José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, mayo 30, 2010

(pre)texto de una elegía para jorgenrique [adoum, por más señas del curriculum mortis]


Hoy día, en la Mitad del Mundo, se realiza el pregón del II Encuentro Internacional de Poetas en Ecuador, 2010, Poesía en Paralelo O. Uno de los actos del encuentro es un homenaje a Jorge Enrique Adoum (1926 - 2009) que consiste en la lectura de uno de sus poemas y la recreación del mismo por parte del poeta participante. Yo escogí "en el principio era el verbo". A continuación el inimitable poema de Adoum y "el pobre palabreo mío". (Gracias a Bonil por darnos esa hermosa caricatura de JEA con la que ilustro esta entrada).

en el principio era el verbo
Por Jorge Enrique Adoum (1926 - 2009)

te número te teléfono aburrido
te direcciono (callo caso y escalero)
y habitacionada ya te lámparo te suelo
te vas te enfósforo te libro
te disco te destoco te desvisto desoído
te camo te almohado enciendo descobijo
te pelo te cadero me cinturas
nos trasvasamos labio a labio
me embotello en tu adentro
nos rehacemos te desformo me conformo
miltuplicada tú yo mildividido

de “Prepoemas en posespañol”, en No son todos los que están, 1979.

(pre)texto de una elegía para jorgenrique
[adoum, por más señas del curriculum mortis]


te palabro te memorio te presente
texto con personaje, los (pre)textos
tus prepoemas, tu poslenguaje.
tu/mi ecuador amargo, yaravioso
tu corazón maltrecho de tanta patria
ladrimugidolúgubre tanto.
bendita bichito entre todas
pielicarne, amalgama, convexada-concavida.
te indignación mundoalrevés
te rabia dolohorror la encuadernada tierra
triste estremecimiento de la inteligencia
amigente felicisteza avodkada,
jorgenrique, escriturante sumergido,
transeúnte y aprendiz, reflotado
en la angustia de la literatura:
te permaneces, te persistes —poetamente.

Mayo 30, 2010

lunes, mayo 24, 2010

En la ciudad se ha encontrado al novelista de una novela perdida








Presentación de En la ciudad se ha perdido un novelista. La narrativa de vanguardia de Humberto Salvador, de Raúl Serrano Sánchez. (Quito, Ministerio de Cultura de Ecuador / UASB, 2009).
Auditorio de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Jueves 29 de abril de 2010.


En una entrevista a Wilfrido Corral publicada recientemente [Rodrigo Villacís Molina, “La polémica es parte del oficio”, entrevista a Wilfrido Corral, Mundo Diners (Quito) # 334 (marzo 2010): 20 – 26.], Rodrigo Villacís, al formular una pregunta sobre Humberto Salvador, le dice a su entrevistado: “ya dije en otra oportunidad que tú has venido a rescatarlo” y Corral responde que “estaba olvidado, en efecto,” y explica que al ser consultado por una editorial española él sugirió el nombre de Salvador y de En la ciudad he perdido una novela para su publicación. A continuación, Villacís afirma que aquí “se subestimó” a Salvador. Corral responde que así fue al igual que se hizo con Palacio, “porque ninguno de los dos estaba en la línea del realismo social”. Más adelante, Villacís insiste en señalar a Corral como el académico que está “reivindicando” a Salvador y aquél hace una precisión: “También otros críticos y estudiosos, como se verá en el anunciado número de Kipus… ” [Se refiere al número de Kipus, de próxima aparición, que rinde homenaje a los escritores cuyo centenario se celebró en 2009: Demetrio Aguilera Malta, Ángel F. Rojas y el propio Salvador, entre otros.]

