José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, abril 29, 2018

Apuntes sobre la falsa erudición en la literatura



He asistido a decenas de congresos académicos que, aunque a estas alturas el símil ya sea un lugar común, pueden ser definidos como auténticas casas de citas: a Hommi Bhabha o Gayatrik Spivak, si, por ejemplo, se afanan más por la existencia de artefactos culturales que de obras literarias; o a Derrida si les gusta regodearse en deconstruir lo evidente; y, a su turno, han estado de moda Barthes, Foucault, Deleuze, et. al. Citar no está mal —en este artículo citaré—, y menos en la academia, pero las citas que son hechas por vanidad de lecturas, vengan al caso o no, evidencian la falsa erudición, de la que algunos escritores clásicos se han burlado.
En el “Prólogo” de la primera parte del Quijote, Cervantes arremete socarronamente en contra de la costumbre de buscar quien escribiera sonetos y otros poemas como parte de la presentación de una obra. Al final, él mismo los escribe, señalando autoría a Amadis de Gaula y a don Belianis de Grecia de sendos sonetos dedicados a don Quijote, y hasta compone uno en que dialogan Babieca y Rocinante. Asimismo, pone en boca de un amigo el siguiente consejo: «Vengamos ahora la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis […] y cuando no sirve de otra cosa, por lo menos servirá ese largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro».

La exquisita sor Juana Inés de la Cruz, en un párrafo de su respuesta a sor Filotea de la Cruz, nos habla de la presencia del saber en lo cotidiano y que, como le fuera prohibido leer durante un tiempo, se dedicó a observar la cocina: «Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria…». Sor Juana concluye su idea con algo de chanza y mucho de provocación, pues reivindica su filosofía de cocina: «Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito». Sor Juana muestra una fuente del saber que no es libresca.

En “El Aleph”, Jorge Luis Borges, con su particular sentido del humor, ironiza sobre la falsa erudición del personaje, el poeta Carlos Argentino, que funge de poeta y de exégeta de su propia obra. Argentino comenta su verso: «He visto, como el griego, las urbes de los hombres», de esta manera: «…granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión…». Propio de sus guiños cultistas, Borges nos remite al libro de José Cadalso, publicado en 1772, cuyo título es, justamente, Los eruditos a la violeta, o «Curso completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la semana [publicado] en obsequio de los que pretenden saber mucho, estudiando poco».

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 27.04.18

lunes, abril 23, 2018

De los acomodos de la muerte y el día para celebrar la lectura

Lápida de Cervantes en Madrid.

      Parecería que nos fascinan las casualidades, esas que son más propias de la vida que de la literatura. Herederos de los trazos arquitectónicos de las iglesias barrocas, ansiamos que las irregularidades que presentan la vida y la muerte se acomoden a la simetría del espacio y el tiempo que las contenga. Y, si las coincidencias no son tales, llegamos al punto de fabricarlas para regocijo de las formas.
      Nos desilusiona un poco enterarnos que César Vallejo no murió como escribió en su poema, “tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”, sino un viernes, aunque nos consuela que digan que sí llovía. Algo de satisfacción no envuelve al saber que García Márquez, igual que Úrsula Iguarán, falleció en Jueves Santo, y que, el 17 de abril, fecha de la muerte del autor de Cien años de soledad es la misma fecha que la de Jorge Isaacs, el autor de María.
El 23 de abril es el Día Internacional del Libro, y fue elegido porque supuestamente coinciden en esa fecha, del año 1616, los fallecimientos de Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega. Pero resulta que la tozuda realidad desmiente las ilusiones que nos hacemos sobre esa misma realidad y resulta que la coincidencia de las muertes solo existe en la entusiasta repetición de nuestros mitos funerarios. El único que murió en esa fecha es el menos mencionado y leído de los tres.
Cervantes murió el 22 de abril y su fallecimiento fue registrado al día siguiente, en el Libro de Difuntos de la Iglesia de San Sebastián, el 23 de abril. En la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, al conde de Lemos, fechada el 19 de abril, Cervantes escribe: «Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir […]». Fue enterrado con el humilde sayal franciscano y el rostro descubierto, en el Convento de las Trinitarias, de Madrid, y en el año 2015 se hicieron muchos esfuerzos para localizar sus restos. Al final, se estableció que unos huesos, ubicados en el osario del convento, de al menos dieciséis personas pertenecían, entre otros, a Cervantes.
      Shakespeare muere en Stratford, en la misma fecha del entierro de Cervantes, pero no en el mismo día. La explicación de esta formulación de lógica paradójica, es que Inglaterra aún no había adoptado el calendario gregoriano, medida que implementó en 1752, por lo que el 23 de abril del calendario juliano corresponde a nuestro 3 de mayo. Los problemas de Shakespeare son más graves: hay quienes dudan de su misma existencia.
      Doña Leonor Acevedo Suárez, madre de Jorge Luis Borges, nacida en 1876, murió en 1975. Cuenta el anecdotario apócrifo de Borges que una amiga de la familia se acercó al poeta el día del velorio y le comentó, «pobre Leonorcita, pensar que solo le faltó un año para llegar a los cien»; el poeta, que veneraba a su madre, respondió, no sin ironía: «Usted, señora, debe ser una fanática del sistema métrico decimal.»

