La
literatura es también un espacio lúdico de la palabra. Y que todo sea posible
en la escritura resulta una condición de la poesía contemporánea. En Los
poemas del coronel Aureliano Buendía tenemos un muestrario de esa
juguetería que es la literatura contemporánea. Ramiro Oviedo (Chambo, Ecuador,
1952) conjuga en esta propuesta poética la estrategia del manuscrito
encontrado, la asunción del personaje literario que se define desde una
escritura, la construcción del diálogo de los textos literarios y, al mismo
tiempo, nos ofrece una palabra poética que fluye desde lo conversacional.
El
poeta se convierte en un alquimista que reinventa textos y les da nuevas
significaciones a partir de otros textos ya conocidos. Oviedo ha imbricado su
escritura en las páginas de Cien años de soledad para descubrir, desde
la invención, los poemas que se salvaron del fuego bilioso del coronel. El
poeta nos descubre un palimpsesto en el que la escritura del coronel Aureliano
Buendía va siendo revelada a través de sucesos ficticios que se han ido
superponiendo a la no menos ficticia palabra poética. Y, sin embargo, como
decía Flaubert, “todo lo que inventamos es cierto”. Así lo señala el propio
Oviedo sobre este poemario: “Haberlos hallado es en sí un milagro. Y si todo milagro
es una mentira, como la novela, estos treinta y tres poemas son los hijos
legítimos de una mentira ejemplar, donde se oculta más de una verdad
escandalosamente invisible.”
Los poemas del coronel Aureliano Buendía es un libro que dialoga literariamente con
un texto emblemático de la literatura latinoamericana e introduce una dimensión
nueva en un personaje ya clásico como es el coronel: nos presenta al miliciano
rebelde, consumido por sus derrotas, recluido en su taller donde fabrica
pescaditos de oro, recreado ahora en su faceta de poeta. Al mismo tiempo, es un
poemario que encierra el desasosiego causado en el espíritu del ser humano por
causa de la violencia y el desamor.
Estos
poemas —homenaje de un poeta ecuatoriano a García Márquez, el maestro colombiano
de nuestra América— son fieles al mundo novelesco y sacan partido de esa
referencialidad textual pero los poemas están también, por sí mismos, cargados
de un hálito poético propio con el que toca directamente a sus lectores. En
“Balance” está toda la carga de la soledad que lleva encima el coronel: “Al
filo de mis cincuenta años sólo soy una chatarra de coronel. / Mi botín, un
flechazo en cámara lenta, / una gota de melancolía que se muere de sed, / la
embriaguez que colmó el vaso, / un goce diminuto torturado a tiempo completo.”
La
segunda parte de este libro, Cóctel molotov, es una antología personal
de los poemas que Ramiro Oviedo considera más significativos en el desarrollo
de su obra poética. Este muestrario nos permite acercarnos a la obra de un
poeta conversacional de primer orden, a una poesía cargada de vitalidad y
desparpajo, a una estética dolida de la cotidianidad del ser humano.
Los
ingredientes de este cóctel nos dan una bebida explosiva en la multiplicidad de
sus sentidos. La “cédula de identidad” con la que abre la muestra nos indica el
derrotero para una lectura desenfadada tanto como el propio poemario: “soy lo
que soy / poeta sin corbata / ni más ni menos que el panadero de la esquina /
un poeta gratis / no un poeta barato / alérgico al Parnaso Cía. Ltda.”
La voz poética de estos textos es provocadora, desacralizadora y, en estos
tiempos espantosos en la que los escritores parecen haberse convertido en
entelequias descomprometidas del mundo, no le teme para nada a la toma de
partido. Por ello Ramiro Oviedo, al igual que Gabriel Celaya, parecería decir
también: “maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales
[…] maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.”