Parecería que en nuestro medio cultural nos estamos acostumbrando a escuchar opiniones desinformadas y tendenciosas como que si fueran juicios definitivos e inobjetables. Con Pablo Palacio sucedió algo parecido. El mismo Wilfrido Corral, Leonardo Valencia y otros esgrimieron la tesis de que Palacio había sido un escritor marginado por cuanto no adhirió al realismo social y que ellos lo estaban reivindicando. En la introducción que hice a la obra narrativa de Palacio publicada en la Biblioteca Ayacucho demostré cómo la obra de Palacio ha tenido, salvo en el período dominado por los epígonos del realismo social, una recepción celebratoria [Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, # 231, 2005]. Tanto Un hombre muerto a puntapiés como Débora fueron muy bien recibidas por los escritores, compañeros de generación de Palacio, puesto que todo ellos estaban enfrentados a los epígonos del romanticismo y del modernismo. Sin embargo, cuando apareció Vida del ahorcado, dado que el realismo social fue la ruta del movimiento vanguardista y su politización expresa, las opiniones de sus compañeros de generación se dividieron. La cubana revista de avance, Raúl Andrade, Gonzalo Escudero, todos ellos elogiaron los cuentos de Palacio. La novela Débora, también tuvo una recepción elogiosa. Y es sabido que la crítica consagratoria de estos dos libros llegó de manera temprana con un artículo de Benjamín Carrión publicado en su memorable Mapa de América, en 1930.

Palacio fue incluido, sin bien con alguna incomprensión teórica, en la Biblioteca Ecuatoriana Mínima, publicada en 1960. En 1964 la Casa de la Cultura Ecuatoriana publica la primera edición de las Obras completas. Los jóvenes escritores de La Bufanda del Sol fueron los primeros en apropiarse de la figura de Palacio —a tal punto que en julio de 1974 le dedicaron el número ocho de su revista que circuló con el póster que sirve de ilustración a la portada de este libro—, para convertirlo en un antecedente de sí mismos dentro de la tradición literaria ecuatoriana. De ahí en adelante, sus obras fueron publicadas en varias ediciones aquí y en otros países y los estudios se multiplicaron hasta llegar al canónico trabajo de María del Carmen Fernández [Me refiero a El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30, Quito, Ediciones Libri Mundi, 1991.]

Al parecer se quiere hacer lo mismo con Salvador. Los hechos, sin embargo, son los que desmienten a quienes realizan afirmaciones antojadizas. Para empezar, tanto Villacís como Corral silencian en la entrevista la edición de En la ciudad se ha perdido una novela, que estuvo a cargo de María del Carmen Fernández y que apareció en 1993 [Humberto Salvador, En la ciudad he perdido una novela. [1930], Estudio introductorio de María del Carmen Fernández. Quito, Libresa, Colección Antares # 94, 1993]. Suficiente tiempo para que un periodista especializado y un crítico se enteren acerca de la aparición de un libro. Pero, además, parecería que desconocen la publicación de La navaja y otros cuentos, (1994), que incluye textos de Ajedrez y Taza de té, la novela Trabajadores, incluida en la colección “La gran literatura ecuatoriana del 30”, (1985) , o del cuentario Sacrificio, en la colección “Letras del Ecuador” (1978) , pues en la entrevista Corral afirma, y Villacís acepta, que Salvador fue un escritor relegado, que ha sido olvidado por cuanto no adscribió al realismo socialista, y que ahora Corral va a la cabeza del rescate. La realidad, no obstante, es bastante más compleja.

El libro de Raúl Serrano En la ciudad se ha perdido un novelista. La narrativa de vanguardia de Humberto Salvador, viene a poner en orden ciertas afirmaciones por cuanto toma en cuenta, para afinar la visión acerca de un autor y su obra, los claroscuros que siempre existen en el análisis de la producción literaria. El libro de Raúl Serrano clarifica la recepción de la obra de Salvador, su tránsito estético, y las vicisitudes de todo autor en su periplo vital y su producción literaria, concentrado en el análisis de los libros de su etapa vanguardista. “Salvador, cuya obra de vanguardia en su momento fue muy bien comentada por la crítica extranjera y en algo la local, después del ciclo de su narrativa vanguardista, opta por la literatura proletaria, o adscribe al ‘realismo integral’ con novelas como Camarada [1933], Trabajadores [1935] y Noviembre [1939], textos que lo convertirán en la figura del supuesto ‘realismo socialista’, del que no es ni epígono peor su cultor.”

