Mi lectura del poemario ha tenido presente desde el comienzo el ciclo de canciones de Franz Schubert (1797 – 1828), Die schönne Müllerin (1824), basado en el texto homónimo de Wilhelm Müller (1794 – 1827). Leí los poemas mientras escuchaba una de las más famosas versiones del ciclo que es la interpretada por el tenor Fritz Wunderlich y Hubert Giesen, en el piano (1966), solo por el prurito de crear un ambiente romántico y no porque el poemario lo necesitara. Aunque, ciertamente, debido al título utilizado, resulta imprescindible tener en cuenta con qué otro texto está dialogando el poemario de Aguilar Mora.
El poemario se abre con una ambientación romántica seguida de una imagen plena de subjetividad: “Estás ahí, donde cuelga el farol en medio de la calle; / Estás ahí, donde el cielo se derrumba y la tarde cierra la puerta / A los recuerdos ajenos”, imágenes que se complementan con figuras que han derribado la lógica positivista para entrar en la historia sin historia del inconsciente: “Estás ahí, donde yo soy el hijo de mí mismo / Y mis pasos titubeantes hacen la pregunta de la Esfinge”. Así en ese tono, en general, está construida la voz poética del texto: un tránsito que va de la imagen imbuida de la ilusión romántica a la de la exacerbación irracional de la modernidad. La decepción amorosa de ciclo de Schubert – Müller ha sido reemplazada por la imposibilidad de la felicidad amorosa desde un comienzo del idilio en los poemas de Aguilar Mora.
La existencia del amor, en todo caso, es posible porque existe la palabra que lo nomina. Es en el lugar del lenguaje poético en donde puede realizarse a plenitud cuando su realización vital es, en sí, una frustración existencial: “…pero ¿qué tienen las palabras que no tienen / Ni sombra, ni huecos, ni partos, ni secretos? ¿Qué será lo que se puede / Buscar en ellas? ¿Tus palabras? ¿Las que ya me dijiste y yo oí y nadie oyó?” La ilusión del amor es posible porque existe la forma poética que lo contiene; desde esta perspectiva, somos románticos empedernidos, apasionados de la búsqueda, constructores irredentos de la ilusión de estar en-amorado. En el ciclo de Schubert – Müller el joven admirador de la molinera concreta la conquista y aquello lo lleva al paroxismo pues es incapaz de percibir lo que el descreimiento contemporáneo nos ha enseñado: que desde el momento mismo de la coronación de una cumbre empieza el descenso del jubiloso montañista.
Pero la tristeza nos baña porque creemos más en el concepto del amor que en el amor mismo y aquello provoca un desgarramiento interior que se vuelve seña de identidad del amante contemporáneo. “Tú sólo piensas en el absoluto’, me dijiste un día, / Como si él fuera un pariente lejano que se robó mi herencia. / ‘Y te duele cada hoja que se mueve, te paralizas con la cólera del pobre, / Y la vida es más sencilla que pensarla, que buscarle una sombra que no tiene’.” Y es que esa hiperconsciencia que el sujeto contemporáneo tiene sobre la realidad, esa mirada cargada de sospecha, es tal vez lo que le impide asumir la ilusión romántica y aceptar la existencia de la felicidad sencilla.
El amante es también un transeúnte, un viajero que escapa del amor y su imposibilidad de ser feliz en la cotidianidad de ese amor. “Me voy para no dejarte mi cadáver. Me voy para morir donde nadie me vea morir.” El irse es una forma de huída y también una forma de construcción de la nostalgia en donde se realiza el amante toda vez que no resiste la realización del amor al constatar que nunca podrá tener para sí al ser amado, que siempre, aún en el presente orgiástico, deberá compartirlo con un tercero que permanece fantasma en la entrega de los amantes: “¿Desde dónde me miras cuando no estás conmigo? / ¿A dónde van tus senos cuando yo los toco? / ¿Con qué mundos se entienden tus piernas cuando te abres / Y con quiénes resucitas cuando llenas mi sangre con tus gritos?” Para el pretendiente de la bella molinera del ciclo Schubert – Müller la presencia del rival, el cazador tan temido, lo lleva a la huida del suicida con su muerte como consecuencia de la decepción amorosa.