El
poema “Mama Marilyn” viene muy a propósito del cincuentenario de la muerte
—¿asesinato?—, conmemorado por el mundo el año pasado, de quien se convertiría
en un mito contemporáneo. Con un tono de crónica, la voz poética pasa revista
por la vida de Norma Jeane Baker, que se transformaría en Marilyn Monroe, “la
actriz del séptimo arte / que murió convencida de haber asesinado su sombra,”
debido a la construcción iconográfica de Hollywood. Un poema que testimonia esa
idolatría que ha generado M.M. y también esa rabia contradictoria frente a la
cultura del espectáculo que, habiéndola creado, también la destruyó: “Quedó
como una escultura de cera / en un candelabro del altar de los sacrificios de
la Twenty Century Fox”.
Una
suerte de “memorial de agravios” evocado por una voz poética desterrada por voluntad
propia; una retahíla de fracasos políticos, humanos, artísticos en una sociedad
caracterizada por la desesperanza; un cántico furibundo, anárquico, doloroso
dada la imposibilidad de triunfar en una lucha social; todo lo dicho se
concentra en ese monólogo poético que es “pedrada en ojo tuerto”, un poema
marcado por la huida del sujeto de palabras —que se siente inútiles pero
no lo son, no lo serán jamás— confrontado al sujeto de la acción, a ese
que va cayendo en una lucha desigual y sin futuro, marcado por la búsqueda de
otra vida en otra parte no sin cargar con el peso de la culpa del que se va:
“es que a veces —sin querer— / se me cae la cara de la pura vergüenza / de
estar vivo / al pie de la memoria / y con mis cicatrices enteritas”. Poema
escrito con mucha dureza, con imágenes desagarradas, con una tremenda fuerza
política —aunque quien lo lea no concuerde con los postulados ideológicos que
sostienen al texto.
El
conjunto de poemas de esta segunda parte del libro también recoge la
experiencia migrante del propio poeta. “París ha muerto” es un ejemplo del
desarraigo y la mimetización. Imágenes atrevidas que buscan una visión alejada
de las postales: “una manera decente de vivir en París / tal vez la más
conveniente para mí, sería en calidad de perro / pero un perro fucsia, con
granos de café en los ojos / para ver más allá de allá de allá. / un perro
rodeado de amigos perros.” Una muestra de humor —otra de las características
que atraviesa el poemario—, y de recuperación estética de la sencillez de la
vida popular, es “Pancho Villa, embajador en Francia”, poema-viñeta, muy de
atmósfera rulfiana, en la que la voz poética se refiere al mexicano Eraclio
Zepeda, embajador de México ante Unesco, y su parecido físico con el mítico
revolucionario. Debido a ese parecido, Zepeda hizo de Villa en México
insurgente, la película de Paul Leduc basada en el libro homónimo de John
Reed, estrenada en 1970, y el poema de Oviedo se encarga de contar una preciosa
anécdota de cómo en el imaginario popular la figura de Villa continúa luchando
por las libertades.
Este
libro de Ramiro Oviedo —que es un cóctel de varios poemarios de su autoría y
que ratifica de manera fresca para los lectores la confianza “en la poesía de
uso diario / como los fósforos”— inaugura la serie Escritores ecuatorianos que
la Embajada de Ecuador en Colombia y la editorial Con las Uñas ofrece,
particularmente, a la ciudadanía lectora de Colombia, este país de Historia compartida,
de frontera sobre cuya línea de esperanza habremos de construir la paz día a
día.
“Un nubarrón se había colgado sobre Macondo./ El cielo se agitaba como diablo en botella. /El viento mostraba sus dientes de perro”… Si todo lo que inventamos es cierto también es posible el milagro de llegar a descubrir las huellas de una escritura antigua mediante la invención de una mágica realidad. Con este método Ramiro Oviedo rescata de la ceniza a la que hubieran estado condenados los poemas del coronel Aureliano Buendía desde aquella vez en la que, éste, con su mala bilis de masón, entregara a Santa Sofía de la Piedad un montón de papeles ( sus poemas) para que con ellos encendiera el fogón. Al fin y al cabo los poetas tenemos la necesidad de nutrirnos unos a otros y ya lo dijo Eliot:“ poeta enteramente original es un poeta enteramente malo”
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