Para evitar apropiaciones y elogios fáciles, lo primero que debemos considerar para un análisis adecuado de la obra de Salvador, es lo que señala Raúl Serrano en su libro: “En los trabajos críticos que dan cuenta de la obra y la generación del 30, la obra de ruptura de Salvador es omitida o relegada, destacándose su literatura proletaria.” En otras palabras, no es que Salvador sea un autor al que se ha relegado de manera intencional por cuanto existe una entelequia estéticamente atrasada que todavía hoy desconoce la validez de los textos de la vanguardia. Si precisamos las cosas, Serrano nos plantea que Salvador es un autor cuya obra vanguardista fue silenciada por incomprensión estética y sectarismo político pero cuyo reconocimiento se da por la literatura proletaria que produjo. La tarea que se viene desarrollando en los últimos años, entonces, ha sido la de releer a Salvador desde sus textos vanguardistas y entender, entonces, que la llamada literatura proletaria que escribió es de un espesor mucho más profundo que la del realismo socialista propagandístico.

En el prólogo a la obra de Pablo Palacio, editada por Ayacucho, ya señalé que Salvador se mueve desde el vanguardismo de técnica pirandelliana de En la ciudad he perdido una novela, hacia el realismo integral de Camarada (1933) —novela en la que Freud y Marx son los símbolos de los nuevos tiempos— y Trabajadores (1935). En En la ciudad…, el narrador – autor, que recorre Quito de manera reflexiva, asume para el texto literario la imposibilidad de la ilusión realista:

En mi ciudad andina pueden encontrarse argumentos de toda clase, para todos los gustos, que satisfagan todas las doctrinas.
Cada barrio simboliza una tendencia. Tiene motivos y personaje propios, para hacer triunfar su norma estética.
[…]
La vanguardia se puede buscarla en la ciudad a través de todos los barrios.
Pero la emoción novelesca es forzoso encontrarla en Victoria. Ella es la belleza estilizada, no el interés de la farsa. La novela perfecta sería la que sin personajes ni argumento, presentara a Victoria desnuda en su maravilloso ritmo [énfasis añadido].

En cambio, en Trabajadores, novela que exhibe la injusticia del capitalismo, el narrador vislumbra a Quito, ya no como la ciudad – espacio en la que construye una novela imposible sino como una ciudad donde la tristeza y el dolor existen como realidades sociales:

Después de la medianoche, la ciudad de Quito es un cementerio. Se paralizan sus movimientos. Huye de ella la vida.
Tiene la pobrecita ciudad una tristeza opaca. Es como si se hubiera hundido en la muerte.
En los arrabales cantan las guitarras de los novios. Quejidos hondos, entrañables. El trago puro consuela a los vagabundos. Sombras, dolor.
El policía es el único real. El simboliza toda la pena escondida. Angustia, frío. Ausencia de mujeres. Deseo sexual siempre insatisfecho. Hambre. Así es para el pobre la ciudad de Quito.

Así, en estas dos novelas, Salvador se constituye en un ejemplo de cómo la noción de vanguardia se desplazó hacia una literatura ubicada en la vanguardia revolucionaria a partir de la temática escogida y que terminó renegando —o que fue silenciada por la imposición de una nueva práctica estética y porque no pudo superar el rechazo que desde un primer momento originó en la crítica oficial, todavía ligada al modernismo— de su línea primigenia.
En general, la crítica ha opuesto, por ejemplo, al vanguardismo contra el indigenismo como dos expresiones completamente divorciadas. En el caso latinoamericano resulta curioso que durante la década del veinte, al mismo tiempo que aparecen Memorias sentimentales de Juan Miramar (1924), de Oswald de Andrade, El juguete rabioso (1926) y Los siete locos (1929), de Roberto Arlt, o La tienda de los muñecos (1927), de Julio Garmendia, también se publican La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, o Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos. Sigo creyendo que la presencia de estas obras comprueba que la vanguardia latinoamericana encontró varias vías de expresión que fueron desde el ultraísmo hasta el indigenismo, pasando por el nativismo y otras tendencias. Raúl Serrano comparte esta tesis en una entrevista reciente, a propósito de la presentación de su libro, en la que él responde: “En la generación del 30 todos son vanguardistas para su tiempo. El realismo y el indigenismo fueron la vanguardia.”