El amor como una herida nos mantiene en la ilusión romántica. Esa herida que nos recuerda nuestra condición de vulnerabilidad frente a la inestabilidad de la pasión amorosa y que es presencia constante en las cosas y en nosotros mismos: “En cada cosa que tiene nombre veo la hechura de mi herida, / En cada nombre se repite tu herida, / En cada herida tuya veo los nombres de las cosas que ya no tienen nombre.” El nombre, la palabra, la nominación de las cosas, la fijación de su existencia: la voz poética se aferra a la memoria, a la evocación del amor ausente y sufre el desgarramiento de lo transitorio: “Te toco, te pierdo, te despierto, te dejo atada al sol, al hijo mío. / Sí, prefiero que todo se detenga, que tu nombre quede donde está, / Suspendido entre el deseo y la fragilidad del nuevo amante.” Vivir con la consciencia de esa pérdida es un imposible para el pretendiente romántico inocente de la bella molinera de Schubert – Müller, para aquel que no ha vivido en el mundo de los filósofos de la sospecha.
El amante romántico gusta de la sinrazón del amor. Hemos mantenido esa posibilidad de enloquecer de pasión, de asumir la irracionalidad de una pasión altanera como una alternativa a la realidad racional heredada de la modernidad. Así, la voz poética, evoca esa posibilidad de pervivencia del amor cuando el amante ya no está: “Sí, prefiero la locura, recorrer el transcurrir de tus cenizas, / Abrir la luz como un cuaderno de citas ya fallidas, / Horadarme con el último grito del sereno, / Atarme sin remedio al nudo invisible del silencio / Y dejar que el sentido mendigue su sentido.” El hablante lírico del poemario de Aguilar Mora, al igual que el pretendiente de la bella molinera de Schubert – Müller, sabe de la herida que siente en sí, sabe de la palabra en la que fluye como en el arroyo, el sentimiento, y sabe, también, que el amor trastorna sus sentidos.
Pero el amante de hoy tiene la certeza de que no existe más la edad de la inocencia. “Viniste a mí amando a otro que no dejaste de amar, / Viniste amando a todos los que seguías amando, / Viniste a recoger, con mano sabia, lo único que yo tenía / Y que en tus manos se volvería ceniza: ¿con qué hiciste la ceniza?” La pregunta es respondida: con qué sino con el pánico. Esa certidumbre de que la mujer amada tiene historia, que no es una ilusión que surge de la nada, que en esa historia el hombre amante es un capítulo más de la historia que continúa, determina la tristeza del amor: no la posibilidad de la pérdida sino la certeza que, de antemano, tenemos de esa pérdida. La única alternativa de creer es aceptar esta condición de una vez por todas. La ilusión romántica permanecerá ya sin una inocencia que era consecuencia pueril del poder patriarcal. La voz poética sabe que “el azar nos ofrece caminos semejantes. Y opuestos. / Como si tú siempre tuvieras dos sombras, / Y yo una ceguedad donde sólo nadie ve.”
La voz poética mantiene hasta el final la ambientación romántica y el sentido de la búsqueda como un viaje permanente del sujeto amoroso. “¿Dónde estás, bella molinera? No te busco a ti, busco el dónde / El sitio donde estaba el farol colgando en medio de la calle, / La puerta que se cierra, / Busco a quien me busca, que me espera de espaldas, / Porque mira a donde vamos, no de dónde vengo.” Y, en ese movimiento, en esa mirada, está el ser mirándose a sí mismo, en la posibilidad de permanecer en la ilusión, de ser en el amor. Seguimos siendo románticos y en un mundo en el que la racionalidad nos envuelve carecemos de lugar; perseguimos la felicidad del que busca el amor y sabe de su derrota anticipada por lo que la tristeza nos define; igual que la bella molinera, no pretendemos que nadie nos corresponda, nos basta con la ilusión y sólo somos felices en la constatación del sufrimiento por causa del amor que no puede ser y que, contra nuestra manía de tristeza, está:
Ella sólo quiere al que quiere rescatarla,
Y ama mientras quieran salvarla de sus miedos,
De sus perseguidores; pero nada más,
Porque ama que quieran rescatarla,
Pero no quiere rescatarse, no quiere ir nunca más allá
Del gran teatro del rescate: nunca se irá con el caminante,
Nunca se irá a ser libre. Sólo es feliz sufriendo
La bella molinera, de Jorge Aguilar Mora, es un ciclo de poemas que conjuga la tristeza del amor romántico en la posmodernidad con la esperanza en la poesía —embebida de racionalidad—, entendida como el espacio de realización plena de dicho amor; un poemario que canta al amor romántico, con plena consciencia de las nuevas condiciones de su existencia, como la utopía posible en medio de la felicidad imposible luego de perder la inocencia; un texto en el que trasluce la sabiduría vital del sufrimiento y la experiencia poética del un lenguaje libre, cargado de mundo.