José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, mayo 24, 2021

Humberto E. Robles (1938-2021), in memoriam

           

Humberto Robles (foto: Mercedes Robles)

Con sencillez y generosidad académica, en 1993, Humberto E. Robles aceptó ser, desde su primer número, miembro del consejo asesor de Kipus. Revista Andina de Letras, publicación de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Años más tarde, en 2018, con el mismo espíritu, integró el consejo asesor de otra revista que también fundé: Pie de página. Revista literaria de creación y crítica, de la Universidad de las Artes, de Guayaquil. Su tarea crítica comenzaba por una exigencia de sí mismo y un reconocimiento socrático del propio saber: «darme cuenta de mi ignorancia porque esa es una de las bellezas de exigirme, de trabajar y de estudiar, [darme cuenta] cuan ignorante es uno, cuan limitado es…»[1]. Para él, la función de la crítica radica en lecturas capaces de esclarecer e interpretar un texto, de tal forma que se lo valore inserto en su contexto cultural, y creía firmemente en las revistas académicas como espacios para el desarrollo de los estudios literarios.


            «Quisiera pensar que “lo nuestro” y lo cosmopolita me constituyen»[2], establecía Humberto Robles en su discurso de ingreso como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el 3 de julio de 2013. Ese discurso, que es una reflexión sobre Ecuador. Journal de Voyage, de Herni Michaux, entendido como poética de un mural que abarca tres mundos: el Atlántico, los Andes y la Amazonía, es también la génesis de un trabajo de mayor aliento titulado Michaux y su Journal de voyage. Hacia ecuadores y allende. Presencias, rastros y contrapuntos (con varios rescates y anexos) (2016), en el que Robles, desde una lectura cultural que va interrogándose sobre lo nuestro y su inserción cosmopolita, inserto en la tradición martiana de nuestra América, nos conduce por la ruta de Michaux y, al mismo tiempo, desentraña la mirada del otro sobre nuestro territorio y el ser que lo habita. Robles desarrolla cuatro líneas de lectura que se entrecruzan: 1) el empalme del diario de Michaux con la crónica de La Condamine; 2) el esclarecimiento del sentido del mundo y la tensión entre lo familiar y lo extraño; 3) la descripción de la enmarañada imaginería de la naturaleza y la cultura ecuatoriales; y 4) el enlazamiento del diario con la producción literaria del Ecuador en aquel entonces.[3]

           


«Mientras no haya una conciencia de nación no saldremos de la crisis»[4], dijo Robles y sus palabras corroboran el sentido general de su obra crítica. La visión del matapalo en el diario de Michaux estaba con la distinta misma mirada en Los Sangurimas, de José de la Cuadra, cuya obra es analizada en Testimonio y tendencia mítica en la obra de José de la Cuadra (1976): este libro ha fijado el basamento para toda lectura posterior de la obra de De la Cuadra en dos líneas: la representación de la situación histórico-social y la recuperación de la tradición oral de la cultura montuvia y su construcción mítica. Una particular disección de Robles es la que lleva a cabo a partir de la «Teoría del matapalo» con la que De la Cuadra abre Los Sangurimas y la estructura misma de la novela montuvia, entendido como motivo para cohesionar la memoria colectiva y las hazañas engarzadas en lo mágico y lo maravilloso: «La solución para ese problema de composición la halló en el insigne árbol montuvio: el matapalo»[5]. Este libro inaugural está dedicado a Mercedes Tort Capparelli, su compañera de vida, con quien estuvo casado cincuenta y ocho años.

           


La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción-trayectoria-documentos. 1918-1934 (1989) es un aporte fundamental, con documentación de primera mano, que expone una perspectiva nueva, compleja, llena de hallazgos, de lo que significó la presencia, el descrédito y el descarte de la noción de vanguardia en nuestro país. Hurgando en revistas literarias, periódicos y otras publicaciones de la época, que el autor tiene la gentileza de compartir con quienes leemos el libro, Robles propone una lectura crítica sobre un período en el que conviven varias vertientes de tradición y ruptura y enfatiza que, antes que hablar de vanguardia es mejor hacerlo de noción de vanguardia. Robles expone la recepción de la literatura de vanguardia por parte de la intelectualidad ecuatoriana y explica de qué manera la noción de vanguardia fue diluyéndose hacia la literatura social. Después de 1934, «se descartó y rezagó cualquier referencia a la noción o al vocablo en tanto la una como el otro representaban manifestaciones del espíritu burgués»[6].