Uno de los valores, justamente, del libro de Raúl Serrano es que se concentra en el análisis de los textos del periodo vanguardista de Salvador logrando una lectura contemporánea de los mismos y, por tanto, dando complementariedad a la visión que sobre la obra de Salvador podemos tener hoy día. Al mismo tiempo, toma en cuenta el ensayo de Salvador Esquema sexual, como un elemento constitutivo de la estética vanguardista del autor, considerando que

no es un mero receptáculo de los planteamientos freudianos, sino que, a partir de esos postulados, lleva adelante todo un trabajo de aplicación y de hermenéutica respecto del régimen sexual imperante en la sociedad de su tiempo. Este ensayo no ha perdido vigencia a pesar de los nuevos debates que en torno al psicoanálisis se han dado en estos años, creemos que su vigencia se mantiene porque su mérito estriba en ser una suerte de para-texto dentro de lo que es la vanguardia ecuatoriana, quizás uno de los pocos y extraños casos que operaron en América Latina a este nivel.

En este sentido, Raúl Serrano plantea que la obra realista de Salvador no debe ser ubicada dentro de los cánones del realismo social, entendido éste como la obra literaria escrita desde una visión plana y propagandística de las tesis marxistas, sino como la elaboración estética de un realismo integral que por la profundidad de los personajes, por la complejidad humana de las situaciones vitales y por el punto de vista crítico del narrador, hace de las novelas citadas de Salvador, textos de un realismo proletario preocupado por construir una palabra artística capaz de bucear, de forma problemática, en la condición humana.

Ahora bien, Raúl Serrano sí ajusta cuentas en su libro con la tradición crítica que relegó la obra vanguardista de Salvador y que redujo al escritor a ser un representante del realismo socialista, en el sentido más literal de dicho realismo. Ese ajuste de cuentas contribuye de forme notable al enriquecimiento del debate que reconstruye la presencia de un movimiento de vanguardia vigoroso en su época en nuestro país, en el que los nombres de Salvador, Palacio y el de Hugo Mayo son imprescindibles.

Para evitar arrogarse méritos que corresponden a varios intelectuales y a un proceso de la crítica generada en el país, tanto Villacís como Corral deberían saber que, como indica Raúl Serrano en su libro: “Desde 1990, la obra de Humberto Salvador ha entrado en un proceso de relectura y revaloración, dejando atrás el terrible silencio al que fue condenada, y del que ha sabido salir dispuesta a conquistar esos lectores que aparentemente no existían, cuando sucede que sólo estaban extraviados.” Este proceso de relectura y revaloración no ha terminado, por supuesto: todavía la obra de Salvador se enfrenta al desconocimiento de un sector de la crítica, como bien lo señala Raúl Serrano al constatar la ausencia de Salvador como cuentista en una antología reciente, publicada por Alfaguara, con el auspicio del Ministerio de Cultura, preparada por Mercedes Mafla y Javier Vásconez [VV. AA., Antología de cuento. Literatura de Ecuador. Selección de Mercedes Mafla y Javier Vásconez, Madrid, Alfaguara, 2009].

En la ciudad se ha perdido un novelista. La narrativa de vanguardia de Humberto Salvador, de Raúl Serrano, es un excelente trabajo académico, escrito con la fluidez de un narrador, que contribuye al debate sobre las vanguardias a partir del análisis de la poco estudiada narrativa vanguardista de Salvador, que realiza una documentada lectura contemporánea de su obra en este proceso de revaloración de la literatura de Humberto Salvador.

miércoles, mayo 19, 2010

Barro blasfemo o la irreverencia del arte y lo cotidiano

Presentación de Barro blasfemo, de Ivón Gordon Vailakis
Casa Cultural Trude Sojka, Miércoles 6 de mayo de 2010


La fecundidad de la tierra es una llamada y una llamarada. A ella asisten los elementos prestos para que la vida germine. En ella se incendia la presencia múltiple del ser. Del beso de la tierra con el agua, el barro, como en el mito bíblico de la creación, se convierte en el dador de vida, en la materia hecha símbolo, ennoblecida por cuanto condensa el milagro por el que existimos. El barro como memoria de la nada desde donde fuimos sacados por las manos de un creador; como dolor de la nada en la que nos convirtieron las manos de un destructor; como fiesta del todo que seremos, irreverentes ante la muerte por la persistencia vital de la palabra.