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 20.04.18

domingo, abril 15, 2018

Viejas y nuevas inquisiciones


Novelistas malos y buenos (Bogotá, 1910), de Pablo Ladrón de Guevara S.I., es una obra en la que fueron juzgados 2.115 novelistas con el rasero de la moral católica. De la visión inquisitorial del jesuita no se salvó ni María, de Jorge Isaacs: “Es reprensible la morosidad en dar cuenta del baño que á Efraín preparaba María, esparciendo el agua de flores. Pase esto, sin embargo. Lo que no puede pasar es el pasaje de la ida de aquél [Efraín] con Salomé, joven harto ligera, por aquellas soledades del río, con lo demás que allí se cuenta. La sensualidad y peligro aquí nos parece claro, sobrando para los jóvenes lo inquietante y perturbador”. El moralismo para juzgar a la literatura puede causar hilaridad, pero cuando su brazo ejecutor dispone de la hoguera, aquel se vuelve siniestro.

Rosas para Stalin, de Boris Vladimirski, 1949.
El I Congreso de Escritores Soviéticos (1934) definió la estética del estalinismo: “El realismo socialista, método básico de la literatura y de la crítica literaria soviéticas, exige del artista una representación veraz, históricamente concreta de la realidad en su desarrollo revolucionario. Además, la verdad y la integridad histórica de la representación artística deben combinarse con la tarea de transformar ideológicamente y educar al hombre que trabaja dentro del espíritu del socialismo.” Desde entonces, lo que era una corriente literaria se convirtió en doctrina estatal con el objetivo de construir un hombre nuevo, pero que se tradujo en la represión de cientos de escritores y artistas en la Unión Soviética.

Dalton Trumbo, circa 1940.
Con el propósito de defender los valores democráticos de EE. UU. frente al totalitarismo soviético, el Comité de Actividades Antiestadounidenses (1938 – 1975) desató una cacería de brujas —con la persecución a escritores y artistas desatada por el macartismo (1950 – 1956) de por medio. De ella fueron víctimas Bertolt Brech, Dashiell Hammett, Charles Chaplin, entre cientos. Recientemente, la película Trumbo (2015), de Jay Roach, retrata la vida de Dalton Trumbo, novelista y guionista acusado de comunista, y recuerda la pesadilla que era enfrentarse a aquel Comité, definido por el ex presidente Harry Truman, en 1959, como “lo más antiestadounidense que hoy tenemos en el país.”

Auto de fe en la Plaza Mayor de Lima, 1605.
            Los principios morales del catolicismo, la sociedad sin clases del comunismo, la defensa de la democracia Occidental, son las buenas intenciones que han empedrado el camino al infierno de la censura y la persecución de artistas y escritores. Suenan bien al oído; parecería que defienden a la ciudadanía; pero, a pesar de los buenos propósitos, terminan por generar un componente fanático que condena y castiga cualquier disidencia. Hoy día, invocando la corrección política, se está produciendo una nueva cacería de brujas que, en nombre de causas loables, pervierte el sentido básico de la literatura, que suele ser una escritura a contramano de la moral y las buenas consciencias. De hecho, porque la poesía vive en tensión con el conocimiento y la educación es que Platón expulsó de su república a los poetas.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 13.04.18