           


De Pigafetta a Borges. Ensayos sobre América Latina (2016) contiene un conjunto de reflexiones rigurosas y de prosa que ilumina los textos que da cuenta de lo nuestro y del mundo. El viaje enlaza las aventuras de Pigafetta y Michaux, atraviesa los vasos comunicantes entre historia, ficción y perniciosos nacionalismos que desarrolla Borges y recala en el Guayaquil imaginado de la literatura. Este libro incluye dos ensayos claves para la literatura ecuatoriana: el uno, «Imagen e idea de Guayaquil: el pantano y el jardín (1537-1997)», es un recorrido por textos literarios de diversos géneros que dan cuenta del imaginario que ha sido construido alrededor de Guayaquil. En medio de las imágenes sobre la riqueza, abundancia y comercio del puerto, «perdura la sensación de una ciudad pujante, en marcha, no realizada, sin una identidad que se haya consolidado» con demasiados seres excluidos.[7] El otro es «Pablo Palacio: el anhelo insatisfecho», un texto que está en el inicio de las investigaciones de Robles sobre la vanguardia. En él, analiza las novedades vanguardistas de la obra de Palacio y enlaza la creación del personaje del Teniente, en Débora, con el procedimiento utilizado por Unamuno en Niebla. Ese mismo Unamuno, cuyo descubrimiento en los años colegiales llevó a Robles al campo de los estudios literarios que realizó en Columbia University y en Northwestern University.

            Humberto Eudoro Robles Cobos (Manta, 18 de agosto de 1938 – Miami, 20 de mayo de 2021), profesor emérito de Northwestern University, nos deja el recuerdo de su amor cotidiano por la familia, de su plática amena y socarrona, al más puro estilo de la oralidad montuvia, y un legado indeleble para la tradición crítica en búsqueda de una conciencia de nación.  



[1] Humberto Robles entrevistado por Carlos Calderón Chico, en Literatura, autores y algo más… (Guayaquil: edición de autor, c. 1983), 211.

[2] Humberto E. Robles, «Cual los imbéciles, buscando un bastón. En torno al enmarañado viaje de Henri Michaux al Ecuador», en De Pigafetta a Borges. Ensayos sobre América Latina (Barcelona: Paso de Barca, 2016), 43.

[3] Humberto E. Robles, Michaux y su Journal de voyage. Hacia ecuadores y allende. Presencias, rastros y contrapuntos (con varios rescates y anexos) (Barcelona: Paso de Barca, 2016), 29-30.

[4] Humberto E. Robles, «El país que inventamos choca con el país real», entrevista, El Comercio, 1 de agosto de 1999: C7.

[5] Humberto E. Robles, Testimonio y tendencia mítica en la obra de José de la Cuadra (Quito: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976), 198.

[6] Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción-trayectoria-documentos. 1918-1934 (Guayaquil: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Núcleo del Guayas,1989), 70. 

[7] Humberto E. Robles, «Imagen e idea de Guayaquil», en De Pigafetta a Borges…, 95.