Ese barro primigenio de donde emergió la vida, ese barro simbólico de nuestra condición transeúnte, ese barro endurecido en el que impregnamos nuestra breve historia mundana. Esa mezcla de tierra y agua se disemina en la palabra de la poesía para convertirse en la realidad metafórica de los que soñamos de día. Ivón Gordon Vailakis, en Barro blasfemo nos convoca, desde un comienzo, a vivir impregnados, preñados de palabras que son paridas en la piel del texto poético: “Las palabras crecen, brotan, echan sus raíces dentro de mí, vivo en un embarazo continuo, mi vientre se conecta a otra vida, esa vida que me lleva a vivir otras vidas. […] Vivo embarazada y doy a luz continuamente.” (p. 9)


Ivón Gordon, partiendo de un exergo tomado de Edgar Allan Poe: “Aquellos que sueñan de día están conscientes de muchas cosas que se escapan de aquellos que sólo sueñan de noche,” trabaja la imaginería del sueño y la ubica como uno de los elementos esenciales de la vida embarazada de palabras: “Esa vida duerme el sueño de la memoria. Duerme y se despierta con el ritmo de la vida” (p. 9). Se trata, como sucede en todo trabajo creativo, de una tarea de hacer y deshacer, como la voz poética dice que trabaja el bordado de las dos almohadas: “Hay veces que el bordado se confunde y sin darme cuenta, / jalo los hilos para empezar de nuevo.” (p. 11). Es el sueño, ya no como fantasma, sino como presencia que acompaña, que da calor, que da vida a las cosas; y también, es el sueño como espacio que aguarda la realización de aquello que sucede en otro espacio, ese que el ser humano sabe inexorable: “Nada está afuera / del azar y la muerte. / Las manos descansan en los muslos, / como gotas de ámbar en el umbral de los sueños. (p.81)


Con dos elementos trabaja la poeta en su libro: la tierra y el agua. El uno como permanencia de la memoria del horror transformado en arte; el otro como purificación de lo cotidiano, como presencia que de un rito destinado a desacralizar el rito mismo y convertir en ritual aquello que pasa de largo ante los ojos de quienes únicamente sueñan de noche: “El agua cae como gotas de lluvia, / y se da la vuelta en el día.” (p. 32) La contemplación en el espejo del ser que ejecuta los actos cotidianos de limpieza personal en cada mañana termina convirtiéndolo en oficiante de un rito de purificación y lo transforma, metafóricamente, en el elemento del rito: “Eres el agua que borbotea / en la fuente a la entrada de la casa. / Eres como decir lluvia / llueve.” (p. 34)


Ese proceso de ritualización de los actos cotidianos, esa conversión de la realidad vulgar en un hecho extraordinario a través de la contemplación volcada en la palabra poética, esa mirada iluminada de lo rutinario gracias a la imagen que quiebra los bordes de lo racional, nos acerca a la purificación profana: “Me lavo las manos como si fueran estrellas de mar. / El agua corre por las manos / y se oculta entre las rocas, / creando lagunillas con los pájaros.” (p. 35)


La desacralización del ritual y la conversión de lo profano en sagrado se mueve hacia lo escatológico y, enmarcada en el silencio de la introspección, nos devela, en términos blasfemos, el sentido ritual de aquellos espacios socialmente despreciados, silenciados: “La taza del escusado / es el templo sagrado donde descansa el agua, / donde no necesitas ninguna respuesta, / donde todo está en total armonía.” (p. 37) Así, por efecto de la evocación poética, tenemos a la taza, sanitario, reservado, privado, retrete, inodoro —aunque su naturaleza es la de albergar olores fuertes, pestilentes— o, simplemente, letrina, convertida en un templo del agua, un lugar de purificación: el ser humano que se busca permanentemente en todas partes, también se encuentra consigo mismo ahí, en ese lugar denigrado, las más de las veces nominado con circunloquios, silenciado.

