nuestro lado, es un hombre que tiene
valores femeninos. Pero con la mayor parte de los hombres, con la masculinidad,
sí que tenemos muchas diferencias. José es un hombre, como el resto de los
hombres. Padece de alguna de las esclavitudes que todos los hombres padecen.
Pero José tiene el privilegio de haberse dado cuenta de ello.
¿Cree en
la utopía?
No, a mí no
me interesa, ni la utopía, ni dios, ni la historia, ni la inmortalidad, ni el
futuro. No tengo capacidad abstracción para ninguna de estas entelequias. Tengo
sí, la urgencia de hacer de mi vida algo útil, que repercuta en la gente. Hay
una sola consigna que acepto en estos momentos: otro mundo es posible. Lo dice
la gente del foro de Porto Alegre. Son la gente de Le Monde que defienden la
aplicación de la “tasa Tobin” en las transacciones internacionales. Bueno,
esto, la “tasa Tobin”, no es una utopía. Los expertos dicen que en tres o
cuatro años se podría acabar con el hambre del mundo si se aplicara la tasa
Tobin. En esto creo.
¿Es
difícil convivir con un escritor?
Un día le dije: José, estás insoportable. ¿Estás a punto
de tener una idea para comenzar una novela? Acababa de publicar El
hombre duplicado, y habían pasado unos meses.
Yo le decía: José está pasando algo en ti y tú no quieres darte cuenta. Al día
siguiente tenía la idea del Ensayo sobre
la lucidez y me tuvo que reconocer que tenía
razón. Hay momentos en los que por dificultades en la narración o directamente
por lo que implica la dureza de lo que está contando, el autor está tenso. Y
entonces hay que andar de puntillas y tener mucho cuidado.
¿Hasta qué punto la traducción es un
trabajo de creación?
Yo creo que
un buen traductor no tiene un trabajo libre. Un buen traductor lo que tiene que
tener muy claro, y saber muy bien, y dominar muy bien, en su propio idioma. Y
luego tiene que tener un sentido de la fidelidad a prueba de bombas. Por eso
quizá no sean los escritores los mejores traductores de otros escritores porque
de pronto sienten la tentación de dar una pincelada.
Saramago
siempre habla en un nosotros que la incluye a usted de manera muy profunda...
Desde el
punto vista intelectual yo sería una imbécil si dijera nosotros. Porque no
somos nosotros, es él y a otra distancia estoy yo. Pero como hombre y mujer,
como pareja, ahí sí somos nosotros. Entonces ahí queda la sabiduría que da la
convivencia.