domingo, enero 04, 2015

Platero, Juan Ramón Jiménez y yo



De pie, junto al pupitre de madera, con el libro en la mano, empecé a leer en voz alta: “¿No me has visto nunca, Platero, echado en la colina, romántico y clásico al mismo tiempo?”. Era un lunes y yo cumplía doce años; estábamos en clase de Castellano y, como todos los días, cada chico tenía que leer algún capítulo de Platero y yo. En esa época aún no existían los ruidos del entretenimiento de las redes sociales y todavía alguien podía leer en voz alta y el resto seguir con atención la lectura, sin desconcentrarse. Aquella mañana, la luz del sol de junio entraba por los ventanales del aula y las cabelleras de mis compañeros, domeñadas con glostora, relucían; y yo me imaginaba que así debía brillar el lomo, plata de luna, del asno: “Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba, ya muerto, sino en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano, ponerse el sol sobre el río…”.
El 12 de diciembre de 2014 se cumplieron cien años de la primera edición de Platero y yo y volví a tener entre mis manos el libro de aquellos años colegiales. En las primeras horas de aquel viernes revisé sus páginas y me topé con la bella caligrafía de mi madre, quien escribía mi nombre en la portadilla de mis textos escolares: César R. Vallejo Corral, I Curso “C”. Mi madre —cuya vida silenciosa se apagó, silenciosamente también, hace once años, el sábado 10 de enero— solía escuchar en las noches la lectura que yo le hacía de algunos capítulos del libro y suspiraba con esa tristeza que siempre llevó convertida en una luz tenue que alumbraba al prójimo desde sus ojos de cielo despejado. La melancolía de las páginas de Platero caía como un manto nocturno y mi madre y yo sonreíamos como dos huérfanos que comparten un mendrugo a hurtadillas.
El viernes 12 empecé de inmediato la relectura del libro y, a medida que iba avanzando en ella, fui compartiendo el mundo rural que la voz narrativa contempla en esa búsqueda juanramoniana de la esencia de las cosas, que está presente, por ejemplo en Piedra y cielo (1919): “¡Sólo queda en mi mano / la forma de su huida!”, y esa visión elegíaca del mundo que ya estaba en Arias tristes (1905): “Estrellas, estrellas dulces, / tristes, distantes estrellas, / ¿sois ojos de amigos muertos? / —¡miráis con una fijeza!—”. Entre 1914 y 1915, JRJ escribe Sonetos espirituales, y en “Nada”, parecería yacer el espíritu de aquella contemplación desde esa colina roja, clásica y romántica, que le permite al hablante lírico interrogarse por lo esencial del yo: “Que tú eres tú, la humana primavera, / la tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡todo! / … ¡y soy yo sólo el pensamiento mío”. La prosa poética de Platero y yo es, asimismo, premonitoria respecto a esa desnudez de la poesía, por cuya búsqueda padeció el poeta, y se expresa en la visión íntima del mundo que el yo lírico comparte con el asno, como si la cadencia de esa voz desvistiera a la rosa de su belleza literaria para convertirla en alma desnuda.
Platero y yo es un libro “en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero”, según el propio JRJ; un libro en donde la contemplación de la vida de la gente de los pueblos de la Andalucía de comienzos del siglo veinte y del paisaje rural parte de un sujeto que se sabe algo distante y distinto de aquel mundo, pues él anda tras la belleza pura; un libro en donde Platero y el lector somos los compañeros de aquel andante que nos permite escuchar su profundo soliloquio sobre la vida y el arte. La moraleja de la fábula no existe en este libro pues no es fábula y su autor confiesa que tiene “un horro instintivo” hacia los moralismo literarios: “Tú tienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor”, le dice a Platero mientras le promete que jamás hará de él un “héroe charlatán de una fabulilla”.
En el capítulo LX, “El sello”, JRJ narra cuánto soñaba de niño con tener un sello igual al de un amigo del colegio: “Aquel tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de plata y aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como un pájaro en su nido”. Cuando llega un viajante de escritorio a su casa, rompe la alcancía y con un duro que se encuentra encarga el sello. Con pueril angustia espera la llegada del objeto soñado hasta que, finalmente, cuando el correo trae el aparatico, nada queda sin sellar en la casa: “Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegio todo!: libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: Juan Ramón Jiménez, Moguer”. Hoy, yo también pongo mi sello a los libros de mi biblioteca. Es un sello que tiene una figura que combina el rostro de un mono, una pata de cangrejo y el látigo de la mantarraya, ya que soy originario de la cultura manteño-huancavilca; debajo de la figura dice: Biblioteca Raúl Vallejo.
La relectura de Platero y yo ha sido una regocijante experiencia de mirarme para dentro y revivir, tras cada breve capítulo, los rostros que poblaron mi adolescencia y aquellas pequeñas experiencias que me fueron haciendo el lector que soy ahora. Yo sugiero la relectura —o, llegado el caso, la lectura— de esta “elegía andaluza” como una manera de olvidarse de tanto ruido mediático: hay que disfrutar de esa mirada juanramoniana que poetiza el mundo y lo puebla de recuerdos, hay que saborear esa prosa poética impregnada de la tradición romántica y de un modernismo sin japonerías ni cisnes, una escritura poética que invoca tanto a Bécquer como a Darío. Al final del libro, me di cuenta de que algunos recuerdos de mis lecturas adolescentes viven en mí como las mariposas blancas que revolotean alrededor de las alforjas que carga Platero, detenido su vuelo en el cielo de Moguer.