La figura del espejo constituye otro espacio de encuentro del ser consigo mismo. Una suerte de matrimonio de imágenes, de conjugación de lo que se es y de lo que se quiere ser, de intento por tocarse el cuerpo a través del juego de complementariedad de uno mismo que es todo espejo: “Has conseguido unir / las dos fuerzas / en un matrimonio frente al espejo. // Has unido al azar / las fuerzas que se pelean: / la ternura y la abnegación / se dan la mano, / el deseo / un pálpito inconsciente.” (p. 16) El azogue es también el lugar para la fantasía, para ver en él no lo que existe sino lo que se quiere ver, para dar en él ese paso imaginario que, en el poemario, siempre está rompiendo los límites de lo real: “Mientras ves en el espejo un río lleno de peces. / Ha llegado el momento de recapacitar / como decir vagar / vaga / vagas incesantemente, / porque no eres el abrigo de lana que cuelga en el ropero, / ni eres las zapatillas de ballet escondidas en una esquina, / ni eres el viaje de un bisonte lleno de espanto.” (p. 33)


¿Cuál es la magia que poseen los espejos? ¿Cuál, ese secreto escondido que nos espera agazapado detrás de la imagen de nosotros mismos que el espejo nos devuelve con aparente inocencia? El espejo tiende a multiplicar lo que somos en su dimensión festiva y en su dimensión horrenda; ahí estamos prestos a ser reproducidos pero no para dispersarnos sino para complementarnos: ser nosotros y la imagen de nosotros mismos confrontados en el silencio: “El espejo queda / porque siempre queda, / No importa lo que busques / para completarte, completarnos, / porque sin importarle nada / cada noche te espera sin pedir nada.” (p. 73)


Pero el ser que se mira y se reproduce en el espejo es un también un ser transeúnte, un vagamundo que lleva en sí la memoria de los sabores culinarios, el inventario de las tradiciones que lo mantienen signado por una historia cultural y que anda con sus raíces a cuestas que, es como decir, camina con el peso leve del hogar sobre sí mismo para sobrevivir la diáspora histórica y la contemporánea:

El hogar lo cargas en la espalda
y el toldo de tu carpa
lo plantas en cualquier sitio del mundo.
Los berros, la cebollina, la lechuga
también los planto en cualquier sitio de la tierra.
Ese es el destino del que lee las cartas,
del que es nómada por tradición o por destierro,
del que no tiene rumbo fijo, y el mundo
es su casa. (p. 52)

La tierra, ya señalada como elemento de trabajo poético, está presente en una de las partes más dramáticas y cargadas de sentido histórico que es la dedicada a Trude Sojka, la artista de origen checo que vivió en Ecuador desde que fuera liberada del campo de concentración de Auschwitz y que legó su obra al Ecuador. Una parte importante del trabajo de Trude Sojka se sustenta en la memoria del Holocausto: se trata de que esa memoria del horror permanezca para que nunca más el ser humano sea capaz de un genocidio de tal magnitud pues la artista checa incorpora también los otros genocidios, más recientes y menos conocidos en su memorial estético:

Cómo empezar a hablar de una mujer
de tamaño menudo que con sus manos
transforma el cemento en un acto
de dolor y memoria.
Cómo explicar sus manos abiertas
que adornan de guirnaldas el lienzo. (p. 48)

El barro, el elemento primigenio, es recuperado por las artistas, por Trude y por Ivòn, por la primera, en su el esplendor de su materialidad, por la segunda, en la extensión de la palabra poética, para perpetuar la memoria. ¿En qué consiste la blasfemia? Tal vez en la irreverencia que significa ennoblecer un elemento común para que sea el portavoz de aquello que, como humanidad, necesitamos perpetuar: “Cómo explicar sus manos en movimiento / creando monstruos del holocausto en el cemento.” (p. 48). Frente al horror, nos queda faltando siempre explicaciones, nos queda la existencia de la irracionalidad y la perversión humanas: dolor y memoria, horror del alma: “Cómo explicar el misterio / que cae sobre la piedra del primer aliento, / cómo explicar / el rugido ancestral / del barro blasfemo.” (p. 49)


Barro blasfemo, de Ivon Gordon Vailakis, es un poemario que, desde la irreverencia, desde una desacralización de los símbolos, recupera a la tierra y al agua como elementos constitutivos de una particular búsqueda del ser errante. En él, el barro se convierte en símbolo de la memoria que permanece convertida en arte.