sábado, diciembre 06, 2014

Escritura seductora e inteligente


Begoña Huertas (Gijón, 1965)

            La leí de un tirón en un vuelo de Madrid a Bogotá, el pasado 7 de octubre: la novela me envolvió en la realidad de la lectura y, por unas horas, me desconecté de la esquemática atención de las azafatas. Leer en las esperas de los aeropuertos y en los aviones es una práctica que aún mantengo para desconectarme por completo del móvil. En Una noche en Amalfi, de Begoña Huertas, el lector es atrapado por el drama escondido en los hilos sutiles que tejen la trama: a medida que vamos leyendo, vamos desentrañando con asombro la compleja vivencia que se esconde tras la aparente feliz cotidianidad burguesa de Sergio y Lidia.
Una noche en Amalfi nos ofrece el retrato de Lidia, una mujer libérrima que desafía el canon de la familia patriarcal y construye relaciones de pareja paralelas en distintos lugares del mundo, en una suerte de globalización de la vida doméstica signada por separaciones y reencuentros productos de los viajes laborales. Antaño se decía que los marineros tenían en cada puerto un amor y a nadie parecía asombrarle. El que una ejecutiva que viaja tenga en cada ciudad un amor, una familia, parecería trastornar todo el universo masculino. Al final, Sergio decide, de manera ambivalente, vivir con la mentira conociendo la verdad y es entonces que entendemos que sobrevivir a la mentira existencial puede ser una manera de alumbrar las intricadas pasiones humanas.
Una noche en Amalfi, de Begoña Huertas, tiene una escritura fluida e inteligente que seduce a quien la lee con situaciones asombrosas y humanamente complejas, con personajes que son develados a medida que avanza la trama, con la puesta en evidencia de aquellos pequeños asombros que modifican completamente la percepción de la vida.

sábado, marzo 01, 2014

El único acto de la vida sin atenuantes es el suicidio



            Estremecedor. ¿Sirven las palabras de la crítica literaria para abordar un libro vital, atravesado por la verdad definitiva de la muerte? Un testimonio que conmueve y por el que vale la pena llorar. ¿Qué palabras deben ser usadas para comentar el texto que permite llevar el duelo de una madre ante la muerte voluntaria de su hijo? Un amor desgarrado por la pérdida. ¿Cómo escribir sobre lo que es imposible de ser nominado sin caer en expresiones que resulten superficiales frente a lo irreversible? Finalmente, el único acto de la vida sin atenuantes es el suicidio.
            En el “Envío” de la última página del libro, Piedad Bonnett escribe como si en ese mensaje a su hijo Daniel, que ya no es pero permanece, viajara un postrero aliento de vida: “Yo he vuelto a parirte con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.” (p. 131)
            Es como si a través de la escritura, la poeta se desprendiera del cuerpo sufriente de su hijo y, al mismo tiempo, lo convirtiese en una memoria a la que ya no puede alcanzar el tormento indecible de la esquizofrenia. La decisión de donar el cuerpo del hijo, horas después de la muerte de Daniel, resulta un acto racionalmente solidario en medio de ese instante de duelo solitario que es la confrontación contra lo irreversible. Responder a las preguntas administrativas de quien lleva a cabo la tarea de solicitar el cuerpo de quien fue, termina siendo la dación de la última posibilidad de vida: “Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía.” (p. 24)
            Este libro tiene la dureza, alivianada por el amor, del enfrentamiento a lo que no puede ser aplacado con las “mistificaciones literarias”. Y lo más terrible es la manera cómo nos enteramos del sufrimiento familiar que acarrea una enfermedad mental que carece de cura. La poeta va desgranando la complejidad de la vida de su hijo, con su hijo. Algunos episodios significativos de esa vida son contados con la firmeza de lenguaje de quien se enfrenta a la única posibilidad de encender una palabra que desvanezca la oscurana del olvido. Pero la poeta no se da tregua porque la muerte no es la paz: “Daniel no descansa porque no es. Lo que hacíamos corresponder con ese nombre se ha disuelto, ya no puede experimentar nada.” (p. 28)

De la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett. Sala Débora Arango, CCGM, Bogotá.
             Y, el hijo que ya no es, fue un artista que dejó una incipiente obra de dibujos y pinturas, en estos tiempos signados por la novelería efímera del espectáculo, en que los profesores de arte se empeñan en predicar que “la pintura ha muerto”. La tarde del sábado 18 de enero de este año, visité la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett, en la sala Débora Arango del Centro Cultural García Márquez, en Bogotá. Fue una visita en solitario que me permitió contemplar en aquellas obras el espíritu atormentado, no por la enfermedad, sino por la búsqueda expresiva de todo creador: es la obra de un autor en ciernes, lúcido y dueño de ese indescriptible don que poseen los artistas auténticos. Los perros rottweiler de la serie embozalados parecen atragantados por un silencio cargado de historias que el espectador debe imaginar: la fuerza expresiva de la pintura es similar a la fuerza misma de los rottweiler. Los autorretratos, asimismo, sobrellevan el silencio de unos labios sin la mínima indicación de que pudiesen pronunciar palabra alguna y una mirada que parece esconder la tristeza más profunda del mundo. El silencio perfecto del ruido que bulle en el interior del artista: la pintura vive. Pero, como reflexiona su madre: “¿Quién puede detener a un hombre, de cualquier edad cuando ha decidido terminar con su vida?” (p. 89)
            La poeta Bonnett no deja de hacerse algunas de las preguntas que atormentan a quienes sobreviven al suicida: “¿De qué tamaño es el dolor de quien se despide de sí mismo?”.  Es como hurgar en una herida con instrumentos esterilizados. Después de todo, el hijo fue un joven que amó su cuerpo. “¿Sintió dolor al saber que lo abandonaba, que se abandonaba para siempre?”. Y es también como si en la escritura fuese comprobada la frustración del hijo ante la presencia de una enfermedad que lo sumía en la imposibilidad de dominar ese cuerpo, “que lo traicionaba, que lo agredía, que lo exponía al miedo, a la confusión, al delirio…” (p. 117)
            Daniel Segura Bonnett se suicidó en Nueva York, el 14 de mayo de 2011, lanzándose desde la terraza del edificio de cinco pisos en donde vivía: “En estos casos, trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender.” (p. 18) La poeta Piedad Bonnett, su madre, expone su espíritu doliente con el pudor de la confesión en Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), testimonio de un duelo, escrito con el estremecimiento de una palabra honda, auténtica y trágicamente bella. La escritura es también otra manera de sobrellevar una pérdida.

domingo, enero 12, 2014

Un éxodo sin tierra prometida


     Al comienzo parece el rescate de una comunidad de desplazados. Enseguida, nos damos cuenta de que se trata del horror sin fin de una guerra absurda. 430 personas son conducidas, a través de la selva, por unos hombres armados que ejercen sobre ellas todo tipo de violencia mediante conductas arbitrarias. Los pobladores no saben si son prisioneros o rescatados, ni hacia donde los llevan. Durante la marcha, se van dando cuenta de que son prisioneros de una guerra absurda y que solo pueden ser conducidos hacia la muerte. En medio este desplazamiento forzoso, Óscar Collazos (Bahía Solano, Chocó, 1942) construye, en su novela Tierra quemada (Mondadori, 2013) historias personales que humanizan esta narración de violencia asfixiante.
     Elena, el personaje principal de la novela, es una joven maestra que camina con Julieta, su hija de once meses, y su prima Elvira, una adolescente de 14 años “que ha enmudecido de pánico”. En ella se concentran las desventuras del éxodo y también la esperanza de la lucha por la vida; Elena no desarrolla su heroísmo como si fuera un personaje extraordinario: ella es una heroína de la cotidianidad que resiste, al borde de lo que humanamente es posible, la sevicia a la que los desplazados son sometidos. Elena, aún en la más dura de las humillaciones, mantiene la dignidad espiritual necesaria para tener el valor de continuar. El abuso sexual al que la somete el comandante Anselmo le enseña a utilizar su cuerpo para seguir con vida: “Con lo pendejos que son los hombres, son capaces de creer las declaraciones de amor de la mujer que están violando.” (p. 126). Es como si, durante la guerra, el cuerpo de la mujer fuera convertido en tierra quemada por la sevicia de los hombres.
       El ambiente que envuelve a los protagonistas de Tierra quemada es apocalíptico. Una selva devastada por la guerra; unos seres humanos deshumanizados por la violencia; unos combatientes que parecen zombis en tarea de exterminio a la humanidad. El Estado carece de presencia institucional y Dios es apenas un lejano recuerdo de cuando se podía creer. “Las ciudades habían sido blindadas en cada uno de sus flancos, impidiendo el acceso de refugiados del campo. […] El campo era a duras penas habitado por quienes sobrevivían en medio de la resaca de las guerras.” (p. 351). La maldad atraviesa la esencia de todos los bandos: las fuerzas regulares del Estado, la Empresa y los insurgentes, también llamados bandidos. A su paso, todo ser humano es considerado sospechoso de colaborar con el enemigo; la tierra y los seres vivos que la habitan son arrasados si así lo determina el miedo disfrazado de fuerza de los combatientes, sin que importe a qué bando pertenecen.
       Estamos ante una guerra carente de ideales que, por el carácter alegórico de la novela, podría ocurrir en cualquier parte pero que tiene una clara semejanza con el conflicto colombiano. En la novela de Collazos, el narrador va entretejiendo una red de alianzas y rivalidades entre los diferentes bandos que hace de la guerra un fin en sí mismo: en el momento en que aparecen los personajes de esta historia de crueldades, ya no se sabe por qué se combate, o contra quién, o hasta cuándo. Hay quienes creen que son vencedores y que la guerra está próxima a su fin por lo que sus ataques deben multiplicarse: “Pasaba al final de toda las guerras; los derrotados no aceptan la derrota, dijo uno de los vigilantes. Por eso, hay que derrotarlos muchas veces. Pisarlos como cucarachas, quemarlos vivos, si es que siguen vivos.” (p. 16)
       Tierra quemada está escrita con un estilo descarnado, sin asomo de complicidad con lectores acostumbrados a la moda de textos hedónicos con fachada de malditos. Aquí la radicalidad del texto reside en la desmitificación de la violencia histórica con una prosa limpia y con la construcción deslumbrante, por profunda y dolorosa, de personajes de todo tipo que humanizan la atmósfera apocalíptica de ese éxodo sin tierra prometida en el que se desarrolla la intriga de la novela. Al final, los pocos sobrevivientes, tienen consciencia de que son una imagen que deben “recomponer en cada una de sus partes” (p. 370) para seguir andando en la vida.
       Tierra quemada, de Óscar Collazos, es un sobrio retrato novelesco sobre una guerra sin fin —que puede estar ubicada en cualquier parte—, su violencia e irracionalidad, a partir de la historia del éxodo hacia ninguna parte de un grupo de desafortunados que son conducidos, como si fuesen prisioneros de zombis, por una columna de irregulares armados. La novela ofrece un destello de esperanza, que ilumina la resistencia de los personajes que sobreviven al horror, y permite respirar a los lectores que han sido conducidos, con una narración maestra, hasta el fondo de la deshumanización más abyecta y, al borde la asfixia, son expuestos al aire de la redención posible gracias a “una historia de amor silenciosa y profunda” (p. 369). Tierra quemada es una novela de lenguaje sustantivo escrita para lectores de literatura dura, no como moda sino como sello de autenticidad creadora.

Óscar Collazos, en la librería Ábaco, en Cartagena de Indias. (Foto de Marcela Sánchez)